Juegos y Juguetes

 

Por Anna María Iglesia

@AnnaMIglesia

 

«La infancia no es una etapa de la vida: es un mundo completo, autónomo, poético y también cruel, pero sin babosidades»

«Puedes encontrarte un hada hasta en los semáforos?

Ana María Matute

 

tienda

 

En el recuerdo, el deseo de esa vieja muñeca de porcelana que nunca le regalaron; hija de maestro de escuela, aquella muñeca que resplandecía en el mostrador de la única juguetería del pueblo, era un obsequio precioso que mi abuela nunca pudo tener en sus manos. Solía detenerse frente a la vitrina de aquella elegante tienda de juguetes, una tienda «para buenas famílias», le decía su padre. En casa, una muñeca de trapo la esperaba encima de la mesita de noche. Con su amiga, algunos años mayor que ella, había confeccionado esa muñeca de trapo y lana, algo de algodón y algunos botones; uno puntos de costura habían bastado para dar vida a esa pequeña compañera de juegos. «Nunca se rompió», me decía mi abuela orgullosa al ver las pocas fotografías de aquellos años de infancia; «las muñecas de los pobres nunca se rompían, sólo se descosían», recordaba, «y entonces las volvíamos a coser». En verdad, con aquellas delicadas muñecas de porcelana no se podía jugar, «en seguida se rompían», recuerda mi tía que, en cambio, sí había recibido de regalo de unos parientes lejanos el ansiado presente. «No duró nada, se cayó y se rompió», recuerda todavía con rabia mi tía que, tras esa experiencia, decidió regresar a las muñecas de trapo que mi abuela seguía cosiendo con esmero y paciencia. Todavía hoy recuerdo a mi abuela sentada cerca de la ventana, cosiendo la ropa para mis muñecas de plástico; recuerdo su indignación al ver como abandonaba con descuido a las muñecas, «sin ropa y despeinadas»; entonces venía ella, las cogía y con su acento gallego me decía: «neniña, tienes que tratarlas mejor» y, junto a ella, las vestía y las peinaba para luego acomodarlas en la pequeña estantería de los juguetes.

muneca-de-trapoNunca cosí mis muñecas, todas ellas llegaron a mis manos en plastificadas cajas de cartón; nunca supe que era construir los propios juguetes, crearlos desde la nada, con los materiales disponibles. Hoy, la tecnología ha invadido el imaginario infantil de los juegos, convertidos en realidades virtuales o en objetos dependientes de las mecanizadas órdenes para las que están programados. Mi abuela no llegó a ver esta nueva realidad, en su casa nunca entró un videojuego, mis muñecas de plástico compartían escenario con las viejas construcciones de mi padre, unas construcciones de madera que, con el paso de los años, habían perdido su color. Había también unos pequeños soldaditos, con los que me mi primo pasaba las tardes imaginando peligrosas expediciones entre las plantas del jardín. En casa de mi abuela, jugar significaba imaginar realidades otras, crear historias y personajes, dar voz a las silenciosas muñecas o construir edificios y palacios con esas viejas piezas de madera. «Jugar siempre supone una liberación», escribió en los años veinte Walter Benjamin, «al jugar los niños, rodeados por un mundo de gigantes, crean un mundo pequeño que es adecuado a ellos», un mundo en el que las barreras y muros del mundo adulto desaparecen. Los juguetes en cuanto objetos, en cuanto piezas a las que el mercado ha convertido en valor, distancias a los infantes, mientras que el juego, el libre discurrir de la imaginación, es el que los reúne. Recuerdo, en una de mis tantas cartas a los reyes, pedir un balón de basket y, recuerdo, sobre todo, la alegría al desenvolver aquel circular paquete; veo, ahora, a mi primo jugar con una pequeña cocina que todavía anda por casa de cuando yo era pequeña; se ha puesto un delantal y juega a preparar la cena. El futbolín que, hace un año le regalaron, sigue ahí ante su indiferencia; mientras me trae suculentos platos y me pregunta si querré café, pienso en todas las veces que, de pequeña, pedí un futbolín: nunca me lo trajeron, ¿dónde lo ponemos?, solía decirme mi madre para justificar lo que para mí, entonces, era completamente injustificable.

carsMe adentro en la pequeña cocina de mi primo, le ayudo a cocinar algo; en el lavadero sin agua está sentado un extraño ser, me dice su nombre, es de una serie de dibujos animados que desconozco. ¿Qué hace ahí metido?, le pregunto. «Se está duchando después de haber luchado», me explica con naturalidad. Seguimos cocinando acompañados por el monstruo y por algunos pequeños coches que aparecen escondidos en los cajones, «¡aquí está!», exclama mi primo al encontrar al protagonista de Cars metido dentro del horno.  En ese momento de juego, las distancia lógica desaparece, los prejuicios se olvidan, en esos instantes de juego, los objetos pierden su valor original, no importa su precio ni su novedad; junto a los coches y al monstruito del que ya no recuerdo el nombre, la vieja cocina vuelve a adquirir vida a través de la imaginación de aquel pequeño. Mientras se pierde en el relato de su historia, me habla de uno de sus compañeros de clase, un niño que «viene de muy lejos, pero que juega muy bien al futbol», y de una compañera que, me explica con la naturalidad que los adultos no tienen, «tiene dos mamás». Con ellos, con los compañeros de su clase, mi primo juega día tras día en las horas de recreo, en un patio de cemento en el que las cuerdas para la comba, las tizas para pintar en el suelo y un viejo y endeble balón son los juguetes reconstruidos, a través de la imaginación de los pequeños, en nuevos objetos, en nuevos instrumentos al servicio de la imaginación.

No se trata del valor de los juguetes, sino de cómo estos se convierten en las llaves para adentrarse en el mundo del jugar, ese mundo que, ya de adultos, olvidamos, y en el que, como decía Walter Benjamin, «hasta el muñeco más aristocrático se vuelve un camarada proletario».

 

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