Funeral celeste

Funeral celeste

Víctor M. Díez

 

Eolas Ediciones. 2011

 

Por Pilar Martín Gila

 

Lo que se dice en los funerales, las palabras sobre la muerte son, en general, exhortaciones a la vida ante lo imposible o lo impronunciable de esa condición terminal. Sin embargo, Funeral celeste tiene menos relación con lo fúnebre y su memorial de relatos que con lo celeste, ese lugar inestable, de agitación y reparto, el aire que se lleva los restos, los buitres que se acercan a por ellos, como en el rito tibetano que da título al libro. No hay exhortaciones, la muerte acaba ligándolo todo, y la vida no es algo que continúe sólo para los vivos. De esta forma, me parece a mí, conforma el presente poemario su compuesto de perceptos y afectos, como lo diría Deleuze, que no quieren dejarse encerrar en un exceso de memoria ni de epitafios, y ponen en movimiento algo parecido a una ceremonia del reciclaje, algo que va pasando de unas cosas a otras, un conjuro para “…No sentir el frío ni el cansancio; / que el dolor se haga perro / asustado a tus pies…”, una conversación con esa canción de Billie Holliday: “Los árboles sureños dan una fruta extraña, / En el sur hay un mar con olas caníbales // la sangre en las hojas y la sangre en la raíz / bajo la superficie azul tiemblan enrojecidos, espina y piel, los hombres pez…”, o una comunicación sustraída y una canción pendiente: “…Pero por tres veces nadie / responde a su teléfono hoy. / Y la luz sí y la luz no / en la ventana que da.”

 

De las cuatro partes que articulan el libro, en la segunda, Hermano menor, aparecen retazos de un pasado familiar pero que surgen como una convivencia sin ruptura con lo desaparecido, una relación casi más de presencia que de memoria, como si aquello que ha desaparecido de la vida no lo hiciera de la existencia y por eso es posible el encuentro. “Escribir al ritmo de lo que cuece / en la cocina estorbas. // Madre hacía dentro  sus / rosquillas. Agujeros. / Nuestra madre hacia adentro. / Otra más, / nuestra madre rusa…”. Podría recordar, en otro registro, a esa visión de la muerte (o la desaparición), a través del juego del escondite dentro de la casa, en los versos de César Vallejo a su difunto hermano, donde morir es sólo el juego de ocultarse: “…Por la sala, el zaguán, los corredores, / después, te ocultas tú, y yo no doy contigo…”.

 

La última parte del poemario se llama Velcros; Víctor M. Díez se ha ocupado de dejarnos apuntada la definición del diccionario. Y así es, dos nombres se vinculan, se enganchan entre sí (Peter & Guadalupe, José-Miguel & Ullán…) como las dos tiras del cierre, a causa de que una es de terciopelo y la otra tiene ganchos. “Y tomó de su mano al gigante / ofreciéndole cien tesoritos: un botón, / una miga, una piedra… Hasta cien. / La estridencia de todo lo diminuto.” Según cuentan, la idea del velcro le vino a un ingeniero suizo tras sus paseos por el campo, de donde volvía con los pantalones y el perro llenos de una clase de cardos que se quedaban prendidos por unos diminutos ganchos que, al parecer, esas plantas poseen. Esto es lo que hace un ingeniero suizo tras un paseo por el campo: inventar un sistema de cierre. Funeral celeste también parece haber ido prendiendo las cosas a lo largo del camino, cosas que estaban allí y se van con uno, gentes que pasaban por ahí y terminaron componiendo una relación. De eso trataría esa reutilización de los objetos, su singular percepción, y esa construcción de los afectos, cuyo núcleo es el lenguaje, la inutilidad específica de una creación poética jugando con el eficaz sistema del velcro.

 

 

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