La lucha por la existencia

 Por Ignacio G. Barbero.

LuchaCada día que pasa veo más díficil encontrar un empleo digno. Siento que estoy deseando vender mis capacidades, mi fuerza de trabajo, a alguien que las quiera comprar para ganar dinero con ellas, y que, por tanto, soy básicamente una mercancía intercambiable y mejorable. El hecho de que mi labor sea creativa, producto de la libre asociación de ideas en mi mente, no cambia en absoluto la enajenación constante de mi persona en esta búsqueda. Obtener beneficio económico de una esclavitud pactada supone la única opción posible que tengo de prosperar. Para ello tengo que “luchar por mi existencia” en el mercado laboral, competir contra el resto de futuros empleados de mi gremio, personas tan desesperadas como yo. Mi innata ingenuidad no me permite comprender esta necesidad de perpetuo conflicto con los demás desempleados.  Me comentan que así tengo que comportarme porque así sucede en la naturaleza, pero eso no cuadra con las observaciones del mundo “salvaje”: los individuos de numerosas especies trabajan juntos en la obtención de beneficios. En “El origen del hombre”, Charles Darwin, padre de la teoría evolutiva:

“Mostró cómo, en innumerables  sociedades animales, la lucha por la existencia entre los individuos de estas sociedades desaparece completamente, y cómo, en lugar de la lucha, aparece la cooperación que conduce al desarrollo de las facultades intelectuales y de las cualidades morales, y que asegura a tal especie las mejores oportunidades de vivir y propasarse. Señaló que, de tal modo, en estos casos, no se muestran de ninguna manera “más aptos”  aquéllos que son físicamente más fuertes o más astutos, o más hábiles, sino aquéllos que mejor saben unirse y apoyarse los unos a los otros tanto los fuertes como los débiles para el bienestar de toda su comunidad. “Aquellas comunidades –escribió- que encierran la mayor cantidad de miembros que simpatizan entre sí, florecerán mejor y dejarán mayor cantidad de descendientes” (“El apoyo mutuo”, Kropotkin).

Ahora bien, podría ser que la ideología de la competitividad parta de observaciones del mundo no humano en general, agrupando en él al resto de especies y tomando a éstas como “individuos” que luchan entre sí. Suponiendo esto, conciben la realidad de manera completamente falsa, pues olvidan un principio básico: el del “equilibrio natural”, esto es, cada especie de ser vivo “colabora” con el resto en el mantenimiento del hábitat en el que nace, vive y se desarrolla, pues si esto no sucede se extingue. Por tanto, la depredación por la depredación, fundamentalmente desequilibradora, es imposible. Sólo hay un ser vivo que no ha cumplido tradicionalmente con este principio de estabilidad: el ser humano, que es capaz de ejercer su supervivencia modificando gravemente los ciclos naturales del mundo que habita (aunque también es capaz, con más dificultad, de lo contrario). Sin embargo, sería absurdo e inconsecuente usar un comportamiento particular del hombre para demostrar un supuesto “comportamiento” general presente en la naturaleza.

La tan manida tendencia a justificar la durísima realidad laboral y existencial de mucha gente no tiene, en definitiva, base científica ninguna; no es más que una ideología interesada que ha creado una realidad falaz, imperialista, donde todos somos -y debemos ser- individuos en constante competición por la supervivencia, donde nuestra victoria supone la derrota de los demás. Una moral del éxito personal e intransferible, de la búsqueda denodada de la satisfacción de mis intereses personales, que olvida por completo las necesidades de los hombres y mujeres que conviven con nosotros.

Mientras combato contra los demás por existir, siguiendo esta moral a rajatabla, me explican que soy completamente libre, aunque realmente no puedo decidir sobre mi bienestar, el cual depende necesariamente de si resulto lo suficientemente apetecible para ser adquirido por un sujeto x, que me pagará dinero por una labor determinada. Por mucho trabajo y esfuerzo que en ella ponga, el despido puede venir en cualquier momento y mi “libertad” para competir y buscar a otro generoso comprador de mis habilidades estará de nuevo en su máximo apogeo. 

Si no consigo llegar a conseguir un trabajo de este tipo, tengo dos aparentes “alternativas”: la labor funcionarial o la iniciativa privada. La primera se está convirtiendo en un imposible: en los empleados públicos se está centrando la hipócrita culpabilización de la crisis económica y su situación es, a cada momento, más insegura y esclava. Por otro lado, puedo hacerme “emprendedor”. Sólo necesito una gran cantidad de dinero, que no tengo, y una “buena idea”. Prosperar a partir de ello es pan comido, como es bien sabido. Si lo consigo, habré obtenido el éxito definitivo; competiré libremente con el resto de emprendedores por ver quién compra y vende más barato mano de obra, personas como yo, para así mantener mi tasa de ganancia. Mi creación será sólo mía, apropiándome de manera privada de los medios para reproducirla, y garantizando con derechos de propiedad todo el dinero que genere. Así me convertiré en el superhombre que la ideología de la competitividad promueve. El gran benefactor de su propia individualidad, herméticamente cerrada en sí misma y sin ventanas al exterior, el gran defensor de “lo mío”. Ante este modelo de ser humano, mi pensamiento se detiene en unas palabras de Kropotkin en “La conquista de pan”:

“Ciencia e industria, saber y aplicación, descubrimiento y realización práctica que conduce a nuevas invenciones, trabajo cerebral y trabajo manual, idea y labor de los brazos, todo se enlaza. Cada descubrimiento, cada progreso, cada aumento de la riqueza de la humanidad, tiene su origen en el conjunto del  trabajo manual y cerebral, pasado y presente. Entonces, ¿qué derecho asiste a  nadie para apropiarse la menor partícula de ese inmenso todo y decir: esto es mío y no vuestro?”.

Sin el concurso de todos no se puede nada. Uno es porque vive en sociedad con otros: todo avance, por individual que parezca, viene de un esfuerzo social. Si la riqueza generada por la labor conjunta de los ciudadanos pasados y presentes de una comunidad no pertenece a ésta y no repercute directamente en el bienestar de todos, se comete una flagrante injusticia. En consecuencia, tanto la imperante noción de progreso, que no aspira al bien común de la sociedad sino a la acumulación privada, como la de igualdad de oportunidades, que es imposible de iure si algunos poseen medios de los que otros carecen, desvelan su naturaleza quimérica: son palabras baúl utilizadas para generar optimismo en los desposeídos y fomentar su lucha inútil por un trabajo precario.

Gladiadores jugándose literalmente la vida en un anfiteatro romano donde los “emperadores” son los únicos que “ganan”. Entre ellos me encuentro; con la única esperanza de ganar dinero en una sociedad que, como expongo, es desigual de raíz. Algunos ni siquiera tienen esa esperanza, porque su pobreza material es gravísima, pero esto no es un consuelo para mí, sino un refuerzo de la idea de que la “natural” batalla por sobrevivir en nuestro mundo sólo trae derrotas y desesperación.

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