En mi casa

media-uploadPor PACO GÓMEZ ESCRIBANO. En la bodega del Zurdo conviven yonkis, ex yonkis, jubiletas, pensionistas prematuros y falsos borrachos. También hay putas y mujeres que no llegaron a serlo porque el destino se burló de ellas en forma de carambola surrealista. Yo estoy apoyado en la barra, al fondo, intentando ver el futuro en el enésimo tercio de Mahou vacío. Lo que veo no me gusta, así que le digo al Zurdo que me ponga otro a ver si cambia la perspectiva.

-¿Has visto, Lucky? Nos tomamos las pirulas por la mañana y ahora los botijos y flipamos, jeje… -dice el Makeijan desde el otro extremo de la barra levantando su botijo. Levanto mi tercio y asiento. Algunos jubiletas le miran con careto de “a ver si te mueres ya, capullo”. El Makeijan tiene una historia triste. Los que le desean la muerte, aunque sea con la boca pequeña, también coleccionan historias tristes.

Como verán, me llamo Lucky. Bueno, esto no es del todo cierto. En realidad, mis padres se lucieron bautizándome como Luciano, que era el nombre de mi abuelo paterno del que a su vez heredé el apellido Boquete. Y claro, en mi barrio, llamarte Luciano Boquete da para muchas burlas ya desde el parvulario. A los diez años me harté y le partí la boca a otro niño de doce. A partir de ahí, dije que me llamaran Lucky, simplemente porque el día anterior había visto una peli de “Lucky” Luciano y me gustó el apodo.

El tercio de Mahou no me dice nada distinto al anterior. Tres falsos borrachos se dejan llevar por una falsa euforia que se ceba con ellos. El de más edad cae al suelo redondo y los otros, en un primer momento se descojonan, hasta que comprueban que la cosa va en serio. Cuando a la media hora llega la ambulancia, el nota ya ha recobrado el sentido. Lo que nunca recobrará ya es la cordura, si es que alguna vez supo lo que es eso.

El Makeijan y la Puri se besan en una esquina sucia y polvorienta como si faltaran diez minutos para que el jodido cometa Halley cayera en la bodega. La Puri tiene un cuerpo diez, pero cuando a los doce años era la fantasía sexual de todos los críos de la clase, todos nos la imaginábamos con un trapo tapándole la cara. Nunca ha tenido suerte con sus novios yonkis o ex yonkis. O quizás es que como es catequista siempre albergó la idea de redimir ovejas descarriadas.

El Miguel se me acerca y empieza a contarme cómo destilaba alcohol en el trullo en un alambique casero a base de fruta podrida. Le miro fríamente. Deja de contarme la historia e intenta venderme un estilete que no tiene mala pinta por cinco euros. Tardo más de lo necesario en explicarle que no me interesa, pero insiste. Vuelvo a mirarle, esta vez no fríamente. Procuro poner el mismo careto de Clint Eastwood en “Harry el sucio”, pero el nota no lo entiende. ¿Cómo explicarle que quiero estar solo? Que no quiero que me den la barrila con gilipolleces de falso borracho. Finalmente le digo al Zurdo que le ponga un tercio en el otro extremo de la barra. Eso sí que lo entiende.

De paso le digo que me ponga otro para mí, pero ya no deseo adivinar el futuro. Solo quiero estar a solas rodeado de sonrisas fingidas, de fantasmas que tiran de cuerpos que se resisten a morir por inercia. Estoy borracho. Soy un borracho. Y me admiro lo suficiente como para no alimentar mi depauperado ego. Ser un borracho no es fácil. Yo lo conseguí hace mucho tiempo, tanto que no recuerdo el lugar ni el tiempo en que sucedió.

Los jubiletas piden otro vino. Los ex yonkis piden más botijos. La Puri y el Makeijan están en el servicio. Y yo quiero irme a mi casa. Pero ya estoy en mi casa.

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