Cuando la cartelera languidece

 

Por Jordi Campeny.

big bad wolvesEmpieza el verano, con todo lo que conlleva: quitarse capas de todo tipo, aligerar el peso, pisar más de puntillas, ahuyentar la gravedad. Se es un poco más volátil y hay más sopor. Hay algo de espejismo en los veranos. El cine sigue las mismas tónicas veraniegas que la vida, y también aligera el equipaje, se toma un respiro de sí mismo y estrena, por lo general, poco, mal y leve. Pocas cosas hay más deprimentes que la cartelera de un cine una tarde de agosto. Es por este motivo que estas últimas semanas previas al desastre definitivo, los que amamos el cine nos zambullimos con cierto desespero por entre el magma de la cartelera y damos zarpazos para quedarnos con lo último interesante que pueda ofrecernos aún la temporada.

Todavía hay gratas sorpresas. Echas la vista atrás para empezar a hacer tu habitual rastreo de final de temporada y quedarte con las películas que más te han gustado. Alguna de ellas casi seguro que formará parte de TUS PELÍCULAS, en mayúsculas; son aquellas que más te han removido, fascinado, ampliado horizontes, educado la sensibilidad y el criterio. O que quizás, simplemente, más han hablado de ti. Esta temporada, y ya con el barniz definitivo que se posa sobre las cosas cuando ha pasado cierto tiempo, uno considera La vida de Adèle, The Act of Killing y 12 años de esclavitud como las propuestas más relevantes de la temporada, junto con, quizás, este arrebato ególatra de halo felliniano que es la portentosa y heterodoxa La grande bellezza. Y uno debe añadir, además, la que quizás sea su favorita (aunque no la considere la mejor. ¿O sí?). Y es el último corte de mangas del loco de Lars Von Trier; la controvertida, imperfecta, discutible y por encima de todo fascinante Nymphomaniac.

Luego ha habido otras propuestas mucho más discretas que han pasado haciendo muchísimo menos ruido, pero que han dejado huella. Es el caso de la noruega Oslo, 31 de agosto, de Joachim Trier; un reflejo oscuro, preciso, amenazante, duro y certero de nuestras derrotas. Nos abalanzaremos sobre el nuevo proyecto que está preparando su joven director. Y en España uno se queda con el talento, inteligencia, gusto y pulso de Stockholm. Una pequeña gran joya.

Volviendo al presente, al rastreo que uno decide llevar a cabo en la cartelera actual, nos detendremos en tres propuestas que despuntan o se diferencian del resto. Por estar a un nivel por encima de la media; o por ser diferentes, simplemente. Propuestas de muy distinta índole pero con un denominador común: poseer una voz e identidad propias y una inquebrantable voluntad por alejarse de convencionalismos y de la manoseada e inane comercialidad.

La israelí Big Bad Wolves fue considerada por Quentin Tarantino la mejor película del año. Sin coincidir en el diagnóstico del idolatradísimo director, que uno considera a todas luces excesivo, cierto es que la película constituye un tonificante, salvaje y divertidísimo ejercicio de estilo. Con un argumento mínimo –tres hombres: un policía, un presunto violador y asesino de niñas y el padre de una de ellas se reúnen en una casa para saldar cuentas– el film rezuma talento visual y luce exquisita factura y banda sonora. Además, propone un juego macabro y muy violento que tiene la virtud de estar atravesado por un negrísimo y desternillante humor negro. El horror y la carcajada se simultanean, se trenzan y confunden. Y no, no incita a la violencia la película. Uno bosteza de aburrimiento ante las sempiternas críticas al cine sangriento y violento, puesto que la ficción es el territorio idóneo donde puede –y debe– desatarse la violencia. Ningún otro. Y Big Bad Wolves, sin ser brillante ni memorable, ofrece notables y sofisticadas dosis de ella. Y además te deja con un leve interrogante a su término; con algunas piezas sueltas en tus manos que debes colocar.

madre e hijoMadre e hijo, película que comparte título con el inolvidable poema elegíaco que nos regaló el cineasta ruso Alexandr Sokurov en 1997 –una obra de arte, una honda y dolorosa pintura en movimiento–, fue justamente galardonada con el Oso de Oro y premio de la Fipresci en el pasado festival de Berlín. La película, claro exponente de lo que se ha bautizado como nueva ola del cine rumano, narra el periplo de una madre –una arquitecta de la clase alta de Rumanía– para evitar que su hijo sea condenado tras atropellar y matar a un niño. Nos hallamos ante un melodrama claustrofóbico con un guión de hierro. La cámara, que sigue y acosa –impúdica– el drama y miedo de sus protagonistas, conduce y agobia al espectador hasta soltarlo en un tramo final que roza lo extraordinario. La castigada y ruinosa relación maternofilial que preside la película está descrita con convicción y matices; el trabajo de su protagonista, Luminita Gheorghiu, es brillante; la historia, dura e implacable. Resulta muy difícil no salir herido por dentro tras la proyección. Madre e hijo es, sin duda, una de las propuestas más interesantes de nuestra agónica cartelera.

Por último uno querría disertar brevemente sobre la rara experiencia que ha supuesto el –doble– visionado de la última película de Jim Jarmusch, Sólo los amantes sobreviven. Ocho meses atrás tuve ocasión de verla por primera vez en el Festival de Sitges, a altas horas de la madrugada, tras varias películas previas; con la mirada y la actividad neuronal gravemente fatigadas. Y, con imperdonable y bochornosa miopía, no quise –mejor dicho, no supe– ver más que un cuento vampírico lánguido y oscuro con pretensiones de trascendencia e irritantemente cool. Nada más lejos de la realidad. Con la mirada y los sentidos limpios y despiertos, uno ha conseguido ver y apreciar Sólo los amantes sobreviven como lo que realmente es: un relato de amor eterno entre dos almas hastiadas –una en Tánger; la otra víctima de una profunda crisis existencial en un Detroit fantasmagórico– que encuentran su tabla de salvación en el amor y en la reivindicación de la resistencia cultural. Jim Jarmusch, nada complaciente, hace gala de una sutil y exquisita sensibilidad, y ofrece una película poética, sonámbula, bellísima y decadente. Son varios los planos para el recuerdo –el plano cenital que abre la película y encadena una noche estrellada con los surcos de un vinilo–; múltiples los guiños a la cultura –sin llegar a ser pedante–; pertinentes y envenenados sus dardos a una humanidad en plena decadencia social; imperecederas sus criaturas. Uno no pudo hacer otra cosa, tras este segundo visionado, que sacudirse la vergüenza por las opiniones vertidas tras el primero. A veces ocurre; y es importante saber rectificar.

Tras estas recomendaciones, uno seguirá esperando y deseando poder salvar –siempre según su subjetivo y cuestionable criterio– propuestas de entre la cartelera cuando ésta languidece. Quizás aún le depare alguna agradable sorpresa. Por lo general, cuando empieza y avanza el verano y la cartelera languidece, lo más sensato suele ser refugiarse en el cine de antes para aprender a mirar mejor el cine de ahora. Encerrarse en las filmotecas y zambullirse en ciclos de un tipo de cine que murió hace tiempo pero que sigue latiendo con imperturbable fuerza ante nuestros ojos. Será un verano junto a Buñuel, Fassbinder, Lubitsch, Tarkovski, Kazan, Brooks, Rossellini. Y tantos otros. En la Filmoteca o en casa. Y que arda el verano fuera.

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