El arte es inhumano

Por Ana Correro. La lucha contra la injusticia puede ser una tarea muy loable, especialmente si no sabemos qué la motiva. El escepticismo de una servidora le lleva a plantearse, como muchos, si la filantropía, la solidaridad y los mil nombres que se dan con más o menos atino a eso de actuar en favor del otro no provienen tanto del altruismo como de un sinfín de opciones a cada cual más cínica o escabrosa. El bienestar personal, la búsqueda de objetivos propios, el actuar en detrimento de un tercero (el enemigo de mi enemigo es mi amigo) y tantos otros son móviles que vienen a la cabeza sin darle demasiadas vueltas.

Pero intentando pinchar donde duele, se me ocurren razones que acusan mucho más a la indiferencia. Me pregunto hasta qué punto lo moralmente inaceptable no es más bien desagradable a los sentidos, físicamente vergonzoso. Quizás la búsqueda de la justicia no sea más, como ya desde Platón se intuye (qué digo, se sostiene), que una búsqueda de lo hermoso a largo plazo. Una aberración moral es estéticamente irritante. Imaginen a un Marcel Proust paseando por los Champs Elysées y viendo cómo una banda de chavales muele a palos a un mendigo. ¡Que alguien aparte esa aberración de su delicada vista, santo cielo!

Leía el otro día el compendio de ensayos de Žižek Sobre la violencia, que me viene muy al caso, y me topé con una anécdota sobre Nikolai Lossky, un intelectual ruso que acabó exiliado acusado de anticomunismo por el gobierno soviético y del que se recoge este relato de Lesley Chamberlain:

“Sencillamente no podía comprender quién querría destruir su modo de vida. ¿Qué habían hecho los Lossky y sus chicos? Sus hijos y los amigos de éstos, que habían heredado lo mejor que ofrecía Rusia, habían ayudado a mejorar el mundo con sus conversaciones sobre literatura, música y arte y con sus vidas discretas. ¿Qué había de malo en ello?”

¿Qué había de malo en el delicado quehacer de los aristócratas? El intelectual que superficialmente no hace sino anteponer el bienestar de su persona a una realidad, digamos, complicada de millones de personas, antepone también sin darse cuenta un saber estar que es sinónimo de lo agradable, de lo bello. Según eso, exiliándole a él y a su familia, exiliaban también una encantadora imagen de Rusia.

Pienso también en los Cantos de Ezra Pound en los que se hace una crítica reiterada al capitalismo salvaje y a sus males, pero entendiéndolo siempre como un insulto a la belleza, que no sólo no se identifica con el capitalismo, sino que lo rechaza y al que se contrapone tajantemente. Para Pound el capitalismo es basura chirriante que debe aniquilarse. El activismo social se convierte, en la práctica, en una acción estética.

Y, sin embargo, muchas imágenes de horror resultan deliciosas, el testimonio de una masacre provoca nuestra más sincera y espeluznante excitación. La tragedia es un culto, un disfrute inconfesable que disfrazamos de fantasía, de irrealidad. Es una provocación de lo opuesto. Ahora bien, quizás esta seducción de lo inmoral no sea más que una apariencia muy bien maquillada y se limite a hacer saltar los plomos de una emoción sumamente potente pero fugaz, como un orgasmo.

La maldad sería, entonces, una estética de lo efímero lo suficientemente poderosa como para provocarnos una reacción violenta  y positiva; una reacción creadora que parezca querer decirnos todo lo que somos en unos instantes y que nos hace desear recoger desaforadamente los dardos que intentan herirnos. Es una estética que no es sólo enfermiza, sino también abocetada, impura, sin pulir. Es el placer de la impresión frente a la imperturbabilidad del bien que, a diferencia de la tragedia, es radical y por ello más efectiva.

Parecería, en definitiva, que somos unos inmorales, ya sea por el disfrute que obtenemos de la miseria o por buscar la justicia como un alivio de los sentidos y no como una causa humana. Y si, por lo que sea, acaba proporcionando algún beneficio humano, bienvenidos sean los efectos colaterales. Los caminos de la estética son inescrutables.

Aprovecho para advertir que sé que todo esto puede verse una simple conversación de café con los pies calientes y una descarada falta de consideración con las injusticias masivas, pero creo que puede ser también un cuestionamiento de valores, morales y estéticos, y un recordatorio de que las historias no son catalogables. O así es como yo lo quisiera.

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