Diario de una estudiante en Paris: los que se quedan

Por Anna Maria Iglesia @AnnaMIglesia

El cielo está nublado, hoy doce de mayo el invierno ha regresado a una París que ya había abrazado las cálidas temperaturas de la primavera. Llueve en continuación, los breves y escasos instantes de pausa, en los que el cielo parece despejarse, juegan al engaño: pocos minutos después la lluvia vuelve a golpear contra los cristales de las ventanas, el viento invierte la curvatura de los paraguas y las calles vuelven a encharcarse. Me resisto a hacer la maleta, todavía hay tiempo, pienso mientras el picar de la lluvia sobre los vidrios me traslada tres meses hacia atrás, a ese diez de febrero del 2014 cuando descendía del tren que, desde Barcelona, me había conducido hasta París.

lyonEra invierno, un frío seco me recibía nada más descender en la Gare de Lyon; en dos maletas llevaba las provisiones para una estancia que, por entonces, me resultaba imprevisible. Muchos libros, demasiados, hacían de las maletas dos moles difícilmente transportables, a pesar de sus teóricamente agilizantes ruedas. “No te llevas demasiados libros”, me había comentado la noche anterior mi padre al verme llenar la maleta, todavía vacía, de lecturas y autores. No le contesté, no quise confesar que aquellos libros eran mis compañeros de viaje, mis interlocutores, mi remedio ante una soledad, tan incierta como temida. Conmigo viajaba también mi ordenador, esa página en blanco virtual sobre la que pretendía escribir algunos apuntes improvisados sobre una ciudad que quería redescubrir, tras haberla leído y recorrido a través de tantas páginas, cuyos autores habían escrito con su flânerie, trazando el mapa que yo quería recorrer una vez más. Eran las cuatro y media, París ya estaba anocheciendo, cuando me dijeron que había huelga de taxis, debía ir a la residencia en metro, no había otra opción. Me sentí perdida, no me había preocupado de ver los enlaces entre las líneas de metro que desde Gare de Lyon me podían conducir hasta la Cité Universitaire. Los brazos me dolían, apenas había ascensores y las escaleras mecánicas se precipitaban, a gran velocidad, en las profundidades de la estación. “En París la red metropolitana es muy profunda”, me comentaron antes de emprender el viaje y no se equivocaban: lo comprobé al llegar a Châtelet, donde las escaleras mecánicas eran empinadas paredes que, con una rapidez más propia de atracción de feria, te llevaban hasta los andenes del convoy que cruzaba, desde la orilla derecha, el Sena en toda su extensión hasta alcanzar la parte sur de la ciudad, en la denominada orilla izquierda. Así, a través de este periplo, con el precario equilibrio de mis maletas, siempre a punto de caerse escaleras abajo llevando consigo a cuánto hubiera por delante, y con las fuerzas más bien agotadas, llegué al Colegio de España, escondido tras la imponente Maison de Norteamérica y muy cerca de la siempre vital Maison de Bélgica.

