Yo no quiero acostumbrarme. Dirigido a quienes nos gobiernan.

 

Dedicado a quienes nos gobiernan

Por Anna María Iglesia

@AnnaMIglesia

S. Aranda
Fotografía de Samuel Aranda (The New York Times)

«En esta ciudad, donde se respira opulencia», escribió a mediados del siglo XVIII Xavier De Maistre, «durante las noches frías de invierno, una multitud de desdichados duermen al raso, con la cabeza apoyada en un poyete o sobre el lindar de un edificio». Xavier de Maistre describe así las noches turinesas, noches que muchos «desdichados» transcurrían a la intemperie, abandonados a las nunca indulgentes temperaturas de la ciudad italiana. «Los viandantes van y vienen», añade el escritor de Un viaje alrededor de mi cuarto, «sin emocionarse por un espectáculo al que están acostumbrados».

Más de tres siglos después, nuestras calles siguen siendo el refugio de muchos «desdichados»; en los últimos meses, las ciudades se han convertido en la imagen de un drama que poco tiene que ver con las cifras macroeconómicas y con los vacuos discursos parlamentarios. Una vez más, los viandantes se han acostumbrado a este mísero paisaje; no se trata de indiferencia, sino de un extraño sentimiento de culpabilidad e impotencia. «Es lo poco que tengo», le dice una anciana mujer a un hombre, sentado frente al supermercado; un cartón resume paradójicamente el drama de vida marcada por la pérdida de trabajo y por la ausencia de un futuro que un día fue esperanzador. A pocos metros de distancia, en la otra puerta del supermercado, una joven mujer pide comida para sus dos hijos. Una mujer sale del supermercado, el carrito de la compra rebosa de alimentos; se acerca a la joven, unas pechugas de pollo y un bote de leche en polvo, «ánimo», le dice y se aleja. No quiero acostumbrarme, no quiero ser como los viandantes turineses descritos por Xavier de Maistre; no quiero acostumbrarme porque la costumbre, al fin y al cabo, no es más que aceptación de un hecho considerado como irrevocable. No quiero acostumbrarme  a ver grupos de personas que, a las puertas de los supermercados, esperan recoger las sobras; no quiero acostumbrarme a las interminables colas del paro, a la desesperación frente a una lista de espera que no parece tener final. No quiero acostumbrarme a la frustración de todos aquellos jóvenes que no pueden continuar los estudios, ni tampoco a los injustos sentimientos de culpa de unos padres que se ven incapaces de construir ese futuro que un día soñaron por las calles.

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Mientras el ministro de educación, con la prepotente seguridad de quien no nunca duda de sus propios  -e ideológicos- errores, explicaba -paradójicamente la explicación viene tras haber sido aprobada la reforma- la nueva ley de educación y el indiscriminado recorte en becas, la fotografía de un joven sentado en la calle y pidiendo limosna para poder pagar la matrícula sigue conmocionando las redes sociales. Sentado, un viejo cartón resume su historia, una historia que nunca se hubiera tenido que escribir: «¿Me ayudas a pagar la matrícula del cuso que viene y terminar la carrera?».  No quiero acostumbrarme a esta imagen, ni siquiera quiero sorprenderme con ella; quisiera no ver a ese joven pidiendo, con la dignidad de la que muchos carecen, por un derecho del que nunca se le debió privar. No quiero acostumbrarme a esta imagen, como a ninguna de las otras; no quiero acostumbrar a aquellas desoladoras escenas que Samuel Aranda fotografió meses atrás y que muchas voces no tardaron en negar en nombre de una imagen, potencialmente exportable, de una realidad inexistente. Yo no quiero negar aquellas escenas que día tras días se observan en las calles, yo no quiero negar la desesperanza de aquel joven sentado en una de nuestras calles, como tampoco la frustración de quienes confían en un trabajo que nunca llega. Yo no quiero negar, yo no quiero desviar mi vista como hacen aquellos que, como decía un periodista hace algunos días, observan la realidad desde un porche: no se trata de negar las historias, numerosas y todas ellas individualmente únicas, se escriben cotidianamente en las calles de nuestras ciudades; no se trata de negarlas, se trata de no permitir que nunca lleguen a escribirse.

Yo no quiero acostumbrarme, pero ¿y ustedes?

 

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