El juego de las luces

 

Por Inés Arias de Reyna

 

Medardo-Fraile

 

Análisis del relato «Un juego de niñas» de Medardo Fraile.

Medardo Fraile escribió «Un juego de niñas», relato que hoy nos ocupa, en 1954. Se publicó en Madrid, dentro de la antología Cuentos con algún amor, primera obra con la que se dio a conocer este autor y que fue editada por José María Cabezali. La crítica suele ubicar a Fraile en la generación del Medio Siglo, junto a autores como Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Fernández Santos, Matute o Martín Gaite; aunque cultivó varios géneros, donde sobresale este autor es en el relato breve.

En «Un juego de niñas», Fraile se muestra como ese «hipotético autor realista» —como lo define Ángel Zapata en el prólogo a Escritura y verdad: cuentos completos (Páginas de Espuma, 2004)—. Me permito añadir que aquí Fraile se desbanca del realismo y se deja acunar por lo fantástico. Y lo consigue a través de un juego de isotopías más que reseñable. Nos habla de luces y de sombras, al tiempo que nos deja entrever el miedo a envejecer y el ansía por la eterna juventud.

Ya en la primera frase establece una de las connotaciones cuando leemos que «a medida que los años avanzan, nos parecen los inviernos más oscuros y fríos», nos invita a relacionar la oscuridad con el invierno, al que con facilidad asociaremos con el final de la vida. Genera así la idea de que la vejez es oscura, allanando el camino hacia el más importante de los vínculos semánticos que asienta a lo largo de este bellísimo texto: que la juventud está envuelta en luz. Lo establece, en primer lugar, desde la negación: «Las viejecitas y los viejos notan cómo el mundo se les va gastando, y a la hora de la muerte lo que creen verdaderamente es que alguien ha apagado la luz del todo, la escasa luz que recibían». La luz se ha apagado, porque la vida y la juventud se marchó. Nos habla un poco más adelante del «fulgor que tenían aquellos ojos ancianos unos años atrás» y nos menciona el peinado brillante, detalles que retomará en varias ocasiones.

No nos da tregua Fraile, todavía no ha comenzado la acción, aún no conocemos a las protagonistas, que no llegarán hasta el segundo párrafo, y ya nos ha inundado de luces y de sombras, de vejez y de juventudes perdidas. De anhelos, sobre todo, nos ha cargado de anhelos.

Es en ese estado, colmados de los deseos de la juventud, cuando aparecen Flora y Martita, las protagonistas, para definirnos «la vejez como un oscurecimiento del mundo», que le permiten a una imaginar un interruptor que alguien pulsa cada vez que llega al invierno de su vida, un interruptor que apaga las luces del mundo y que lo llena de recovecos, de «faltriqueras recónditas». Las dos hermanas se nos presentan ansiosas de luz, que ya sabemos que es lozanía, dispuestas a evitar médicos (que deben ser hacedores de sombras) y oscuridad.

Dice el narrador que Flora y Martita eran dos hermanas que «vivían solas, inundadas por la luz beatífica de la soltería»; aprovecha —no pierde oportunidad este contador— para sumirnos de nuevo en la luz, que nos inunda a lo largo de todo el texto. Una siente, al leer «Un juego de niñas», que la claridad la invade, casi como si fuera imposible que una no estuviera rodeada de una iluminación brillante, intensa, diría yo que cegadora, porque este relato le ciega a una, sí; pues es imposible que, mientras esa luz te domina, al mismo tiempo no te venza la certeza de que una muere —vive—  en la oscuridad.

En esta primera parte del relato, el estilo tierno de Fraile —«es la ternura nómada que se afeita a navaja», dice de él su antólogo— se ha cargado del simbolismo de un realismo impropio. Y es esa palabra, la de «impropio», la que prepara el camino hacia la ruptura con el realismo. Por ahora, Flora y Martita no son más que dos viejitas a las que no les gusta envejecer, que tienen un único capricho: tener luz, «un poco más cada día. Luz para que el pelo brillara, para que fulgurasen los ojos como a los veinte años, para hacerse jerséis». Son un símbolo, ellas y su deseo de luz, de juventud.

Pero según avanza la lectura, con la placidez de las letras medardianas, en las que una siente perderse, embaucada por una cadencia que se asemeja al Fado —triste, intenso, bello—, la luz que era símbolo se extiende por la habitación gracias a una gigantesca araña de cristal a la que van sumando «brazos repletos de bujías y de cristales», porque Flora —todo fue idea suya, al ser la mayor— «quería ir haciendo su hucha de luz, su agosto de luz, para cuando ella y su hermana fueran viejas». Una piensa que aquí el símbolo se está convirtiendo en algo más, parece abandonar el sofá con orejas para la siesta realista y avanzar hacia quién sabe, igual el precipicio de lo fantástico. Es, en este punto, un símbolo hiperbólico, exagerado, que roza lo absurdo.

Y llega el momento que desborda los límites: «Un día, los vecinos que vivían al lado de Martita y Flora (…) se quejaron al casero de que, por la pared, les pasaba luz a su piso, de casa de las viejas, y que el cuarto en el que esto ocurría se les estaba poniendo perdido de luz».

Ya no hay símbolo —o lo hay, pero además de—, ahora estamos ante la aseveración: algo imposible ha ocurrido, la luz se ha transformado en un líquido que inunda los pisos, que los llena de goteras, que es lo mismo que decir que los abarrota de juventud, de la que irradian las dos hermanas, las que no han querido crecer, las que se impusieron el sueño de la eterna juventud, a pesar de las arrugas y los achaques.

Fraile nos ha hecho viajar del realismo impropio, repleta la cesta de símbolos, que se han transformado en exageraciones, que han desbordado el realismo y se acaban convirtiendo en un fantástico dulce, porque estas dos viejitas no pueden provocarle a una nada más que ternuras.

El relato termina —y como las buenas historias, una no quiere que acabe; por eso vuelve y revuelve a ellas, a releerlas, a saborearlas— con la muerte de sus dos protagonistas que siguen brillando, aún cuando ya se han marchito. Tres meses le duró a Flora el brillo («su cuerpo fosforecía en la oscuridad como la luciérnaga hembra por las noches»), pero dieciséis días más persistió el de Martita. Y esa impertinencia de la luz, aún muertas, quizá nos hable de que la juventud no estaba en el recoveco que dejan las arrugas en la piel, sino de esa cosa intangible y líquida que han venido llamando el alma.

Cuando pienso en este relato, solo me viene una idea a la cabeza: que el símbolo ha extendido sus dominios, ha abandonado el realismo y se ha unido al relato fantástico, mezclándolos de tal forma que, al final, lo único que importa es que a una le gustaría que, al morir, su cuerpo fuese «una graciosa frente de ilusionismo».

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