Mejor con un extraño

Por Yam Montaña, de Falsaria.

Mejor con un extrañoSeis meses, dos semanas y un día en una colchoneta sobre el frío almacenado por el asqueroso suelo de cemento de cinco metros cuadrados. Voy de un lado a otro sin pensar en lo mal vestida que estoy, ni en el lumínico de la farmacia que, al otro lado de la calle, me recuerda la hora y la temperatura seguido de una cruz verde que parpadea noche a noche frente a esta ventana. En una orilla los restos del parquet que empujé con un cartón para hacer espacio, en otra una cazuela chamuscada y unas bolsas donde puse lo que la familia que vivió aquí quiso dejar antes del desahucio. El dueño del piso no sabía que eran gitanos, tampoco sabía que eran diez los que vivían allí, pero si pagas nadie pregunta y es la mejor manera de que te olviden, porque el edificio está olvidado y los vecinos, los pocos que quedan, también tratan de que se les olvide.

Ahora me llamo Karen, pero ese ni siquiera se parece a mi nombre, pero Karen con K porque suena que eres de fuera y con el acento eslavo todo se hace más sugerente. Unas veces soy polaca, otras veces checa, pero la mayoría de las noches soy rusa y porque mi lengua materna sea el ruso no significa que sea rusa, pero da igual, al final eres otra chica más del Este que no entiende casi español y que no deja de sonreír pase lo que pase. Supongo que todo no es más que un error, un cálculo infructuoso de mis sueños que en el subconsciente se han convertido en una pesadilla que no acaba.

Pero quizás lo peor de todo es que ahora mismo, después de tantos días y noches llamándome Karen, no estoy segura de querer recuperar mi verdadero nombre. Para consolarme imagino que lo he olvidado, que lo he protegido tanto de cualquier bastardo y cabrón de la vida que he terminado olvidándolo y aunque soy una estirpe fuerte a veces no me quedan fuerzas para pensar que puedo sobrevivir a otro día más con mi verdadero nombre en este lugar.

Soy chechena, alguna vez lo he contado y la mayoría nos asocia con terroristas y guerrilleros y salvajes armados jugando a la independencia sin saber que primero los cosacos nos humillaron y después lo hicieron los comunistas. Para colmo no tenemos mar y quizás por eso nos volvimos locos entre tantas guerras y los rusos civiles pagaron por ello. Allí no me queda nadie, ni siquiera la tumba de mi padre que era un separatista y que desapareció en una visita a unos familiares en Moscú. Por eso quise ser modelo y olvidar mi lengua y dejar que me confundieran con una rusa para no revolver la basura del pasado. Por eso dejo que me digan Karen y he aceptado este diabólico juego que me está cambiando célula a célula y convirtiéndome en esa Karen que todos ven, insignificante y débil.

No tengo pasaporte, no tengo carné de conducir, no tengo inscripción de nacimiento y no tengo dinero, sólo estas cuatro paredes al lado de la habitación de una chica rumana que se ha negado a comer hasta que le devuelvan sus papeles y aunque paso día a día por su puerta, no me atrevo a entrar para abrazarla y decirle que no está sola, que no soy tan fría ni tan distante y que aunque parezca que no, sí me importa lo que le pasa. En silencio puse una bombilla en el baño, puse cinta adhesiva en las grietas de la pieza sanitaria y lejía en el cemento abandonado y sucio, raspé la mierda y recogí la basura y puse un espejo de un euro que compré en la tienda de los chinos. Pero esa chica no imagina que lo hice por ella y que si pudiera la tomaba de la mano y me la llevaba conmigo a cualquier parte. Pero no puedo, no puedo ni aceptar mi verdadero nombre, no puedo rebelarme como lo hizo mi pueblo generación tras generación, así que acepto esta asquerosa realidad con sangre en las manos y con la esperanza desparramada en este piso destrozado.

