Relámpagos, Carmen Moreno

 

Relámpagos

Carmen Moreno

 

Portada Relámpagos, de Carmen Moreno

Por Pedro Luis Ibáñez Lérida

 

LVR Ediciones. Colección Disnomia. Volumen 1

 

                        Recientemente ha visto la luz en edición facsímil, fragmentos de los diarios de Alejandra Pizarnik. «Esta voz aferrada a consonantes. Este cuidar de que ninguna letra quede sin enunciarse«. Son impresiones apuntadas que, posteriormente, reescribe, reelabora para dotarla-a la palabra- de ese cuerpo intemporal que posee la escritura de la poetisa  argentina. Era hija de padres inmigrantes judíos de nacionalidad rusa. De ahí la permanente confrontación con la lengua. Pugna que le dota de esa inescrutable visión que expresa en sus poemas. «Me había prometido el exacto significado de mis decisiones. Me había prometido no perseguir frases espectrales en el silencio insomne«. Pensamiento y palabra vinculados en la intimidad de las reflexiones y la capacidad analítica para condensar fragilidad y pureza. Aquélla, expresión de ese hilo y halo que trasciende como la noche: belleza oscura. Ésta, destino vibrante de su fatalidad, estrella muerta en el cielo: fulgor frío y cintilante. 

                        Entreabro Relámpagos. La página izquierda habla: «Llueve, sí pero nunca es tiempo«. El azar ha obrado en el sentido de considerar la oportunidad que le brindo, y así abundar en esta obra, sin un sentido definido. Antes la lectura anduvo por los cauces habituales. Pero he querido en esta relectura, atemperar la sensación de autenticidad que nos señala con el dedo, desde el primer balbuceo del texto. La abstracción de Pizarnik se abre en canal en la poesía de Carmen Moreno, en la misma raíz de oscura belleza. Existen obras que interpelan al lector sin contemplaciones. Ésta es una de ellas. No podemos dejar de asentir a este acopio de soledad que nos empuja a mirarnos hacia dentro. De ese proceso introspectivo tampoco podemos obviar ni ocultar la desazón que nos incomoda. No por desagrado. Más bien por la conciencia de ser y estar que sitúa sin prejuicios. Y entre ambas, la emoción tendida al vacío sobre la que la autora obra como funambulista. En permanente desequilibrio. Pero en corajuda actitud de no cejar, de no desmerecer, «Antes que mi sombra / se una con tu sombra / deja que mi cuerpo / nazca del derrumbe de los cuerpos«. La fuga no es cobardía. Incide en la convicción que toda huida es una apuesta de futuro, «Descubierta la amarga sangre / huyo del latido / del cadáver vivo que es el hombre«. De ahí que no renuncie a cuanto su entorno familiar y vínculo materno ha construido de sí, «Hay una mujer pequeña junto al mar / Una mujer morena que decuenta años / para no ser un adulto que miente / Ella es la que moja mis latidos / cuando su risa incendia su lámpara azul / y me reserva viva en el hueco de su corazón» «(…) y se graba la voz de la madre en la piel pequeña» La obra toma la envergadura. Es un acto de liquidación de existencias del que se desprende el lastre emocional para concedernos la frágil y, a la vez paradojica, poderosa dicha vital. Como muro infranqueable alienta la mirada del otro, «Tengo un pulmón que destila esta sangre / un corazón que bebe por tiTengo para tu voz tan sólo este nombre, / tengo un pronombre para resistir«. Entonces, la resiliencia es la verdadera poesía.

                        El amor es pieza quebradiza y angular de esta obra que partiendo del vigoroso corazón de la autora, reverbera en los latidos de Marina Tsvietáieva y Norman Jeane. Ambas mujeres comparten en Rusía en un destello y Relámpagos Monroe, dos de las cuatro partes en las que se estructura el poemario. La primera, Paris, resuelta en el primer y último ahogo de la transparencia «Fuera del mundo los días / en los que no me recordáis / y soy materia inerte«. En la tercera, Pasillos, los poemas se enumeran como habitaciones de hotel. En la estancia abreviada y de paso hay una vigilia, la espera,  hacia la que dejamos arrastrar nuestros cuerpos vencidos, «No hay que dejarse morir / tan sólo hay que dejar de esperar«. El tacto de lo ajeno esta ahí, impertérrito, y agarrota la prosperidad del alma, «El violín herido de muerte sobre las sábanas / precarias; el tiempo del temblor / la necesidad de ser otro» Tras cerrar la puerta y adentrarse en la habitación, la sensación de ingratitud se acrecenta. Aunque también la del zarpazo de ternura que hiere los labios, «Hay tiempo para rezarnos / y reventar los besos / y morder la piel que nos envuelve«. La penumbra de un pasillo de hotel nos invita a sustanciar nuestra sombra. En ese cauce el destino no es otro que la sensación del desencuentro.

                       

                        Carmen Moreno a través de una miscelánea ilustrativa de la vida de ambas mujeres, Marina Tsvietáieva y Norman Jeane, recompone en el primer caso el verso inacabado de quien llevo una vida tan audaz como sufrida y penosa hasta su destierro a Elábuga. «Tsvietáieva… el dolor desde la soga que se balancea en su sombra«. Superponiéndose a cada poema, la grafía cirílica parece querer reflejar la incertidumbre ante el lector enigmático las observa. Ese guiño cómplice a la poetisa moscovita, deviene en la idea que describiera Jorge Luis Borges: «Los actos son nuestros símbolos«. La autora gaditana se deshace en un acto de amor, de resistencia, de fiel soledad ante el espejo del tiempo y la historia, «Tsvietáieva teje el hilo de Ariadna /cuando una lumbre de sangre / le sacude el ánimo roto: / no hay mitos para quien muere de historia». En el caso de Norman Jeane, las reflexiones de la propia actriz norteamericana y del director Billy Wilder que encabezan los poemas de esta parte, sugieren la respuesta complementaria que demuda en silencio, «Borrar mi nombre tras el cristal / tras el grito que me estremece«. En esa necesidad de reencontrarse e identificarse como mujer, simple y llanamente, «Subirme la falda y tener tu sexo,  / abrir los ojos y verme entera / ser mujer y estar en paz«. El hambre de ternura, en feroz empeño de subsistencia espiritual, «Me he comido la carne, / roto el músculo, entre los dientes pedazos de mí. / Me he comido mi propia carne«. La fatalidad del suicidio las convirtió en «la desesperación del silencio» Señalaba el poeta ruso Boris Pasternak: «un libro es un fragmento cubico de la conciencia abrasadora, humeante, nada más«. En Relámpagos, la conciencia de la autora abre el cielo poético en dos mitades que constituyen el ámbito lírico sobre el que incide: amor y soledad. Entonces,  la evocación del personaje de Lara en la novela Doctor Zhivago, de Pasternak, y el de Roslyn en la película dirigida por Jhon Huston, Vidas rebeldes, nos empuja irremisiblemente a Marina Tsvietátieva y Norman Jeane. Mujeres que como Carmen Moreno, no dudan en asentir sin condiciones -en este caso desde la bellísima plasticidad de su palabra poética- plenamente al amor, para respirarlo y vivirlo sin tapujos, a pleno pulmón y corazón, «Ahora que me duele el eje que me atraviesa / aprendo que mis piernas esperan el reposo de tu cuerpo«.

 

Pedro Luis Ibáñez Lérida

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