La página en blanco de Herbert Bayer

 

Por Anna María Iglesia

@AnnaMIglesia 

 

Le escribió Lord Chandos a Francis Bacon: “he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa”; éstas eran las palabras de Lord Chandos, las palabras con las que el joven escritor confesaba la imposibilidad de escribir, la imposibilidad de utilizar unas palabras que ya no le pertenecían, palabras huidizas que se habían convertido en meros significantes, en meros trazos negros sobre una hoja en blanco. Para el joven Lord Chandos, las palabras habían perdido toda capacidad expresiva, ya no eran capaces de representar el mundo, de evocar la realidad circundante, las palabras habían perdido toda significación. El mundo del joven escritor se estaba fragmentando, la realidad perdía aquella totalidad que los antiguos habían sido capaces de intuir y reflejar en sus textos; el mundo perdía su significación, ahora podía ser captado sólo a partir de una fragmentación inevitable, a partir de aquellas ruinas que sobrevivían al inevitable paso del tiempo. La historia no unificaba el mundo en una totalidad circular, la historia  era sólo el testigo directo de un continuo proceso de disgregación, testigo mudo de un mundo donde el individuo peregrinaba perdido en una búsqueda, siempre insatisfactoria, de puntos de referencia. ¿Quién era ese individuo y qué lugar ocupaba? Ya no se podía contestar a estas preguntas, la realidad se había vuelto extraña, el propio individuo se había convertido en un desconocido para sí mismo: las palabras ya no permitían definirse, ya no permitían definir el lugar que cada uno ocupaba. Las correspondencias de Baudelaire se habían borrado, nada remitía a nada, y el vacío ocupaba ese centro descentrado que el individuo nunca podía alcanzar.

Lord Chandos, este joven escritor creado por Hugo Von Hofmannsthal, escribía estas palabras pocos años después de que Mallarmé confesara a Cazalis la necesidad de verse reflejado en un espejo mientras le escribía una carta, solamente así, al verse sentado en una mesa con un folio delante, evitaba disolverse en la nada; el espejo, el reflejo de las palabras que va trazando en la hoja  detienen a Mallarmé aferrado a una realidad disgregada, a una realidad huidiza donde el individuo ha perdido también toda consistencia.

mallarméMallarmé ha heredado la concepción hegeliana de lo real y de la relación de éste con el sujeto; como el filósofo alemán, considera que el ser “es lo inmediato indeterminado”, es decir, es vaciedad e indeterminación. Pensarse el ser, pensarse a sí mismo se ha vuelto imposible, como imposible también es escribirse, ya no hay palabras, las palabras a Mallarmé ya no le bastan, las palabras le son insuficientes a Lord Chandos; pensarse es pensar la nada, escribirse es dejar el folio en blanco. Para Hegel, “el ser va perdiendo poco a poco su consistencia de exterioridad hasta coincidir al final con el pensamiento”, el ser se ve abocado, para el filósofo alemán, a la completa disolución, de él sólo queda la idea, el concepto; el ser puede ser sólo pensado como idea abstracta, puede ser escrito solamente como idea de algo irrepresentable, de un algo que ya no está aquí, que se ha disuelto. Puede escribirse el ser únicamente a partir de su ausencia, a partir de esa despersonalización que amargamente confiesa Mallarmé en otra de sus tantas cartas a Cazalis: “ahora soy impersonal y no más el Stephen que tu conociste”. El poeta francés ha dejado de ser él, ha dejado de ser Stephen para no ser nadie, para únicamente ser una idea, para ser la Idea hegeliana de un alguien que ya no está. El ser del poeta se ha ausentado, ha dejado la habitación vacía así como la ha dejado también el maestro del soneto en ix; ambos se han marchado, en su ausencia pueden percibirse simplemente las huellas de su antigua presencia, las ruinas de una presencia que se ha transformado irrevocablemente en ausencia. Son las huellas, las ruinas de alguien que estuvo y que ya no está, son las huellas dejadas por la ausencia, el eco de las ondas del mar que, desde la ausencia de la caracola, todavía resuenan en la habitación vacía.

