Visita al dentista y meditación transcendental

Por MIGUEL ÁNGEL MONTANARO. Quiero desmentir con este artículo esa calumnia gordísima que empaña últimamente mi merecida reputación de tipo duro.
Es una falacia el que pierda los papeles cuando me dirijo gallardo a la butaca del dentista.
Y bajo ningún concepto es cierto, que cuando citan mi nombre en la consulta, me tiemble la barbilla, haga pucheros y mucho menos, que me agarre al sillón de la sala de espera como un koala.
Quien anda propagando ese infame bulo de que cuando me toca pasar a la tumbona quirúrgica, tengo que ser llevado en volandas como un reo hacia la camilla donde se ejecuta a los condenados a la inyección letal, miente como un diputado.
Y aquéllos que aseguran, que cuando soy sujetado a la citada butaca, sufro un encogimiento de los genitales que llevaría a la necesidad de contratar a un sexador de pollos para averiguar mi género, son unos cochinos difamadores.
Todas estas acusaciones son pura maledicencia.
Yo a la revisión dental siempre llego debidamente meado y santiguado.
Llego resuelto y altivo. Llego en definitiva, impasible el ademán.
Mis odontólogas se llaman Ana y Lucía, o eso dicen ellas, ya que, amaparándose en las normas básicas que dicta la asepsia médica, hace años que ocultan sus rostros con una mascarilla verde que imposibilita el que puedan ser debidamente identificadas en una rueda de reconocimiento.
Pero no me arredro cuando una de ellas me engancha el aspirador en la boca, mientras la otra, se acerca con la jeringuilla en la mano, porque en ese preciso instante, yo, que he sido entrenado para soportar el dolor, me evado con la meditación trascendental.
Sí, expando mis chacras fundiéndome en un todo con el cosmos infinito.
Les revelaré esa depurada técnica para abstraerme del sufrimiento odontológico.
Tras unos segundos de respiración tántrica, entro en una especie de catalepsia inducida, e inmediatamente, recuerdo las palabras de mi querido maestro Ranjit Suharnaputri –cuya traducción libre sería: junco del loto mecido por el Ganges que te va a sacar seis mil euros por esta conferencia–, el gran yogui diría: “cuando te atenace el miedo ante el dolor físico, piensa que existen sufrimientos vitales aún más insoportables”.
Busco entonces en mi mente otras circunstancias que me dolerían mucho más que el pinchazo de la anestesia y siempre encuentro material aflictivo por un tubo.
Imagino que podría estar atado en la butaca, con unos auriculares puestos, escuchando una y otra vez el último concierto de Dyango. O que en esa misma situación y con unas pinzas sujetando mis párpados, podría estar siendo obligado a visionar sin descanso, la enésima reposición de Verano Azul.
O que mis agentes literarios me obligan a escribir –en suajili y en una Olivetti–, una novela titulada Cincuentas sombras de Montanaro.
Fantaseo también entonces que, al tiempo que se me obliga a escuchar las declaraciones de la Cospedal sobre el pago en diferido de la indemnización a Bárcenas, soy amenazado con ser ejecutado de un disparo en la nuca, si emito una sola carcajada.
Ya en las postrimerías de la endodoncia –y en el culmen del martirio psicológico–, me veo en un programa de Tele 5, dándole el sí quiero a Falete.
Pero al final de la intervención, todavía sufro una última y dolorosísima experiencia mística cercana a la crucifixión anímica, y es, cuando calculo cuánto me va a costar la factura que pagaré en la recepción y me ahogue con el algodón ensangrentado que llevaré en la boca; porque no nos engañemos, ir al dentista es como asistir a una sesión de bondage, donde pagas para que te hagan pasar un mal rato, pero sin ver teta.

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