Los acentos y sus fronteras

 

Por Luis Borrás

 

Manual

 

Mónica Lavín. “Manual para enamorarse”. 119 páginas.

Menoscuarto ediciones. Palencia, 2012. 

Por el título de este libro podríamos pensar en un regalo por San Valentín o en un libro de autoayuda. Pero estos relatos de la mexicana Mónica Lavín no son nada de eso. Estos relatos tienen diferentes y variados argumentos y de igual manera –para mí- distintos y desiguales resultados.

He leído a otros autores hispanoamericanos de diferentes nacionalidades; y mexicanos que ahora recuerde, a Emiliano Monge, Alberto Chimal y Ana García Bergua. Y en ninguno de ellos he sentido ese desapego, esa extrañeza provocada por el acento propio y localista como en este “Manual para enamorarse”. Me refiero a que Lavín utiliza en varios de sus relatos expresiones típicas de su país. Y algunas podemos entenderlas y superarlas sin que supongan una barrera o una molestia para la lectura, podemos traducirlas de forma inmediata o deducir su significado del propio texto: celular (por teléfono móvil), boleto de estacionamiento, alberca (por piscina), cubas (cubalibres) enfiestados, chaparra, voz tipluda (tiple, aguda) colores chillantes, nalgada (cachete en el culo), trecho polvoso del camino, bajo la sombra de la palapa, el sol caía desvalijado, tráiler (por autocaravana). Pero otros se pierden sin que lleguemos a saber qué significan: chícharos, jagüey, él no usaba truzas, pedir aventón, convivíos, composta, reservorio, “le gustaba ir a Veracruz y no a Acapulco, y allí eran las picadas y el lechero y las brocas”. Algunos verán en esto una especie de colorismo, de enriquecimiento o intercambio, pero yo creo que es un error que incomoda la lectura y no aporta nada porque no me imagino que un lector español vaya, después de leer a Lavín, a llamar truzas a sus ¿calzoncillos? Sería, por poner un ejemplo a la contra, que un lector mexicano leyera relatos de un autor español con locuciones, giros o expresiones en aragonés o andaluz: ixo ray, chino-chano, ozú, qué jartá.

En el relato “El caso estándar” esos vocablos son pocos y no se hacen molestos, o en “Todas las playas son la misma playa” son muchos y no impiden que podamos visualizar entre líneas y nombres propios el mensaje de la historia, pero en “La felicidad” –un relato que ya es difícil de por sí- esas “particularidades” lo hacen aún más ininteligible. Creo que este libro hubiera mejorado mucho si el editor hubiera “traducido” esas expresiones a pie de página o hubiera copiado lo que ha hecho la editorial Traspiés con los “Cuentos de horror” de Horacio Quiroga publicados en su colección Vagamundos en el que incluye al final del relato unas “Notas” con la traducción de esos “localismos”, por ejemplo: “Yacaré: especie de caimán, cocodrilo de América del Sur. Picada: Trocha, sendero abierto en la selva”.  

También creo que ese “defecto” hubiera podido subsanarse a priori si el responsable de la edición al leer el manuscrito le hubiese pedido a la autora una selección de relatos exentos de ese acento. Creo que con dos o tres cambios el conjunto hubiera quedado más neutro y menos local, habría mejorado mucho y permitido a Lavín –que es una escritora de éxito en México- entrar en España por la puerta grande del Imaginarium.

Pero no voy a dedicar más tiempo a hablar de ese “defecto” y sí que debo hablar de los aciertos de este “Manual para enamorarse” porque también los tiene. Y aunque algún relato como “El hombre de las gafas oscuras” y “El desayuno” me parezcan malos por ser uno el sueño adolescente y otro el calenturiento de una mujer madura; “Ladies bar” y “La felicidad” regulares por excesivamente crípticos, o desigual el que da título al libro; hay otros realmente buenos como “Iniciales” una historia sobre la pérdida total de la memoria y la conciencia de nosotros mismos que está escrita con ese conveniente acento neutro; acento que se repite en el excelente “El cielo de los pies”, una breve pero intensa variación o recreación de la parte final del diario del capitán Scott. Bueno también me parece “El árbol” relato en el que se cita a Raymond Carver y en el que “parece que no pasaba nada y lo que pasaba era el descobijo, la fragilidad, la soledad”. E igualmente buenos me parecen “El caso estándar” que cuenta cómo un equívoco puede complicarse y convertirse en una historia de terror sin recurrir a hologramas ni efectos especiales de ordenador; “Frotar” con ese “particular acento” dosificado que le aporta sabor y colorido sin llegar a apoderarse del relato y que es una magnífica historia sobre el poderoso y extraño mecanismo del deseo humano y su transformación una vez que se convierte en un sentimiento domesticado o vencido por la costumbre; y finalmente “La desmesura” que está dedicado a Ana García Bergua e inspirado en su “Edificio” y que habla de la ancianidad, la soledad, la incomunicación y las ilusiones sin remite.

“Manual para enamorarse” me parece una aproximación en cierta parte frustrada a la obra de Lavín. Fracaso parcial que posiblemente sea -si hacemos caso a lo que se dice en la solapa- injusto con el éxito y larga trayectoria de la escritora mexicana. Quizás una mejor selección de sus relatos hubiera sido el pasaporte perfecto para cruzar charcos, traspasar provincias, límites y fronteras. 

 

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