El artista y la modelo (2012) de Fernando Trueba

 

Por David Garrido Bazán

 

 

A la última película de Fernando Trueba, El Artista y la Modelo, le pasa algo: será una producción española, pero de tan francesa que parece, ni siquiera llama la atención especialmente que esté hablada en su mayor parte en francés. Ésta se la van a apropiar nuestros vecinos con mayor rapidez y presteza aún si cabe que una de Almodóvar. Bromas aparte, lo cierto es que esta película que reflexiona sobre el poder de fascinación de la belleza, la necesidad de encontrar una idea, el proceso de atrapar esa inspiración huidiza y convertirla en algo físico y tangible, sobre la naturaleza misma del arte y, en fin, el tortuoso acto de crear es con mucho lo mejor que ha rodado Trueba en muchos años.

Cuenta con varias armas muy poderosas el director para hacer de su película un obra de lo más disfrutable. En primer lugar tiene a su disposición, entregada con la misma fruición que su personaje, generosa en su desnudez física y emocional, a una actriz estupenda en el que quizás sea el mejor trabajo de su aún corta carrera, Aida Folch. Sobre ella, o mejor dicho sobre la hermosa rotundidad de sus formas y el deseo y la fascinación que su belleza supone para el viejo artista – y para el espectador de paso – construye Trueba una película de premisa sencilla pero infinita capacidad de sugerencia. Acompañamos al escultor en su viaje tal y como hemos hecho otras veces de la mano de Rivette o de Erice, paso a paso, despacio, paladeando cada etapa del proceso, delectándonos con las pequeñas cosas, con cada nueva conquista, con cada nuevo aprendizaje. Consigue Trueba que nos impliquemos del todo, casi que creamos que podemos crear junto al artista en sus últimos días al que encarna con notable convicción Jean Rochefort, tan absorto en la contemplación de la belleza de Folch como en su momento lo estuvo de la de Anna Galiena.

Cuando la película alcanza su punto máximo de sugerencia, cuando la conexión entre artista y modelo pasa de la fascinación incluso a un deseo incapaz de verse satisfecho – no se pierdan la maravillosa forma en la que Trueba narra ese momento, de una delicadeza y una sensibilidad a prueba de cualquier ramalazo de cursilería – el espectador no puede sino sentir un estremecimiento quizás cercano al que experimentan en su complicidad artista y modelo, modelo y artista, unidos de una forma quizás mucho más sólida que en otras relaciones más tradicionales

Por eso es una lástima que Trueba no depure aún su película y la libere de todo aquello que lastra su genialidad. En cuanto su obra sale del reducido espacio y universo de creación que componen artista y modelo, la película se pierde y pierde gran parte de su fuerza. A uno no le interesan nada las cuitas de los maquis, las inquietudes sentimentales, el coronel alemán que se pasea por allí, los niños en sus paseos con el cura, las chanzas de Chus Lampreave o incluso si me apuran, la comprensión infinita de una recuperada Claudia Cardinale a la que Trueba rinde aquí hermoso homenaje. Lo único que el espectador quiere en todo momento es volver a ser voyeur privilegiado de ese universo, participar sin ser visto todo el proceso de creación y sentirse parte de él. Cuando salimos solo añoramos volver a ese espacio donde de la mano firme de Trueba, Rochefort y Folch, Aida y Jean, crean y recrean el arte como forma de embellecer la vida. Todo lo demás es accesorio.

 

 

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