Fui una idiota, una verdadera idiota, pero no quería saber si era mitad rusa y chechena, si debía tomar las armas y odiar a los rusos, no sabía si me sentía orgullosa de haber nacido marcada por una etnia que no aparece para nada bueno en los titulares de la prensa. Así que cuando apareció Santi casi en medio de las balas, con su impoluto traje de seda desafiando aquel caos, no pude evitar confiar en él. Asistí como muchas otras al casting en el Arena City Hotel y allí comenzó todo. Unas fotos, una entrevista en inglés, una segunda ronda de fotos y una impresionante fiesta con las candidatas en una de las mejores suites.Yam Montaña

Para una mujer como yo obtener un visado para España es muy difícil, no basta ser universitario, no tener antecedentes penales, no basta tener trabajo, ni tener amigos o familiares al otro lado, ni mucho menos tener pasaporte y todos los documentos en regla. Da igual, cuando entras por las puertas de la embajada ya eres un proscrito y estás bajo sospecha incluso después de obtener el visado. Así que por las palabras de Santi y su imagen de prestigioso hombre de negocios, un visado debía ser una formalidad sin angustia. Todas teníamos el pasaporte en blanco y un sello era el salvoconducto a la felicidad sin la más mínima sospecha de que asistíamos a una perfecta y costosa farsa.

No veíamos la hora de sacudirnos el polvo de la guerra, la miseria, la desolación y la tristeza. Recuerdo contar los días, ver la escarcha en la ventana y calentar los labios con un té caducado, mirar con dejadez el piso gris y oscuro que me había dejado mi padre, respirar por última vez los vahos de calefacción irregular del viejo radiador lleno de ropa acabada de lavar a mano. Recuerdo como se desprendía la desesperanza y había una sonrisa en mi rostro sonrojado por la ilusión, dispuesta a ser otra persona y a olvidar sin miramientos el pasado.

Todo fue muy rápido, demasiado. De un día para el otro ya tenía el visado y un billete de avión. El asiento A32 al borde del pasillo me llevaría a otra vida y los sueños de ser modelo, de posar para las cámaras y sonreír incluso fuera de los flashes no parecía algo imposible. Doce chicas cruzamos los aires con Santi al frente, felices en el incómodo asiento de la clase económica, sin caviar, ni champagne pero con un bocadillo y un café rancios que sabían a gloria. La ingenuidad es un veneno que lo mina todo, pero es peor cuando crees que hay un antídoto que te permite ser suspicaz y práctica.

La vida es una mierda, una verdadera mierda, me repito una y otra vez mientras evito recordar las luces de Barajas al atardecer y los suelos refulgentes reflejando el tropel de pasajeros entrando y saliendo. Hacía sólo unos días que ETA había volado el parking de la T4, un sudamericano sin papeles había muerto y la presencia de la Guardia Civil y los perros y las fuerzas especiales y la secreta se notaban. También puedo detallar la última carcajada, fue robusta y grácil, precisamente después de pasar la frontera, de que revisaran exhaustivamente mis papeles y la provocó el tricornio de un uno de los agentes, puesto con desgano, llevado con rabia, ladeado como una gorra de rap sobre una cabeza fatigada y aburrida. Todavía no sé exactamente por qué explotó mi carcajada, porque el rostro del oficial era duro y triste, pero reí a piernas sueltas mientras pasaba de un mundo a otro y mi cuerpo y mi vida ponían el contador a cero.

Allí fue la última vez que vimos a Santi, ya no sonreía tanto y su cuerpo se veía rígido en su traje fino y caro. Dos furgonetas nos recogieron, seis y seis, faltaba el equipaje, pero seguíamos en una nube. Lo lleva la agencia, no hay de qué preocuparse, nos dijeron. Los dos hombres que guiaban mi “transfer” no dijeron una palabra y aquel silencio, aquel condenado silencio no despertó el mal augurio, ni la sospecha durante horas hasta que el miedo terminó explotando en nuestros rostros unas horas antes que terminara el viaje y se cumplieran ocho horas de abarrotadas autopistas y desolados caminos vecinales.

Cruzamos el país sin agua, ni alimento, viendo caer el sol entre montañas y llanuras cada vez más distintas a las nuestras. De las dos furgonetas sólo quedaba una, seis mujeres y dos hombres mudos que ni siquiera intercambiaron miradas, solo el volante y la botella de agua que pedimos muchas veces en un precario español y que no pasaron hacia atrás. Y cuando la desorientación y la fatiga comenzaban a debilitarnos la furgoneta entró a un barranco en un cruce de caminos de un tramo en construcción y allí nos hicieron bajar.

