Paseos por Madrid: ciudad para la lírica

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

comercialHabía pasado más de una hora, sesenta minutos transcurridos imperceptiblemente entorno a una pequeña mesa que, a modo casi de antiguo velador, se escondía en una de las esquinas al fondo del local. Eran poco más de las seis de la tarde cuando salimos del Café Comercial, él cruzó el semáforo hacia la esquina opuesta, hacia una concurrida calle Fuencarral; mientras se alejaba me di cuenta de que una vez más había olvidado pedirle que me dedicara su novela que sobresalía curiosa de mi bolso, temeroso de ser cerrado. Era la segunda vez que lo entrevistaba y la segunda vez también que regresaba a casa con el libro sin firmar; en pocos días, su novela volvería a ocupar al estante de mi biblioteca, junto a tantas otras, cuyos autores tampoco dejaron su trazo escritural a modo de dedicatoria: puede que fueran los nervios, el inevitable nerviosismo frente a una nueva entrevista, frente al miedo a olvidar, como al final siempre sucedía, alguna cuestión en el tintero o puede que se tratara de un inconsciente rechazo a todo fetichismo, tan común en un mundo de falsa idolatría, pero siempre olvidaba pedir una firma por la que, paradójicamente, muchos soportan largas y tediosas filas de gente; yo, en cambio, siempre regresaba con la novela tan sólo marcada por las anotaciones que mi lectura me obligaba a realizar. Tenía más de tres cuartos de hora por delante, había quedado a las siete en Puerta del Sol con Ana Belén Fletes, quien se había ofrecido a hacerme de Cicerón por Madrid y así acompañarme hasta el Parque del Casino de la Reina, donde habíamos quedado con la editora de Gallo Nero, Donatella Iannunzzi. “No está muy lejos de Puerta del Sol”, me dijo Ana Belén por teléfono al oír el eco de la desorientación en cada una de mis palabras, “tan sólo son dos paradas de metro hasta llegar a Embajadores”. Pensé que con tres cuarto de horas por delante tenía tiempo suficiente para regresar caminando hasta Puerta del Sol; antes de salir del hotel donde estaba alojada, había ojeado el mapa de la ciudad, tratando de construir un recorrido que, sin embargo, al final no realicé. La falta de tiempo, tras distraerme excesivamente en un mapa que ahora, en cambio, apenas recordaba, me llevó a coger el taxi. Incapaz de reconstruir el camino hecho por el vehículo y habiendo olvidado el entretejido de calles que, al menos según el mapa virtual consultado, me unía con mi destino, decidí bajar al metro. La parada Bilbao estaba a pocos metros de mí; desde la circunvalada terraza del Café Comercial, los clientes observaban el constante ir y venir de anónimos transeúntes que, tan pronto desaparecían en el interior de la parada de metro como aparecían subiendo, con prisa de miércoles por la tarde, las escaleras que separa la exterioridad de la acera con el entramado subterráneo de ferrocarriles.

vodafoneTras tres meses en París, la parada de Bilbao me pareció extraordinariamente impoluta; la humedad y la histórica suciedad que, a modo de alfombra, recubre los suelos en las estaciones de la capital francesa, ahora no eran más que un recuerdo macabro de aquel submundo parisino en el que la belleza y el orden se desvanecía entre túneles y pasillos de ensimismados viajeros y desterrados de la superficie. El convoy de la línea uno no tardó en llegar a un andén parcialmente vacío. Cuando subí al convoy, todavía quedaban algunos asientos vacíos, unos asientos que, sin embargo, no tardarían en ser ocupados dos estaciones después: en la patrocinada parada de Vodafon Sol, en la que el nombre del astro sobrevive a pesar de los embistes publicitarios contra todo espacio todavía desmercantilizado, el metro se llenó con el cansancio de un gran número de pasajeros que, entre apretones, regresaban a sus casas. Para algunos el trayecto finalizaría algunas paradas después, en Menéndez Pelayo, en Puente de Vallecas o quizá en las postreras La Gavia o Valdecarros; para otros, sin embargo, la línea uno no era más que la primera etapa de un viaje que, desde Atocha, proseguiría en trenes de cercanía o en autobuses. “Todos vienen a trabajar a Madrid”, me había comentado Inés, una doctoranda de biología que conocí durante mi estancia en París: “son muchos los que vienen a trabajar a Madrid, pero que tienen su vivienda en ayuntamientos circundantes”. Cada mañana las autopistas se paralizan con largas colas de vehículos, mientras que, en las estaciones de metro, las largas esperas se suman al cansancio madrugador de quienes comienzan el día con una extensa travesía no exenta de obstáculos imprevistos. “Por la mañana el metro puede llegar incluso con quince minutos de retraso”, me explicaría con hartazgo, unos días después, una amiga, mientras, móvil en mano, me mostraría la foto de uno de los paneles informativos de la estación en la que cada mañana hace su primera parada: “fíjate”, me señalaría con un tono de voz en progresivo in crescendo, “ese día, el tren llevaba dieciséis minutos de retraso, es indignante”. No le llevé la contraria, yo había tenido suerte; la espera había sido breve y tan sólo tres paradas después, ya estaba en la céntrica Puerta del Sol.

