El Yo en la literatura contemporánea (I)

Por Francisco Arbós

 Cuando miras largamente a un abismo, éste acaba mirando dentro de ti.

 Frederich Nietzsche

 

 

schnitzler«¿Cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en el que los condicionamientos exteriores se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada?», se preguntaba Milan Kundera en una conferencia leída en Estados Unidos en 1983, y publicada  bajo el título La herencia desprestigiada de Cervantes en su obra de ensayo El arte de la novela (1986; Tusquets Editores, 1987). Es decir, hace casi treinta años. Sin embargo, nada parece indicar que dicha pregunta haya perdido un ápice de su vigencia. Al contrario, el souflé del hipercolectivismo cultural continua su progresiva inflación y lleva más huevos que nunca, hasta el punto de haber alcanzado, a día de hoy, unas proporciones casi monstruosas. ¿Acaso alguien se atrevería a afirmar que transita libre de toda presión social o histórica? ¿Ha conseguido el hombre del siglo XXI zafarse del inmenso peso de la muchedumbre para labrarse un minúsculo reducto, ni que sea, en el cual desarrollar una identidad más pura y por lo tanto menos influenciada por la opresora necesidad de atesorar un reconocimiento colectivo o un mejor posicionamiento en esa versión de la historia que lleva tantos años contándose?

Alguno dirá que una completa independencia es imposible e incluso indeseable desde un punto de vista sociopolítico, por cuanto la cohesión social quedaría seriamente amenazada. Y tal vez tenga razón en admirar ese rígido cumplimiento del deber público que nos lleva a supeditar nuestra identidad al bien común, a diluirla en ese Yo colectivo construido a fuerza de revoluciones para colmar las necesidades de una amplia mayoría. Y otros acudirán a ese místico  «sentimiento oceánico» de comunión con el Todo acuñado por Romain Rolland. Sin embargo, como decía Bertrand Russell, «ni las hormigas ni las abejas crean grandes obras de arte, ni hacen descubrimientos científicos, ni fundan religiones que enseñan que todas las hormigas son hermanas». El problema se intuye, entonces, de orden hermenéutico: no hemos sacrificado nuestro Yo en favor de un Todo verdaderamente armónico y que valga más que la suma de sus partes, sino para construir “mayorías”. Mayorías que nos conducen a un terreno de nadie en el cual lo único que está amenazada es la supervivencia del individuo en tanto individuo. Y si acabamos por perder nuestro Yo, por contentarnos con verlo diluido en un infinito océano de condicionamientos exteriores, ¿quién se atreverá a pervertir el orden para crear? ¿Quién será capaz de sublimar su propia existencia para construir algo más que una vida destinada a perecer en la contingencia?

 A lo largo del siglo XX, infinidad de autores trasladaron sus inquietudes acerca del Yo en sus obras de creación. Y uno de los que trataron el tema con mayor ahínco fue Arthur Schnitzler, el autor de una novela corta, Relato soñado (1925; Acantilado, 2012*), de la cual Stanley Kubrik realizó en 1999 una adaptación cinematográfica moderna bajo el célebre título de Eyes Wide Shut. En su relato El teniente Gustl (1900; Acantilado, 2006), por ejemplo, el autor vienés utilizó la debilidad psicológica de su protagonista para expresar la supeditación del individuo a la sociedad –en este caso, la de un Imperio Austro-Húngaro al borde de su extinción definitiva–. Gustl, un joven teniente de carácter frívolo y simplón cuya carrera militar parece destinada a la consecución de un sentido vital, es vejado en el guardarropía de la Ópera de Viena por un simple panadero, quien al verlo tan bravucón con su traje de luces, reclamando sus privilegios de casta en la cola, lo amenaza con su propio sable para ponerlo en su sitio. Por supusto, Gustl queda completamente bloqueado, casi aterrorizado. Pero no por la amenaza que supone ese hombretón de anchas espaldas, cuya mano no consigue retirar de la empuñadura, sino por el hecho de que aquello le esté ocurriendo precisamente a él, a todo un representante del honor y garante de la pervivencia del viejo Imperio, y que como tal no haya sabido reaccionar con la correspondiente gallardía. Pasado el trance de la manera más decorosa posible, a Gustl solo le queda una opción:

 

(…) y me quedé ahí parado, por todos los cielos: da lo mismo que otro lo sepa… lo sé yo, y es lo que importa. Soy yo quien se siente distinto a como me sentía hace una hora (…). Es por eso que debo suicidarme.

