Se busca decorador literario

Por FERNANDO J. LÓPEZ. «Busco una persona que decore mi obra literaria».

Acabo de recibir un e-mail que empieza exactamente así. He creído que su inico podría tratarse de una forma de llamar mi atención.  Pero me temo que su autor -a quien no conozco de nada, por cierto- hablaba en serio:

«Es una novela de misterio y necesito que me la adornen literariamente«.

Algo falla cuando estamos convencidos de que el estilo es un adorno. Que la literatura es un complemento externo a la propia historia. Sí, algo falla cuando creemos que  las novelas se pueden tunear y convertir lo que no es literario en algo que sí lo sea.

Y  ese algo que no funciona no es solo la ignorancia de quien piensa que tener algo que contar -todos lo tenemos, sin duda- es, por sí solo, sinónimo de autoría literaria. Ese algo es también la ignorancia que, en parte, ha fomentado el propio mundo editorial.

¿Cuántos escritores hemos tenido que adornar tal o cual texto ajeno para que pareciera literario? ¿Cuántas llamadas hemos recibido de tal o cual editorial para darle vida a una obra que había nacido muerta y que querían publicar única y exclusivamente por el rostro -a ser posible, mediático y conocido- que aparecía en su cubierta? No hace falta dar nombres -cada cual sabe y conoce los suyos-, pero está claro que entre todos hemos contribuido -unos por necesidad: los autores también comemos, otros por afán de ventas- a mezclar lo literario con lo que, definitivamente, no lo es.

La literatura no es un cómo que se superpone a un qué. Es, más bien, al revés: un qué nacido desde su propio -e irrenunciable- cómo. Claro que podemos customizar textos no literarios y jugar con ellos hasta travestirlos en algo totalmente distinto. Pero esta forma de transtextualidad no tiene nada que ver con la imposición de un dress code que garantice que una prosa pedestre puede convertirse en prosa literaria. El novelista construye mundos a través de sus palabras, de modo que la forma en que las ubica -en que sitúa cada uno de esos cimientos- tiene repercusiones inmediatas en el edificio resultante. Las grandes catedrales de nuestra narrativa son indisociables de su lenguaje, de la visión del mundo que este encierra, de lo que connota cada palabra, de lo que evoca cada adjetivo, de lo que sugiere cada pausa. Porque las palabras dicen tanto como callan los silencios, convirtiéndonos en cómplices de esa compleja arquitectura de lo ficticio en la que somos, como lectores, cómplices de quien maneja las herramientas (verbales, claro).

El autor de mi e-mail, sin embargo, piensa de forma muy distinta. Y puede que, en su búsqueda, incluso tenga suerte. Porque si su novela cae en las manos del editor adecuado -alguien que no crea en la necesidad de construir una voz propia para justificar el hecho literario-, este se pondrá manos a la obra para que alguien la maquille, la vista con más o menos gracia y, entre juegos de manos y trampantojos varios, la deje lista para las pasarelas de los más vendidos, el desfile favorito del sector.

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