colegio

Entré en mi habitación cuando faltaban pocos minutos para las siete de la tarde; no me disgustó, una gran ventana se abría a la entrada del Colegio. Estaba situada en el cuarto piso, el suelo de corcho y una gran mesa que no tardó en llenarse de libros y apuntes. Pasé muchas horas en la habitación, recorría París durante el día, perdiéndome en callejuelas que no aparecían en los mapas que, con frecuencia, olvidaba en la habitación, seguramente por un inconsciente impulso de querer deambular por la ciudad, imaginando ser una flâneuse que, desapercibida por la mirada de los otros, observa y descubre lo que otros no ven. Regresaba a la habitación por la tarde, cuando el cielo ya empezaba a teñirse con el color de la noche; entonces, sentada ante mi ordenador, empezaba a escribir, pero cuando la página en blanco perduraba en su integridad, dejaba el teclado y me abandonaba a la lectura, mi habitación se convertía así en ese altillo parisino que nunca llegó a ser. Los primeros días fueron días de extraña y silenciosa soledad; París me bastaba, eso creía yo; alargaba de forma premeditada mis recorridos hacia la biblioteca, donde transcurría horas de lectura y apuntes. Allí, entre los estantes, me distraía buscando títulos de obras que pudieran interesarme, despertar un proyecto de tesis hasta entonces bastante dormido. Luego, por la noche, en la habitación, recopilaba los datos, daba orden al caos bibliográfico y, por último, me abandonaba a la diletante lectura antes de apagar la luz. Me acostumbré a cenar en la habitación, disfrutar al máximo esa soledad que, si bien temía y, en momentos, me dolía, buscaba de forma incomprensible. Tardé en socializarme, “has tardado mucho en bajar por fin a la cocina”, me dijo Isa, estudiante de cine aquí en Paris. Y tenía razón, tardé mucho, no me interesaba, eso me decía yo, pero en verdad tenía miedo, los fantasmas que siempre me han acompañado se hicieron más presentes si cabe en la capital francesa: el miedo a la aceptación, a la integración y a la exclusión, un miedo al que desde la habitación evitaba enfrentarme, los libros no rechazan, sus autores no me defraudan. Sin embargo, en aquellos primeras semanas París no era más que una fantasmagoría, una creación mía sin referente detrás; vivía en Paris a través del imaginario literario, a través de sus páginas, a través de la poética de sus autores; vivía en la Paris de Balzac y de Baudelaire, de Hemingway y de Vila-Matas, de Adrianne Monnier, de Gertrude Stein o de Margarite Duras, pero sin encontrar la mía, sin encontrar la ciudad que verdaderamente se extendía frente a mí y que yo, desde una habitación que nunca fue buhardilla, me negaba a observar.

sobreParís amanece temprano, la ausencia de persianas traía hasta la habitación la mañana a horas muy tempranas; no necesitaba despertador, la claridad inundaba los pocos metros cuadrados de mi estancia, era imposible huir de los molestos rayos de luz que se filtraban entre las cortinas. Los desayunos comenzaban pronto, en el sótano del colegio; allí comenzaron mis primeras conversaciones, allí comencé a conocer aquella otra París, la ciudad de quienes vivían su cotidianidad al ritmo del trabajo o del estudio. En esas conversaciones, descubrí los obstáculos para abrir una cuenta bancaria, las dudas acerca de la declaración de renta, el funcionamiento no tan público de la sanidad o lo maravilloso de ir en bicicleta a las dos de la mañana por Pont Neuf. En esos desayunos conocí los rostros que dieron sentido a un París hasta entonces anónimo; entre cafés insoportablemente alargados con agua, conocí el sentimiento de nostalgia por la propia tierra, el deseo de regresar; vivir más de dos años alejado de Málaga se hacía ya insoportable para Roberto, quien contaba los días para la llegada de Junio y su regreso definitivo: “aquí la gente está triste, en el metro sus rostros reflejan el cansancio y la tristeza, en Málaga se respira alegría”, me contaba con entusiasmo. Al entusiasmo de Roberto se unía el de Antonia, cuando con nostalgia disimulada describía los innumerables recitales de poesía a los que había acudido con asiduidad en Sevilla, “Andalucía es un lugar de poetas”, añadía Pedro. Sí, su Andalucía quedaba lejos, incomparable con esta París que entusiasmaba y, a la vez, despertaba rechazo, pues no era un destino elegido, sino impuesto. “Nos han echado de nuestro país, allí no tenemos lugar”, comentaba un tercero a lo largo de conversaciones a la que se unían nuevas y distintas voces, experiencias diferentes, proveniencias geográficas distintas. “Ya toca volver a Buenos Aires”, decía Gabi, una bailarina argentina que tras más de dos años en Francia quería regresar a su tierra, proseguir ese recorrido vital interrumpido por unos años de formación en la capital francesa. Cuando pasa demasiado tiempo el entusiasmo inicial se agota; mi permanencia en París era corta, sabía que mi regreso era próximo, demasiado próximo para mí, pero, a la vez, la seguridad de mi regreso hacía de mis días en la capital francesa unos días en los que no había espacio para la añoranza, para ese sentimiento de obligada huida.