 

Por lo tanto, lo que está en juego en este enfrentamiento no es su propia dignidad en tanto individuo, sino el honor de todo un estamento social. Su identidad se encuentra tan supeditada a la de ese ejército marchito –casi diluida ella– que no solo no ha sabido forjarse un modus operandi propio, una dignidad propia, sino que además se ve obligado a sufrir las funestas consecuencias de esa grotesca mimetización. A estas alturas de su vida, cuando su Yo no alcanza más allá de un uniforme militar, Gustl solo es capaz de afirmarse en el reconocimiento de los demás, de tal manera que cualquier desliz capaz de despojarlo de su coraza lo obliga a enfrentarse a una ominosa vacuidad. En esto le da la razón a Hegel –cuya filosofía se ha considerado, por otro lado, el sustento ideológico de la Prusia de Federico Guillermo III y del Imperio Austro-Húngaro de Francisco José–, cuando decía aquello de que “la autoconciencia solo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia”.

 El hecho de que Schnitzler escogiera la forma de un monólogo para trazar esta obra no fue en absoluto una casualidad. El autor vienés buscaba constantemente un equilibrio psicológico-estético que le permitiera expresar con absoluta coherencia sus inquietudes. En este caso, el flujo de conciencia es, sin lugar a dudas, la mejor opción que podía escoger. No solo nos permite vislumbrar, a través la conciencia de Gustl, su enorme vacuidad, sino que incluso nos ofrece la posibilidad de escuchar las quejas de subconsciente. O sobre todo, porque el monólogo de Gustl no es otra cosa que un intento por mantener intacta una estructura capaz de sostener su idea de sí mismo. Es decir, una manera de no perder la razón en ese combate contra sí mismo para el cual no está preparado. Nuestro teniente sufre de vértigo, y por eso nunca habría sido un buen lector de Schnitzler.

 

¡Qué torpeza! Es posible que yo sea un relativista, de hecho lo soy; soy alguien que tiene demasiados conocimientos, muchos valores y los somete a confrontaciones, tal vez de manera voluntaria y muy dialécticamente. Sin duda, soy un escritor para gente que no sufre de vértigos.

 

Esto lo escribió Schnitzler en su diario en 1917, tras difundirse cierta opinión compartida por muchos –incluso por algunos de sus más allegados– de que sus obras posteriores a 1910 respondían a una concepción existencial, pesimista y nihilista de la vida. Sin embargo, muy lejos de esto, el escritor vienés se limitaba a adentrarse en la psique del individuo para descubrir en sus angustias el origen de su propia alienación. Él se había graduado en medicina e incluso había trabajado con el profesor Theodor Meynert, uno de los maestros de Sigmund Freud, con lo cual disponía de una gran fuente de recursos para abordar la psique de sus personajes. Para trazar un retrato verídico del hombre de su tiempo, que caminaba perdido entre los escombros de un Imperio –en este caso político e intelectual– que se estaba derrumbando inexorablemente. Suponemos que en esta aún primera época de su carrera literaria, Schnitzler ya debía contar con la admiración de Freud.

En 1922, el padre del psicoanálisis le envío una carta. «Su determinismo así como su escepticismo –que la gente llama pesimismo–, su penetración en las verdades del inconsciente, en la naturaleza de las pulsiones del hombre, su demolición de las certezas convencionales de la civilización, la adhesión de sus pensamientos a la polaridad entre amor y muerte, todo me sorprendió con una inquietante familiaridad», le decía en ella. En cualquier caso, su manera de abordar la problemática existencial del hombre a través de su “mundo interior” no es nueva. Samuel Richardson, con un novela epistolar Pamela, descubre una nueva manera de revelar los pensamientos y sentimientos de los personajes a través del flujo de conciencia. Goethe importó la práctica para la lengua alemana, y Schnitzler fue un poco más allá al atreverse con el monólogo de Gustl. ¿El motivo? Como decía Kundera, «la imposibilidad de aprehender el Yo en la acción», por cuanto el hombre no siempre podrá «reconocerse en su acto». De ahí que en las obras de Schnitzler, como en las de muchos contemporáneos, haya menos acción y más vida interior.