Sí, podíamos haber saltado a ciento ochenta kilómetros por hora, encajado nuestras uñas en los cuellos y ojos de los hombres, podíamos haber gritado hasta dejarlos sordos y golpearlos con los tacones de aguja hasta que sangre salpicara los cristales y escapar. Sí, hubiera funcionado si hubiera sido una película yanqui y la furgoneta hubiera volcado y todas hubiéramos salido a la carretera en topless para hacer autoestop y seguir nuestra aventura. Pero no. Y allí estábamos, en medio de la nada, temblando y sin cruzar palabra, con la saliva reseca entumeciendo todo el esófago y la boca, sin aliento y desorientadas por la rabia con la que nos mordía el miedo que inutilizaba nuestros sueños y hacía añicos cada uno de los sentidos.

Las sombras abrumaban el paisaje y la humedad inquietaba los huesos a pesar de estar abrigadas. Nos arrinconaron detrás de un contenedor y esperamos. Ante la incertidumbre y con las primeras palabras que cruzábamos aturdidas preguntamos qué pasaba a través de una de las chicas que hablaba algo de español. Ante la indiferencia intentamos avanzar hacia la carretera pero los hombres mostraron sus pistolas en la cintura y fue suficiente para que permaneciéramos quietas. Los gemidos y las lágrimas aparecieron para hacer más deplorable la escena hasta que varios coches comenzaron a llegar. Audi, Mercedes, Audi, Toyota, Audi, Mercedes, Audi, BMW, Mazda… entonces apareció Dominic, el Dominic hijo de puta, en quien no debía haberme fijado, ni haber mirado con tanto desconsuelo en tus ojos verdes, no tenía que haber levantado mis ojos de la tierra de aquel anochecer rural, no señor, pero por desgracia lo hice.

Apenas se abrieron las puertas de los coches aparecieron los Rolex horteras, las chaquetas de cuero y los polos Lacoste arrastrados por distintas edades y estaturas, distintos rostros pegados a sus mariconeras, fulguraban entre las sombras las hebillas de los cinturones D&G y Diesel y los torombolos de anillos, alguien vio algún arma y susurró en checheno que no hiciéramos nada estúpido, pero quedarnos en silencio y dejar que hicieran con nosotras los que les diera la gana ya era de por sí estúpido, así que no hicimos nada. Los hombres que habían acabado de llegar nos revisaron una por una y Dominic, porque todos le decían Dominic, hacía de Dominic, con dos cojones, mirando con desdén, sin querer comprometerse con la belleza y la angustia femenina, llevó su cazadora de cuero negro ondeando de un lado a otro y cuando lo estimó ordenó que comenzara la subasta.

El horror nos acabó de paralizar y después del pago, del increíble regateo, de las risas cínicas y las discusiones de tipo y edad, quedamos repartidas. Dominic dejó que todos se fueran y se quedó a mi lago, prendió un cigarrillo y metió sus ojos azules en mis ojos verdes, liberó humo y caminó hacia el Audi, entró y abrió la puerta del copiloto mientras llevaba el motor al límite de sus revoluciones y corrí hacia la negrura del deportivo tropezando con las piedras y la tierra que junto a los tacones de aguja me privaban de mi porte de top model. Me detuve en la puerta sin contener el miedo y la desesperanza, volví a mirar en el profundo azul de mi dueño y este sonrió con ternura, no lo podía creer, pero no me quedaba otra opción, así que destrozada por aquellas horas acepté mi destino sentándome a su lado, segura de que, aunque volviera el tiempo atrás, las cosas serían irremediablemente iguales.

No tenía que ser tan bueno, Dominic no debió mirarme con esos ojos dulces, ni dejar sus manos lejos de mi cuerpo. Creo que fue un error y no fui lo suficientemente fuerte para resistirme a sus ojos. Pero miré allí donde no debía y entré por la puerta equivocada, la puerta que Dominic protege con sumo cuidado y no deja que nadie, absolutamente nadie descubra y mucho menos vulnere. Pero después de aquellas horas en el coche, de permanecer con mi piel y ropas ajenas a sus manos, llevé mis estocadas a fondo y por desgracia me mezclé con su veneno que también es miel y sus jugos más secretos. Así fue como me convertí en su preferida, en su hembra y mujer de todos los días, la única que le podía llamar por su nombre, aunque su nombre no fuera Dominic.