maleta

Todavía no ha llegado el momento de marchar, aunque sé que llegará, pensaba mientras escuchaba las experiencias de los otros, de todos aquellos que, de repente, dieron sentido real y vida a un París que iba perdiendo su antifaz. La añoranza, sin embargo, no siempre se convertía en deseo de regreso; el cansancio en el rostro de José Antonio reflejaba las horas nocturnas dedicadas al trabajo extra, al intento infatigable de quedarse en París, pues “en España no tengo nada, sólo me espera el paro o dedicarme, con suerte, a otra cosa”. Algo parecido le sucedía a Tere, una salmantina viajera con ansias de descubrir el mundo: “en Salamanca tengo la casa de mis padres, pero aquí en París tengo mi vida y mi trabajo”, me explicaba a la vez que, viendo las dificultades ante la posibilidad de alargar su estancia, confesaba: “no me importaría vivir en Londres, es una ciudad que siempre me ha gustado, no me importaría ir allí”. Así, en el Colegio de España descubrí la otra París, aquella de los no parisinos, aquella vivida con entusiasmo y con añoranza, con rabia y con deseo de permanencia. En la noche, cuando la residencia volvía a llenarse tras el vacío del día, la cocina se convertía en un lugar de encuentro, allí desaparecían las fronteras autonómicas y las diferencias se desvanecían ante un presente común: músicos, biólogos, literatos, físicos e ingenieros, pintores y fotógrafos compartían mesa, buscando y hallando en esa comensal complicidad la compañía que la distancia geográfica trae consigo. Las cenas se hacían interminables, entre conversaciones, nacían proyectos interdisciplinares por hacer, intercambios de ideas y dialécticas discusiones sin respuesta final; allí Madrid, Sevilla, Salamanca, Barcelona o Valladolid se fundían, representando la lejanía, el fuera de casa, las dudas sobre el retorno y la inevitable indecisión acerca de lo que se debía verdaderamente desear. “Es imposible no enamorarse de París”, decía una joven recién llegada, pero la respuesta era inmediata: “es imposible cuando sabes qué puedes regresar, pero cuando no existe esta posibilidad se convierte en una cárcel, en un lugar donde estás obligado a permanecer aunque no quieras”.

Desde la lejanía, añoro los majestuosos boulevares de París, la efervescencia cultural de una ciudad frenética que nunca descansa, las colas bajo la lluvia por ver las fotografías de Brassaï, las colas frente a los cines, los carteles con la reposición de Cléo de cinco a siete, los libros de segunda mano, las pequeñas crêperie del Marais. Añoro esta París, pero también añoro la París alejada de las rutas turísticas: la mezcla cultural de Clichy, los colores africanos de Château Rouge o la China de Porte d’Italie. Desde la lejanía añoro la París de quien emigra, de quién busca una salida porque en su ciudad no encuentra espacio, añoro las conversaciones, las risas y la melancolía compartida en noches de palabras e intercambio, añoro la vitalidad y las ansias de un futuro lleno de proyectos que teñía cada una de las conversaciones. Añoro sus rostros, sus voces, sus experiencias, añoro ese aprendizaje que me dieron ellos, los compañeros del Colegio. Recuerdo las abarrotadas mesas a la hora de la cena, allí junto a ellos descubrí el otro París, el París más humano, más fascinante y más hostil, allí descubrí a una generación, la mía, marcada por la incertidumbre. Para algunos París se convirtió en su destino, para otros era solo un puerto de paso, para todos Itaca todavía se vislumbra lejos, demasiado lejos para identificarla.

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