El hechizo Picasso

Por Rubén Cervantes Garrido.

 

Picasso. David Sylvester. Traducción de José Moreno.

Elba. Barcelona, 2012.

 

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La editorial barcelonesa Elba publicó a finales del año pasado una nueva entrega de su colección “El taller de Elba”. Se trata de una serie de pequeños ensayos del crítico David Sylvester (Londres, 1924-2001) sobre Picasso. Este título se suma a los que ya se han publicado sobre Marcel Duchamp, Henry Moore, Giacometti o el collage. David Sylvester es más conocido por sus célebres entrevistas a Francis Bacon, y en estos textos sobre Picasso se muestra como un historiador del arte que mezcla cercanía y erudición sin jerga, una lectura absorbente para el aficionado al arte moderno.

 

A lo largo de los cuatro textos que conforman el libro, Sylvester va tocando distintos aspectos de la inmensa figura de Picasso. Empieza por un artículo que escribió con motivo de una exposición retrospectiva del artista que se celebró en 1960. Le sirve de pretexto para hablar de la excepcionalidad que supone el periodo del cubismo analítico en la trayectoria de Picasso. Normalmente asociamos su nombre a un arte de gran vitalidad y virtuosismo, un pintor que parece pintar con la misma naturalidad con la que respira. De ahí que el cubismo analítico –ese arte intelectual por excelencia– resulte como una especie de isla dentro de ese torrencial de creación espontánea que es el resto de su obra. Uno vuelve a pensar en ello al leer otro texto de Sylvester en el que compara la obra del español con la de Duchamp, acaso los dos polos opuestos del arte contemporáneo. Si la asepsia del francés resultaba inconcebible para Picasso, lo cierto es que él también la practicó, brevemente, durante su periodo analítico.

 

Otro de los rasgos que Sylvester destaca es el ímpetu con el que Picasso crea, desarrolla y cierra sus etapas. Lo habitual en la obra de un artista es ver una evolución más o menos natural, una sucesión de correcciones o aprendizajes. En el caso de Picasso, resalta Sylvester, no existe tal desarrollo, sino que sus distintas etapas nacen, se desarrollan y mueren en sí mismas. A diferencia de su admirado rival, Matisse, cada nueva etapa de Picasso no es una transformación de la anterior, sino su negación.

 

Pero acaso lo más llamativo de Picasso es su capacidad para eclipsar todo lo que no sea él. No es porque no hubiera pintores de su misma talla, que los había. Pero uno puede llegar a olvidar que Picasso recibió estímulos ajenos, que el cubismo seguramente fue postulado primero por Braque, que aprendió cosas de Matisse o que debía mucho a los grandes maestros del pasado. El propio Sylvester se muestra ensimismado mientras recorre esa exposición de 1960, pero el encuentro con dos grandes cuadros de Bonnard y Matisse le recuerda que hay vida más allá de Picasso: “Bajo el hechizo de Picasso, uno había supuesto que la pintura moderna no podía dar más de sí”, dice. Más que ninguna obra en concreto, más que cualquiera de sus invenciones, para el amante del arte moderno quizá sea este hechizo el mayor legado de Pablo Picasso.

 

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