Intemperie, un viaje rural hacia la formación

Por Anna Maria Iglesia. (@AnnaMIglesia)

fotonoticia_20121221122140_500Intemperie. Jesús Carrasco. Seix Barral, Barcelona, 2013. 

Hace a penas unos años, en la capilla de la Universidad de Barcelona, Juan Marsé se apartaba del intelectualismo, en demasiadas ocasiones, pretencioso, para afirmar que su dilatada obra nacía del gusto por las historias, por las narraciones, de allí que mencionara a Charles Dickens como uno de sus autores de referencia. Frente a esa aula universitaria, Marsé no titubeó al confesar su preferencia por el autor inglés con respecto a James Joyce, en especial al Joyce del Ulisses; si bien, no es cuestión de condenar, como algunos hicieron –¿envidia, angustia por la influencia, conciencia de la propia inferioridad?- la obra del escritor irlandés por la dificultad que entraña su lectura –no es argumento válido, si así fuera habría que descartar nombres tan imprescindibles como Mallarmé, Faulkner o Juan Benet-, las palabras de Marsé ponían en primer plano aquella narrativa de estructura clásica, aquella narrativa que contaba historias; junto a  Dickens, Balzac, Tolstoy y Dostovievski, todos ellos aparecieron a lo largo de aquella conferencia del autor de Últimas tardes con Teresa. Aquellos nombres por entonces mencionados son sólo algunos de los que conforman un enredado organigrama –que no canon- en el que la narrativa de corte clásico se entremezcla con la búsqueda constante de la innovación.

En unos días en los que no son pocos los autores que, más allá de los nombres y de las etiquetas, buscan nuevas formas narrativas para poder distanciarse de la herencia dejada por el realismo decimonónico que ha impregnado la narrativa castellana a largo del siglo XX, con su primera novela, Intemperie, Jesús Carrasco no duda en definirse, en la entrevista que le realiza Jordi Corominas,  como un autor “antiguo”: no en el sentido de retrógrado, precisa Carrasco,  sino en tanto que busca recuperar aquel espacio narrativo nunca perdido, pero – podría añadirse- frecuentemente olvidado, en el que se engarzan entre sí la animalidad, la poesía, lo instintivo y lo sensorial. Tolerante con la ligereza, aunque sin compartirla, Jesús Carrasco confiesa en la misma entrevista su interés “por los momentos cruciales de la vida”, una vida que no merece ser perdida “por tonterías”. En Intemperie, en efecto, no hay frivolidad retórica, no hay alusiones explícitas o implícitas a la alta cultura, tampoco se mezclan post-modernamente referencias intelectuales con la denominada cultura popular; en Intemperie, el escenario urbano que ha caracterizado la narrativa, e incluso la poesía –se piense en Lundi rue Christine de Apollinaire–  a partir de la segunda mitad del siglo XIX y durante todo el siglo XX hasta los días de hoy, es abandonado: Jesús Carrasco regresa al ambiente rural, a un aparentemente pretérito ambiente rural todavía virgen de aquella modernidad urbana que, desde hace tiempo,  ha trascendido las fronteras, actualmente casi desaparecidas, de las metrópolis.

El dominio del leguaje por parte de Carrasco es extraordinario, sin florituras ni juegos conceptuales, el autor recurre a un lenguaje preciso, términos técnicos, propios de la cultura rural no requieren de una ulterior adjetivación – ya lo decía Borges, cuando se oponía al uso excesivo de adjetivos- para dibujar un paisaje lúgubre, atemporal y, sin embargo, de indudables ecos castellanos. Con Intemperie, el autor reconstruye un espacio al que nunca termina de dar nombre, el a-geografismo contrasta con un lenguaje capaz de evocar el árido ambiente rural de Castilla, aquellos campos de Castilla en los que todavía hoy es posible transitar sin hallar trazos de urbanismo. En estos territorios poco habitados, solitarios, en ocasiones desiertos, el tiempo parece estar ausente, los días y las noches se suceden para los dos protagonistas, pero ¿cuántos son los días, cuántas las noches transcurridas a la Intemperie? El aparentemente breve transcurso temporal se convierte, a lo largo de la narración, en un tiempo sofocante, un tiempo inacabable del que parece no haber salida. El in crescendo del clima opresivo es resultado no sólo de la falta de referencias en el transcurrir temporal, sino también, y sobre todo, de la indeterminación histórica en la cual se enmarca la acción, ¿cuándo sucede lo narrado? Un sidecar permite situar la acción entre el 1914 hasta mediados del siglo XX, siendo es el único elemento que permite reconstruir el espectro temporal que, como la localización geográfica, está completamente desdibujado a lo largo de la narración. Si bien  Castilla aparece como un referente indudable, no hay mención alguna de aquél territorio, no hay topónimos, referencias a accidentes geográficos que permitan limitar el espacio. En ausencia de toda concretización, tiempo y espacio se unen para dar forma a un ambiente estrecho, oprimente, así como el tiempo transcurrido parece ser breve, así las distancias parecen ser mínimas, un contexto espacio-temporal atrapado entre límites tan difíciles de indicar como imposibles de superar.

La tradición realista castellana que ha permitido comparar la obra de Carrasco con autores como Delibes, en particular con la novela El camino cuyo protagonista vuelve a ser un niño,  se entronca con un imaginario más amplio, un imaginario que cruza las fronteras: la influencia de autores tan distintos como William Faulkner y Comarc McCarthy, se confunde con el imaginario cinematográfico, desde aquellos áridos paisajes de los western de John Ford hasta el escenario teatral creado cinematográficamente por Lars Von Trier en Dogville. La indeterminación y minimalismo de Dogville, se une a los paisajes propios de los western y, a la vez, con la aridez y desolación que caracteriza la narrativa de Faulkner. Jesús Carrasco crea dos personajes, un niño y un pastor anciano; sin nombre, estos dos personajes se encuentran en medio de este escenario vacío; el niño escapa de la casa familiar, del pueblo, de una realidad que el lector conoce tangencialmente, pero a la cual el narrador nunca regresa. En esta huída, el encuentro con el pastor se convierte en un punto de inflexión: si bien el viaje ha comenzado en soledad, solamente a partir de este encuentro comienza un proceso –viaje- de formación: Intemperie se convierte así en un Bildungromans, una novela de formación en la que el viaje del niño de la mano del pastor es una huida y, a la vez, una entrada a la madurez. El pastor se convierte en un maestro, a través de él, el niño no sólo aprende a sobrevivir en aquel agreste escenario, no sólo aprende a recurrir a los medios que la naturaleza le ofrece, se trata de un aprendizaje ético. En contraposición a aquel poder oficial representado por el alguacil que le persigue y que se identifica con el pueblo, con la casa familiar, con el ambiente no rural del que escapa, el pastor se convierte ante la mirada del niño en una autoridad moral: la entrada en la madurez es la adquisición de una conciencia ética, de unos valores que, más allá del contexto físico y de las circunstancias, se imponen como elementos esenciales para la definición del individuo, como elementos distintivos que permiten transformar la animalidad en humanidad.

Intemperie es una gran primera novela, un recorrido agonizante de formación en el que la pérdida se entrelaza con el hallazgo, la muerte con la vida adulta; de la dependencia a la independencia, de la infancia a la madurez, de la animalidad a la ética y, en definitiva, invirtiendo las palabras de Raymond Williams, de la ciudad al campo.

 

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