Escribir significa escribir desde la ausencia, nombrar significa evocar lo ausente, las palabras ya no pueden nombrar lo inmediato real porque este inmediato se ha disuelto, así como se ha disuelto el individuo. Las palabras ya no pueden nombrar a nada ni a nadie, son significantes incapaces de significar nada, tras ellos se esconden otros significantes que, en un proceso sin inicio ni final, conducen al abismo de la nulidad. No hay que buscar tras los significantes, no hay que buscar tras las palabras trazadas sobre hojas en blanco; las palabras se han callado, se han silenciado, como pequeños colosos sobre una blanca llanura, el papel. No hay que buscar tras ellas, como tampoco tras los trazos pictóricos, aquellos que ya no pueden representar la inmediata realidad: la pintura ha dejado de ser mimética, pues no se puede imitar aquello que ya no está, aquello que se esconde tras la “siepe” leopardiana y que ni tan siquiera puede ser intuido por la imaginación. El naufragar ya no es dulce en este mar, el naufragar de Leopardi ya no es posible, el artista ya no puede recrearse, ahora sabe que toda imagen de sí es una falsa imagen, todo retrato de sí es un lienzo garabateado donde su ser no puede aparecer.

 

H. Bayer

 Es el arte del siglo XX, es la fotografía surrealista, aquella capaz de reflejar el pensamiento humano, aquella que como la escritura automática podía reflejar mejor el confuso y fragmentado pensamiento humano. La fotografía, así como la pintura, no podía aspirar a ser mimética, sino solamente a evocar la idea de una realidad, ausente, de un mundo fragmentado cuya totalidad es inaprehensible; la fotografía, escribe, Rosalind Krauss, es “la paradoja de la realidad convertida en signo, de la presencia transformada en ausencia, en representación, en espacio vacío, en escritura”. La fotografía es la imagen de un vacío, de una presencia convertida en ausencia, la fotografía es la hoja en blanco de Herbert Bayer, esa hoja donde el artista ya no puede retratarse. Herbet Bayer no puede fotografiarse, su autorretrato no puede ser otra cosa que la fotografía de un folio blanco sobre el cual reposa un lápiz, un lápiz incapaz de trazar siquiera el simple perfil de un artista, Bayer, que ya no puede mostrarse. En esa hoja en blanco ya no hay ni tan siquiera huellas de ese artista irrepresentable, ya ni siquiera hay las ruinas de esa presencia que se ha vuelto ausencia; en la hoja en blanco de Bayer ya no suenan las ondas marinas de la ausente caracola de la habitación vacía mallarmeriana; en la hoja de Bayer, ya no se escuchan los ecos de una presencia anulada, el lápiz es el único testigo, el testigo mudo que con su silencio habla, habla para decir que ya no puede dibujar trazo alguno. El vacío, la ausencia, la nada, es lo único que el lápiz de Herbert Bayer puede ilustrar, es lo único que las palabras mudas de Mallarmé pueden nombrar; Lord Chandos ya sólo puede ser un escritor impersonal, convertirse, como el poeta francés, en otro Stephan y escribir sobre aquello que un día estuvo aquí, pero que ya no está, sobre esa totalidad que las correspondencías baudelairianas ya no pueden percibir. Una hoja en blanco, significantes vacíos tecleados en páginas de futuros libros, así parece surgir el arte de la nada, así parece trabajar el artista que ha perdido las palabras, así pareces trabajar tú, futuro escritor, de ti sé, sin embargo, que “amas la nada, y no por su valor, que es mínimo, sino porque se puede jugar con ella de forma expresiva y leve (…) y creo que un regalo te resulta más querido y bienvenido cuanto más se acerca a la nada”.

 

* Este artículo tuvo una primera versión que se publicó en Calidoscopio.net.

 

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