Cuento de Navidad por las calles de Malasaña

media-uploadPor MIGUEL ABOLLADO Levanta lentamente la cabeza y se ve reflejado en un escaparate.

No le gusta nada lo que ve. Está sentado en el borde de la acera, entre dos coches, no sabe en qué calle, con los codos apoyados en las rodillas. Un tercio en una mano, y un cigarro consumido en la otra. Mira curioso hacia el cigarro. La ceniza está casi entera. Sonríe, acordándose de cuando jugaban en el colegio a ver quién aguantaba más la ceniza. Mira la otra mano, la agita suavemente. Bien. Todavía queda cerveza. Le pega un largo trago al botellín hasta apurarlo. Lo vuelve a mirar, mira al escaparate. Sigue sin gustarle nada lo que ve en él. Tira la botella con todas sus fuerzas contra el cristal mientras se insulta a sí mismo, pero no atina y la revienta contra el coche estacionado a unos pocos metros a la izquierda. Se asoma despacio por detrás del coche que tiene pegado a su rodilla. No hay nadie. Ve los cristales desperdigados por el suelo de la estrecha calle. Levanta la cabeza, y entonces ve las luces del Visión. Vaya, vaya, así que aquí estamos otra vez. En este puto barrio que huele a pis de perro.

Entra tambaleándose en el garito. El de la puerta le deja pasar porque le conoce bien, pero precisamente por eso también lo acompaña dentro, y hace señales al jefe para que sepa que la noche se puede complicar mucho. El otro asiente resignado, y resopla. Las luces rojas, muy tenues, perfilan oscuras sombras que se refugian en los rincones de este antro mágico. El pincha sube el volumen al entrar nuestro amigo, y saluda con la mano. Él se dirige hacia la barra, pide otro tercio, y se apoya en ella para mirar al personal. Se acuerda del jefe, y lo saluda tocándose la frente con el botellín. Las luces ahora son azules y verdes. Todo es azul y verde, hasta la cerveza. La mira incrédulo, se mira la otra mano, la camisa, los pantalones. Todo del mismo color. Joder, ¡no!, he vuelto a tomar esa mierda. Ya es tarde para lamentaciones. Las pastillas están haciendo efecto. Empiezan a tambalearse las columnas, y las mujeres a rodearlo. Hay un montón esta noche. Se acercan sonrientes, y bailan delante mientras azotan látigos imaginarios. ¿Estará flipando otra vez? Se pregunta. Pero no, es la representación previa al ritual de todos los sábados. Se apagan las luces, la gente silva, grita ansiosa, alguien le acaricia, le soplan en la oreja. Ya no hay luces azules ni verdes… ni rojas. Ahora está todo oscuro. Entonces empieza a sonar una viola desgarrada y la voz ronca de Lou Reed. No puede ser… ¡otra vez esa maldita canción!

 

Shiny, shiny boots of leather,

Whiplash girlchild in the dark

Comes in bells, your servant, don’t forsake him
Strike, dear mistress, and cure his heart 

 

La chica del látigo llega, en la oscuridad, haciendo sonar su cascabel. No la rechaces. Golpea a su siervo y cura su alma.

Las chicas de delante bailan el ritual moviendo las manos, rompiendo látigos invisibles contra el suelo, mientras se van encendiendo otra vez las luces rojas (azules y verdes para él). Alguien ha mezclado el sonido del látigo con la viola de la canción. Las Damas de Negro miran desafiantes,  se reparten entre los clientes solitarios, y se acercan también a él hasta casi tocarlo.

Al acabar, la gente aplaude, se oyen gritos de entusiasmo. El pincha apenas esboza una breve sonrisa burlona de satisfacción. Entonces ve una garra de dragón escapándose de la camiseta de la chica morena que está al final de la barra. Una garra negra y roja, que le rodea la nuca. Él ya no la ve roja, claro, pero sabe que no puede ser una casualidad. Tiene que ser ella. En un primer momento se alegra de ver a Marta, y hace ademán de acercarse, pero enseguida se para, y se avergüenza al pensar que en su estado lo mejor que puede hacer es no hablar con nadie. Claro que no sabe exactamente cuál es su estado, porque no se acuerda de nada, y hace ya un largo rato que no dice ni una sola palabra. Su primer recuerdo de la noche es la acera, el olor a pis de perro, y su imagen patética reflejada en aquel escaparate. Intenta hablar para sí mismo, mirando hacia abajo para que no lo tomen por loco, pero no escucha nada. Los viejos vinilos de los Ramones retumban radicales al ser surcados por la aguja de diamante, impidiendo sentir otra cosa que su cuerpo temblando al ritmo de los bajos y la batería. Vuelve la mirada hacia el final de la barra. Veo todo verde, pero no estoy tan mal, piensa, además, ella estará igual. Entonces, cuando toma la decisión de acercarse, ve una mano que tapa al dragón y acaricia la nuca de ella acercándola para besarla. Parece otra mujer. No es eso lo que le sorprende. Sabe cómo se las gasta su amiga. Sonríe, pero enseguida se asusta al reconocer a la que está con ella. ¡Isabel Estrada! Se da la vuelta rápidamente. Ella sí que no debería verlo, ni en ese estado ni en ningún otro estado, maldita hija de puta. Si eso ocurriera, la mitad de la policía corrupta de Madrid estaría rodeando el local en menos de cinco minutos, y sabía con certeza que habría al menos cinco o seis con motivos de sobra para asegurarse de que no saliera de allí con vida.

[……….Continuará………..]

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