Merodeadores de orilla

Por Daniel Bernal Suárez

Merodeadores de orilla, María Teresa de Vega. Ediciones Idea/Aguere. 140 páginas.

Merodeadores de orillaEl filósofo Blaise Pascal afirmaba en sus Pensamientos que la condición de lo humano era la inconstancia, el tedio y la inquietud. Esta mudanza, este continuo ir y venir, flujo y reflujo, halla una bella metáfora en la imagen física de la orilla: espacio donde tierra y mar se mezclan, confluencia de fuerzas de naturaleza contraria. Acudir a la orilla y establecerse en ella como ansiando la imposible fuga y, sin embargo, saberse habitante incapacitado para adentrarse en tierra. Así son los personajes de la novela corta Merodeadores de orilla: seres indecisos que deambulan por la existencia sin rumbo fijo, poseedores, a lo sumo, de mapas inciertos donde el caos se organiza en falaces geometrías.

En Merodeadores de orilla vemos desfilar a numerosos personajes, algunos de ellos meras apariciones fugaces, a través de brevísimos capítulos vinculados de manera laxa los unos con los otros, casi como visiones instantáneas. Sin embargo, todos los personajes comparten una búsqueda continua, a veces desasosegante. Náufragos metódicos de la duda, podría decirse de ellos que buscan una luz aparentemente reconocida, pero de paradero ignorado, parafraseando un poema de Juan Ramón Jiménez. A este propósito, es revelador la frecuente repetición de la palabra «huida».

La novela de María Teresa de Vega nos habla de la búsqueda de un asidero, de la posible superación de la angustia y la falta de sosiego que acucia cuando no se atisba un sentido a la vida. La ausencia de senderos pueden convertirnos en merodeadores de orilla, mudos observadores de la distancia que media entre los propios anhelos y la tediosa realidad que nos envuelve. Nos coloca frente a un presente de fracaso que se extiende y ante el cual parece no haber escapatoria alguna. En esa orilla la muerte se vuelve omnipresente.

La narración orbita, sobre todo, en torno a dos personajes: el dubitativo y solitario Andrés, biólogo atormentado por una pérdida, y el joven e insatisfecho Stefen Carsai, portero del edificio donde vive Andrés, curioso y entusiasta admirador de Robison Crusoe. Cada uno encarnará una cierta forma de la desazón existencial. Los personajes se muestran tremendamente reflexivos e instrospectivos y van interpretando los hechos que se suceden en función de sus particulares obsesiones. En cierto sentido, todos los personajes pueden asumirse como las variaciones de un único ser que es nido de la soledad y la angustia. De hecho, la trama de Merodeadores de orilla es mínima: el edificio narrativo está sustentado por la conciencia de los personajes, que se filtra en el relato mediante una alternancia continua del narrador omnisciente y largos monólogos interiores. La importancia de estas introspecciones y los diálogos entre los personajes, que se pasan el tiempo elucubrando, dotan de cierta artificiosidad a la novela. También contribuye a esta artificiosidad el retoricismo algo extraño de algunas frases, aunque aquí y allá brotan imágenes maravillosas, como en el onirismo verbal que preside todo el capítulo titulado Un exabrupto de Andrés.

La novela presenta una atmósfera casi metafísica, en el exacto sentido de los lienzos de Chirico: personajes abandonados y envueltos por un espacio abierto a lo incomunicable, con un tratamiento del espacio y del tiempo algo difuso y sin referencias precisas.

Hechos azarosos harán converger gradualmente las historias: Carsai y Andrés trabarán una curiosa amistad que incluirá la visita a un consejero-filósofo, que se anuncia de esta guisa: «Disertaciones breves seguidas de sesiones de preguntas, discusión y diálogo. Asesoramiento filosófico. Cita con el arte de asentir la correcta proporción» (imposible no entrever un paralelismo con aquel teatro mágico de El lobo estepario; de hecho, uno de los capítulos de Merodeadores de orilla se titula «Teatro doblemente quimérico»). Lamentamos la poca relevancia que adquiere este personaje, Kurt Lubben, porque gracias a su extravagancia resulta ser el único que proporciona alguna singularidad considerable dentro de la unidimensionalidad que aqueja al resto, apenas perfilados como individuos (con la excepción de Abramakis Benveniste, tío de Carsai, y cuya construcción, a través de las misivas que envía a su sobrino, resulta satisfactoria). Los diálogos con Lubben son guiados por la noción de lo maravilloso, en un nivel de inventiva superior al conjunto de la novela.

A pesar de ser, como dijimos, una novela trazada en base a la conciencia de los personajes, éstos resultan escasamente delineados y la historia de alguno de ellos queda truncada, sin un desarrollo convincente. En efecto, los nudos de desarrollo de Merodeadores de orilla van volviéndose, según avanzamos en la lectura, más tenues, hasta llegar a los últimos capítulos que narran una historia de amor harto convencional y pueril. La autora deja los hilos del relato a medio tejer y no sigue al minotauro hasta el final del laberinto. Pero remonta el vuelo por momentos cuando consigue conjugar esa prosa mágica de las mejores páginas y el entorno algo nebuloso que transmite la angustia.

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