Coetzee y el puerto sin recuerdos

Por Mauricio López Osorio

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Un nuevo registro es un espacio que se rompe, una voz suspendida en la cual las palabras fallan, llegan con dificultad y muchas veces nunca aparecen. ¿Se refería a esto John Banville cuando decía en La carta de Newton que la mejor manera de construir una novela era dejando los detalles más importantes a un lado?  Quizás una de las hazañas alcanzadas por J. M Coetzee con su más reciente novela La infancia de Jesús sea haber conseguido construir una novela donde todo lo aparentemente más importante, no aparece. Crítica y lectores en suspenso. Abren paso a un hombre que ha merecido todos los premios literarios, que se pasea en bicicleta por paisajes sudamericanos -quizá en busca de un versión más humana y corpórea de la señora Adriana Nascimento-, desciende por las montañas y sin importar que su destino se mezcle con una ruta similar a la de Paul Rayment, escribe una novela donde la lengua imperante es el español y el próximo paso es estrellar esa obra ante miradas perplejas y ojos abstraídos por la confusión.

 Pero la nueva obra del premio Nobel sudafricano no es únicamente un salto ni un río que se abre  en dos y se convierte en agujero negro o un cráter golpeado por los vientos de cellisca, sino otro acercamiento a algunos de los temas vertebrales, filosóficos y quizás predilectos de un escritor que opta por abordar temas como: La disposición a desoír preguntas, cartas infinitas que se abstraen en el polvo estelar, el cuerpo y su fragilidad, las percepciones y creaciones ancladas a mitad de camino, la evocación de los héroes míticos, el mar y los puertos sin tiempo, los seres que pugnan por encontrar un rostro familiar en medio la oscuridad de pequeñas habitaciones, la ausencia de padres y madres, entre otros temas. La obra se abre y la invitación que nos hace Coetzee no escatima riesgos, se trata de seguirle el paso a un crío de seis años sin padres, que se abraza a una versión ilustrada de El Quijote, lee y relee su librito encandilado por su dislexia con sumo delirio y devoción y al igual que el insigne caballero español, ve molinos, sostiene conversaciones con Sancho, y además de eso ve caer a sus congéneres todo el tiempo por grietas imaginarias. David, es el nombre del pequeño con problemas de lectura y de adaptación que, como cualquier profesor de filosofía agradable para sus aprendices, camina de lado a lado de un salón, corta argumentos a mitad de camino, salta, jala orejas y mira de cuando en cuando por la puerta del salón de clase, a la espera de algún nuevo fantasma que asista a clase por unos momentos y desaparezca. Cuando hablamos de David, podríamos perfectamente estar hablando de un hijo de Scott Fitzgerald o por lo menos un hermano de Horace Tarbox, el personaje principal de Cabeza y hombros, aquel cuento corto donde Fitzgerald retrata las aproximaciones de un adolescente a las letras y a la filosofía. Al igual que Horace, quien confiere de nombres y apellidos como Hume, Spinoza, Berkeley y Soren a los objetos distribuidos en una habitación y observa como el rostro de sus más cercanos adquieren los rasgos fisionómicos de los grandes filósofos fundacionales, David crea un mundo donde inventa sus propias respuestas, cuestiona las percepciones de los demás sobre la realidad y ve en los otros  seres humanos a personajes fantásticos o a espectros creados por las posibilidades que le brinda la imaginación. David, en cualquier caso, es un creador disruptivo que, sin estar muy consciente de ello, se ha aproximado a la filosofía de la manera más saludable: acercándose a ella, destruyéndola, y tomando distancia. Y una vez alcanzado el entendimiento disruptivo, volver a ella.

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No es la primera vez que vemos aparecer en una novela de Coetzee a un hombre cargado en años, sin hijos y que intenta respirar más tranquilo al contribuir al desarrollo de criaturas encontradas por el azar (viene a la memoria Paul Rayment, en Hombre lento) o donde una madre escribe una carta que no sabemos si finalmente será leída por los ojos de la persona elegida como único y último lector (La edad de hierro), pero sí hay una ruptura con respecto a otras obras en el tema del desencuentro entre padres e hijos en la novela con nombre bíblico, La infancia de Jesús. Esta vez, padres y madres han sido borrados. Viejos o jóvenes, casi nadie sabe muy bien de dónde procede. La carta que podía servir a David como vínculo perentorio con la identidad de una madre se pierde en el viento y la inmensidad del mar. Simón, el hombre que ha de atravesar junto a David todas las aventuras y desventuras acaecidas en cualquier lugar, llámese Belstar, Novilla, Centro de Reubicación, no da a conocer a grandes rasgos etapas pasadas o un orden en su genealogía. Inés, la mujer que para Simón cuenta con los componentes necesarios para convertirse en la madre de David, posee dos hermanos con los que apenas cruza palabra. Coetzee nos sitúa de esta manera en un universo donde las edades son asignadas a los individuos según su apariencia física, donde los nombres podrían venir de cualquier lugar de Hispanoamérica y donde la lengua que se habla en todas partes es el español. En medio de un lugar difuso y sin recuerdos, el lenguaje fluye. El español que hablan los estibadores y demás trabajadores del puerto adopta un aire filosófico (verdaderamente, en muchos pasajes nos sentimos ante algún diálogo platónico, o frente a un pasaje de los diálogos de Hume o delante de un fragmento inédito de las Investigaciones filosóficas). Mientras los trabajadores suben sacos inmensos que contiene diferentes tipos de grano a estribor, con la satisfacción interior de brindar a otros el alimento diario, hablan sobre la medición del tiempo, la manera en que la historia puede ser una invención literaria y por tanto reinventarse en múltiples formas, las percepciones sobre una silla, las clases de filosofía que se dan en el Centro, el trabajo y sus posibles significados, la lectura y la aritmética, entre otros temas. Escribe Coetzee en algunos fragmentos: “No sé qué decir. Estamos Aquí por la misma razón que todo el mundo. Nos han dado la oportunidad de vivir y la hemos aceptado. Vivir es una gran cosa. Es lo más grande.” “Igual que los peces en el mar, nosotros habitamos en el tiempo y debemos cambiar con él. Por mucho que nos comprometamos a seguir las nobles tradiciones de los estibadores, el cambio acabará superándonos. El cambio es como la marea. Se pueden construir diques, pero el agua siempre se cuela por las grietas.” “Como vosotros, no tengo historia. La que tenía, la dejé atrás. Pero no he dejado atrás el concepto de la historia. La idea del cambio sin principio ni fin. Las ideas no pueden borrarse, ni siquiera con el paso del tiempo. Las ideas están en todas partes. El universo está imbuido de ellas. Sin ellas no habría universo, porque no habría existencia.”

Coetzee, el escritor que acostumbra a tomar en alquiler una bicicleta una vez llega a un país desconocido, el camaleón de desdoblamientos literarios exquisitos, el narrador de preguntas milenarias, el reinventor de islas imaginarias, el residente y disidente de costas extrañas, el escritor que se introduce en la piel de escritores del siglo diecinueve, el escritor que sigue de cerca el romance y los desconciertos entre una escritora en la vejez y un personaje de ficción, ha soltado una novela más al aire. Y nosotros, sus lectores, esperamos complacidos al otro lado del puerto una próxima carta, una siguiente ficción encerrada en un baúl ancestral con el nombre John Maxwell Coetzee. Mientras la pulsión continúe, y tal como Coetzee dice en alguna carta, la escritura signifique “dar y dar sin parar, sin respiro”, los lectores del premio nobel sudafricano podemos aguardar otra sorpresa, con ecos disruptivos.

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