Trapicheo

TrapicheoPor MIGUEL ÁNGEL MONTANARO. Llego inquieto a la cita con mi camello. Creo que no me ha seguido nadie. Siempre tomo precauciones para evitar que me descubran pillando material, ya que mi nombre, figura desde febrero de 2017 en el fichero policial de lectores vigilados por el Gobierno.
La restricción energética que ha llevado a apagar una de cada dos farolas, no impide que alcance a ver el cartel con el nuevo nombre con el que han bautizado a la antigua calle Libreros, y que ahora se llama: calle De la Libertad Digital.
Al menos esta penumbra dificulta que pueda ser reconocido por algún ciudadano delator.
Ya veo a mi contacto. Aunque el tipo esconda el rostro bajo la capucha de la sudadera reconozco su figura desgarbada. No sé como se llama. Me lo presentó un amigo filólogo que emigró a Alemania para trabajar en una empresa que fabrica electrodomésticos y que ahora, traduce allí, los folletos de las lavadoras para que nadie se líe a la hora de echar el suavizante en el receptáculo del detergente y viceversa.
El traficante que me pasa la mercancía es un tipo ingenioso, siempre me espera paseando a su perro para no levantar sospechas en nuestros encuentros furtivos.
Cuando me hace la señal acordada, entra en su portal y deja la puerta abierta con un ángulo suficientemente grande como para que me de tiempo a colarme tras él antes de que la puerta se cierre. La maniobra, como en las otras ocasiones, sale perfecta y nos detenemos junto a la hilera de buzones de correo de los vecinos del inmueble…
–¿Has encontrado lo que te pedí? –susurro ansioso.
–Aquí lo tienes –responde sacando el paquete escondido en la huevera–, pero he tenido que jugarme el físico para conseguirte este material. Tengo que cobrarte veinte euros más –responde también a media voz mientras escruta la escalera.
–¿Qué? Pero si habíamos acordado…
–Olvídate de lo que habíamos acordado, amigo. Es la ley de la oferta y la demanda. Cuanto menos tema del bueno hay en la calle, más precio hay que pagar por él. Lo tomas o lo dejas –dice guardándose la bolsa dentro del pantalón cuando percibe mi titubeo.
–¡Para! Vale. De acuerdo. Me lo llevo –mascullo sacando mi billetera y contando el dinero que el camello me arrebata de las manos.
–Oye, quiero hacerte una pregunta –continúo–, me gustaría introducir en esto a mi hijo pequeño. ¿No podrías buscarme… ya sabes… un material adecuado para él? –interrogo sin mucha convicción.
–Joder como sois los lectores –ríe por lo bajo–. Lo podría mirar. ¿Qué buscas? ¿Algún ejemplar de Harry Potter?
–Que va. Me gustaría que se iniciara con alguna colección de Gloria Fuertes o algo así.
–Tú alucinas chaval. Un ejemplar de esa autora se considera hoy un incunable. ¿Te haces una idea de lo que me ha costado dar con esta novela de Alejo Carpentier que te he pasado?
–Ya, pero es que a mí siempre me ha gustado el realismo mágico.
–Pues déjate el mundo onírico y aterriza en la realidad, hombre. Supongo que esta cita te recordará que las políticas culturales de los últimos gobiernos convirtieron al sector editorial en una actividad reservada para el consumo de lujo de las élites.
–Entiendo –murmuro apenado–, y… una cosa más… me han dicho que también pasas entradas para funciones de Teatro Clandestino.
–¡Uf! Ese material también está muy codiciado. A mí esas entradas me las dan con cuentagotas y solo para clientes VIP. Los pocos actores que quedan no se juegan su libertad actuando para cualquiera. El nuevo Gobierno ha infiltrado a mucha gente en nuestros círculos para detectar dónde se realizan las representaciones. Te tendría que recomendar algún antiguo autor de teatro de muuuuucho nombre para que te dejasen asistir a una función.
–Hace años que no voy al teatro –suspiro desanimado.
–Y yo hace años que no voy al cine desde que se digitalizó por orden gubernativa y ya no aparecen actores de carne y hueso en las películas. Además de que con la subida del IVA que le metieron a la producción cultural, sale más barato alucinar con medio gramo de coca que sentarse en una butaca de un cine o leer una buena novela. Joder, yo me acuerdo de los cines –dice elevando la mirada a los desconchones del techo–. Aquella atmósfera, la oscuridad en la que te sentabas, el olor de las palomitas, el sonido Dolby. Qué recuerdos. Ahora han transformado todas las salas en casas de apuestas. El Gobierno necesita recaudar –asegura.
–Que tiempos –ratifico emocionado.
–Todos tenemos algo de culpa. No supimos luchar por la Cultura. Primero creímos inocentemente que los pobres manteros se ganaban la vida malvendiendo cuatro cedés, pero la realidad es que trabajaban, explotados eso sí, para mafias que reproducían miles de copias piratas  de música y películas. Al mismo tiempo, las plataformas de descargas digitales hicieron lo mismo, pero a lo grande, y nuestros gobernantes no quisieron parar a tiempo ese negocio porque millones de ciudadanos exigían su derecho a descargarse gratis lo que les diese la gana en la red y a disfrutar del trabajo de los artistas sin pagar un euro. Todo se hundió tan rápido… y todo, en nombre de la libertad. Que paradoja ¿verdad?, nadie ha defendido la libertad con más ahínco que los actores y los autores, que han criticado y satirizado a los gobernantes y al poder desde épocas inmemoriales. Y al final, hemos acabado así. Mírame. Yo era bibliotecario y gracias a que pude esconder pacientemente varias obras a la semana, antes de que desmantelasen las bibliotecas, ahora tengo para comer gracias a yonquis de la lectura como tú –finaliza triste dejando caer la mirada sobre las baldosas del zaguán.
–Nunca pensé que llegaríamos a esta situación –mascullo abatido.
–Pues es lo que hay. ¿Quieres un consejo? No le metas ideas raras a tu hijo en la cabeza, para que lea y cosas así. Llévalo a una escuela deportiva y que se haga tenista. O si es guapo, igual en la tele se hace un hueco, porque como pretenda buscar curro aquí de otra cosa que no sea eso… Bueno, que te dejo. Ya sabes donde localizarme si necesitas más mercancía –se despide cogiendo en sus brazos al perrillo para perderse en la escalera subiendo los peldaños de dos en dos.
Meto mi novela entre el pantalón y la camiseta. Acto seguido, inspiro fuertemente para tomar aire y animarme antes de salir de aquel lúgubre portón. La calle sigue desierta y aprieto el paso.
Necesito llegar pronto a casa y leer esta novela.
Necesito mi dosis.
Necesito evadirme de esta realidad.

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