 En 1926, otro relato viene a marcar un punto de inflexión en este proceso de reconstrucción del Yo acometido por Schnitzler a través de la literatura. Su título, Yo (1926), no puede ser más elocuente. En él, un “un hombre del todo normal” cuyo abandono a las costumbres representa la expresión más precisa de ese ciudadano medio vienés inmovilizado por la densa homogeneización que impone la política del Imperio –cada uno en su lugar, sin moverse, y en cada lugar todos iguales–, acaba revelándose de forma un tanto extraña. Un domingo por la mañana, Huber se encuentra paseando frente al Schwarzenbergpark en su camino hacia Neuwaldegg, una pequeña población a las afueras de Viena, cuando le sorprende la aparición de un cartel junto a la entrada del parque, «un tablón de madera clavado en un árbol, en el que con grandes letras negras, como escritas por una mano infantil, se podía leer la palabra Parque». Al principio, la presencia de aquel cartel consigue turbar a Huber, pues le parece del todo superfluo informar de algo tan evidente como que aquella amplia pradera cubierta de árboles es un parque. Pero luego, durante el camino de regreso, comienza a comprender. Sabe perfectamente que para llegar a su casa tiene que apearse en la Andreasgasse, llegar hasta el número catorce, y subir hasta la puerta doce. También sabe que a las ocho de la mañana del día siguiente debe presentarse en los almacenes, y que en el cajón en el que se guardan las corbatas hay un rótulo indicándolo. Sin embargo, se le ocurre que tal vez él sea un privilegiado y los demás unos ignorantes, pues «no todo el mundo tenía tanta presencia como de ánimo ni era tan agudo como él, de modo que supieran, sin más: esto es un parque». Es entonces cuando le alcanza inesperadamente un rayo de lucidez:  

 

Cada día se encontraba con cientos de personas… de las que ni por lo más remoto sospechaba de donde venían, ni a dónde iban, ni cómo se llamaban. Podía ser que alguno de ellos, nada más torcer la esquina, cayera muerto como alcanzado por un rayo. Al día siguiente se supone que en el periódico pondría también que el señor Müller, o como se llamara, había muerto fulminado, pero él, el señor Huber, no tendría ni idea de que se había cruzado con él apenas cinco minutos antes de su muerte.   

 

A partir de estas reflexiones, Huber entiende la importancia de que las cosas adquieran una relación mucho más íntima con sus nombres. Así, comienza a colocar en todos los muebles de su casa una pequeña etiqueta indicando su nombre, e incluso en los almacenes pide a su jefe que se haga lo propio con todas las prendas y con las dependientas. Por supuesto, al final no le queda otra que etiquetarse a sí mismo.

 En este relato Schnitzler nos dibuja un personaje que en su época habría sido tachado como loco y que en la actualidad podría resultar de lo más normal. Tal vez nos extrañaría su manía de colocar etiquetas hasta en las cosas más evidentes, pero nos parecería casi una descortesía el no hacerlo con las dependientas de unos grandes almacenes –lo cual no significa, ni mucho menos, que la alienación esté erradicada. Al contrario–. En cualquier caso, este relato de Schnitzler supone un nuevo capítulo en su particular cruzada contra la “inevitable” destrucción del Yo, aunque en esta ocasión abandona los mecanismos de la psique y los sustituye por un tipo de indagación «más concentrada en reproducir la condición de soledad alienante del individuo en la vida moderna», como afirmaba Giuseppe Farese en un ensayo publicado con motivo de los setenta años de la muerte de Schnitzler. Vemos aquí justificada la íntima relación que tenían los pensamientos de este y de Freud, aunque cada uno hubiera escogido un camino distinto para reconstruir el Yo.

 El teniente Gustl y Yo son dos obras literarias indudablemente innovadoras y fundamentales de un escritor, Arthur Schnitzler, que tuvo el valor de colocarse en el borde del acantilado y de revelarle a los lectores de su tiempo muchas de sus propias miserias. Sobre todo la principal de ellas: el no haber tenido valor de contemplarse con absoluto desprendimiento para evitar la alienación. Como decía Farese, prefieren vivir «en un mundo donde realidad y apariencia se han vuelto intercambiables y la máscara es el único símbolo posible de la existencia».  

 

¿Qué saben de mí? Que hago mi trabajo, que juego a las cartas, que salgo con personas… ¿y qué más?… Que a veces me harto de mí mismo, aunque nunca les he escrito al respecto… No, creo que ni yo mismo lo sabía.    

 

La semana que viene traeremos a este rincón de pensamiento otro autor cuya obra es, decididamente, parte de esa cruzada emprendida por la literatura contemporánea para combatir lo que Heidegger denominara «el olvido del ser». Tal vez fijando nuestra atención en estos autores literarios consigamos aprender algo de nosotros mismos. 

 

 

 

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