Ana Karenina (2012) de Joe Wright

 

Por Gloria Gil

 

 

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keira Knightley en «Ana Karenina», de Joe Wright

Intentar relatar por enésima vez la historia de una de las adulteras más famosas de Europa no debe de ser fácil. Joe Wright, consciente de ello, hace un planteamiento no apto para aquellos que se acerquen por primera vez a la inmortal novela de Tolstoi.

Para dar su nota de originalidad idea la cinta desde el punto de vista de un teatro, donde vemos a los actores entre bambalinas y decorados destrozando el juego de la cuarta pared. Así, los personajes aparecen guiñolizados, movidos por su destino predeterminado al más puro estilo naturalista. Este primer tercio de película tiene un ritmo vertiginoso de escenas cortas y actores histriónicos con coreografías de extras a modo de ballet de un musical de Broadway. Esta caricatura, que más parece un tráiler que la propia proyección, es, no obstante, la nota de color y el destello genial del director.

Cuando crece el dramatismo, el ritmo se ralentiza y, aun sin olvidarlo del todo, el juego de teatrillo de títeres va desapareciendo y dando paso a una filmación tradicional. Sin embargo, el espectador no llega a emocionarse nunca. ¿Fallo de Wright o hábil estratagema? El director que ha enredado con el distanciamiento brechtiano ¿es consciente de que uno se queda frío ante el dolor, la pasión, la ternura? Soy una romántica y quiero pensar que sí. Pero advertidos quedáis.

Keira Knightley, actriz fetiche de Wright, sale airosa, pero pareciera que la piel de Anna Karenina no acaba de quedarle bien y su gesto confuso y sus ojillos guiñados al sonreír acaban por no decir nada. Aaron Taylor-Johnson, como el conde Vronsky, tiene una interpretación coherente, pero sin brillantez.  Ha llegado, ha visto y ha hecho lo que tenía que hacer. El actor, de tan solo 23 años, cumple su función de muñeco de trapo en manos de la pasión. 

Mención especial merece la interpretación de Jude Law en el papel de Karenin, este burócrata del amor que habla de leyes y derechos cuando su esposa le habla de sangre hirviendo. Law entiende a la perfección la tensa calma del ministro Karenin más importunado por el qué dirán que por haber sido engañado por su mujer. Y lástima que no haya más líneas para el príncipe Oblonsky, hermano de Anna, interpretado por un divertido Matthew Macfadye, voz cantante de las marionetas de este decadente mundo elegante ruso.

El personaje más complicado de la novela no deja de serlo en la película. Me refiero a Levin, cuya voz la pone Domhnall Gleeson. Este filósofo es el contrapunto de esta moribunda alta sociedad. No olvidemos que la ficción de Tolstoi trataba de narrar la podredumbre de la Rusia Imperial condenada al desmoronamiento. Imposible captar todos los matices de Konstantin Dimitrivich Levin, debatido entre la pasión y la razón, su espiritualidad, su desprecio de corte y alabanza de aldea, su premonición del tormento del hombre del siglo XX. Así que se hace lo que se puede con él, marcando los hitos de su historia de amor con Kitty, poniendo rostro humano a este baile de máscaras.

Pero en realidad, los grandes aciertos se los debemos al propio Tolstoi. Estad atentos a las cosas dobles, a veces opuestas, a veces complementarias: los dos adúlteros, las dos condenas del adulterio (la de Karenin y la de Levin), las dos maneras de entender el amor, los dos actos violentos, los dos hijos, los dos trenes…

En conclusión, Joe Wright se arriesga y solo eso merece todo nuestro respeto. Pero no será esta la versión definitiva de Anna Karenina. Ni siquiera la que recordaremos acabado el año.

 

 

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