Había llegado con antelación, el sol golpeaba el asfalto sin piedad, a pesar del calendario: era la segunda semana de Mayo y las altas temperaturas habían llegado a la capital. Todavía era posible observar alguna chaqueta, había quienes se resistían a dar portazo a un invierno más largo de lo normal, pero los vestidos veraniegos, las mangas de camisa e, incluso, alguna camiseta con tirante ya inundaban una plaza que había sido testigo de la más entusiasta y convincente exaltación y reivindicación ciudadana. A mi izquierda los turistas esperaban su turno para fotografiarse en el quilómetro cero, a mi derecha, la vitrina de la tienda de abanicos reunía a entusiasmados curiosos, mientras su dueña bajaba el amplio toldo para combatir el impiadoso sol de media tarde. Los locales de comida rápida eran un hervidero de gente, turistas y adolescentes salían de allí con grandes vasos de cartón contenientes gaseadas bebidas que se transparentaban, a lo largo de las cañitas, a cada sorbo. Un joven, frente a mí, se quitaba el enorme cabezón de Mickie Mouse, dentro del cual transcurría, atrapado, sus horas a cambio de un miserable sueldo; las gotas resbalaban por su frente, un pañuelo no bastaba para esconder las huellas del agotamiento. Su imagen sudorosa, cansada, agotada, me recordó al relato de Javier López Menacho sobre su experiencia laboral disfrazado de chocolatina. Sentados en la cafetería de la librería Laie de Barcelona, Javier me explicaba hace más de un año la incrédula reacción de algunos periodistas que, desde impermeables platós, se sorprendían ante la descripción de sus largas horas de trabajo y la ínfima ganancia con la que apenas podía comprar el billete de regreso a casa. Su relato despertó incredulidad, desconcierto, y todavía hoy no entiendo por qué; mientras espero a que llegue Ana Belén, allí están ellos, la mayoría son jóvenes, muchos son hispanoamericanos, pero no todos, atrapados en insalubres disfraces ante la mirada divertida de los transeúntes. “Forman parte del paisaje”, decían hace algunos meses en un reportaje; sí, forman parte de un paisaje de desigualdad e hipocresía, un paisaje de espectáculo en el que el show continua a pesar de las víctimas que deja tras de sí.

15 m

Con un mensaje al móvil, Ana Belén me avisaba que debía bajar al metro, ella no podía salir de la estación, si salía perdía el billete y debía comprar otro. Debía bajar yo hasta el vestíbulo principal: me dirigí, siguiendo así sus indicaciones, hacia las escaleras de la entrada principal, aquella que, a mi izquierda, se imponía con un acristalada cobertura que, durante aquellos irrepetibles días del 2011, se alzaba entre las miles de personas que, reapropiándose de un espacio público que nos pertenece, que no nos puede ser negado, promovían un cambio político y social, construían un futuro incómodo para el intocable poder de manos manchadas, un poder con distintos rostros que no tardó en devastar aquel prototipo de sociedad en la que la igualdad y la libertad de expresión y de decisión eran uno de sus principales pilares. Ya no cuelgan carteles en la cristalera de la estación, las pancartas, las públicas asambleas, las distintas comisiones de trabajo, la biblioteca verdaderamente pública, los espacios para los niños, todo ello ha desaparecido; los turistas, la antropófaga publicidad que privatiza la ciudad de todos y los enormes muñecos, que esconden en su interior la esclavitud laboral de nuestros días, han regresado a la plaza que, a pesar de todo, no olvida. En sus adoquines está inscrito el recuerdo de aquellos días, en la cristalera del metro los carteles ausentes todavía son legibles, porque la ciudad no olvida, a pesar de la desmemoria impuesta. Aquellos días de Marzo del 2011 no fueron en balde aunque, en una última ojeada a la plaza, no puedo sino preguntarme qué queda de todo ello, cómo hacer del recuerdo un arma de futuro, algo más que el pretérito relato de unos días cuya historia otros se encargan de negar. Bajé las escaleras del metro con expresión melancólica, por entonces todavía no sabía, ni tan siquiera sospechaba, que apenas dos semanas después las urnas harían revivir el espíritu de aquellos días. Por entonces, mientras bajaba las escaleras, todavía ignoraba que la historia se repetiría, pero ya no como parodia, como pensarían algunos, sino como consolidación de un proceso de cambio que hizo de Puerta del Sol el escenario y, a la vez, la protagonista: algunos días más tarde, se demostraría que no basta con reapropiarse del espacio, del propio derecho de la ciudad, es necesario reapropiarse de las instituciones, convertirse en protagonista de un oficialista relato histórico que hace de la ciudadanía un mero figurante.

Ya lo dijo Germán Coppini, no son buenos tiempos para la lírica; eran los años ochenta y hoy, treinta años después, las palabras del compositor son insuficientes para describir un tiempo agreste contra la lírica, la palabra narrada, la escena o la imagen cinematográfica. No son buenos tiempos para la cultura y ellas lo saben; ser editora es una aventura a la que, sin embargo, Donatella Iannuzzi no teme; ser traductora autónoma es una carrera de obstáculos que, a pesar de todo, Ana Belén Fletes recorre cada día. En una terraza del Parque del Casino de la Reina, las tres hablamos, las quejas y las dificultades son vencidas por los proyectos, con el mismo furor y la misma esperanza que llenó la Puerta del Sol y que, hoy, algunos días después vuelve a expresarse con la férrea convicción de que es posible, de que se puede. “Algún día me pagarán por lo que escribo”, les comento a mis amigas, mientras espero, entre dudas y vacilaciones, que llegue ese momento, me deleito con la escritura, me abandono al compromiso de la palabra, al ejercicio de la escritura, a que, parafraseando el maestro Capote, ya se ha convertido en el más noble e implacable amo.

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