Nunca he querido memorizar los detalles de aquellas horas de carretera en que avanzábamos tierra adentro y Cataluña se abría otoñal a nuestros ojos. Sólo recuerdo el asfalto y el perfume dulzón, el olor a nuevo del cuero de los asientos del coche y el zumbido discreto del motor entre curvas y rectas, radares y vallas de anuncios de outlets y vuelos low cost. No hubo un ritual, ni unas palabras, ni un velo en la frente para que me convirtiera en la primera mujer. Tampoco hubo preguntas, ni dudas, ni gestos que indicaran alguna inconformidad cuando llegamos al club. Sus matones saludaron y las chicas de esas horas fueron con cuidado a depositar sus besos de adulación y reverencia, estaban obligadas a husmear quién era la nueva, así que en sus ojos había desdén y rabia, pero con eso me era fácil lidiar porque si eso era todo no había problema. Entonces me vi de rodillas abriendo la bragueta de un gordo ebrio y en traje, con los labios repintados y semidesnuda, me vi empujando un condón con la boca y susurrando que enloquecía de placer, vi mis pasos escaleras arriba y escaleras abajo del brazo de comerciales ansiosos y abogados y políticos y mafiosos para los que me tendría que desnudar y abrir mis piernas y propiciar el placer y pasarles la coca y la maría y el speed y cualquier mierda que los pusiera a tope, pero no fue así. A estas alturas creo que hubiera preferido eso, así todos hubieran sido unos extraños desde el principio. Pero el desgraciado de Dominic no dejó que eso ocurriera y estoy segura de que empeoró las cosas.

Entonces no sabía que alguien había abandonado la habitación que yo ocuparía, que sería vigilada y controlada todo el día, que no sería una puta, sino la elegida del jefe y que no habría otro hombre más que Dominic. Fue muy fácil ponerme al día y contener la rabia, no tenía sentido nada y evitaba la bruma de la desorientación tratando de sobrevivir cada minuto, cada hora que pasaba en un país extraño, bajo otra lengua y otros ojos. Has tenido mucha suerte me dijo unos de los matones de Dominic y sí, aunque odie decirlo, era verdad. Las otras no se las llevó un Dominic paciente y cínico, no fueron compradas para ser la preferida, eran mercancía que había que hacer rentable en cualquiera de los puticlubs en los que terminaran. Yo tenía confort, agua caliente, una cama enorme perfumada y blanda, una ventana a un valle y tiempo para aceptar a Dominic.

Y me llevaba flores y dejó que eligiera la ropa y me compró libros en lo que creía era mi idioma y me ayudó con el español día tras día, mientras sus obscenos ojos azules me devoraban y sus prolongados silencios se convertían en una súplica. Me enseñó los sinuosos caminos de tierra adentro con sus pastos y masías y pasó horas conmigo sentado a la orilla del mar furioso y tierno de calas en la Costa Brava hasta que un día, después de unas copas de cava, hice a un lado la rabia y no pude dormir sola escuchando los ruidos del club y el entrar y salir de los coches al parking. Abrí la boca con los ojos cerrados y me tendí en la cama hasta que el fuego de Dominic se apoderó de mis músculos y la tensión pasó a ser placer desesperado y ciego. Era inesperado, sus besos, sus caricias, sus susurros de amor, su toque femenino, todo, absolutamente todo era deseable y le quitaban, mientras estaba desnudo, la piel de chico malo y duro. Así que acepté ser de él y llevar aquella vida de esperas nocturnas en el confort de la parte de atrás de su establecimiento. Me podía mover de la jaula, merodear por aquí y por allá, beber y comer lo que quisiera, permanecer fuera o dentro y eso muchas lo envidiaban. Y aunque nunca quise sospechar su procedencia, ni husmear en su acento, ni preguntar absolutamente nada sobre su pasado, sabía lo que necesita saber una mujer para entender el apetito de su hombre.

Karen, Karen, ahora más que nunca creo que ya soy Karen la rusa, la chica del Este y todo por el hastío de Dominic y porque otra ocupa mi lugar de protegida hace días y a mi me ha tocado este piso sin alma que lo ocupo por el día mientras en las noches soy de otros en el club. También he tenido suerte aunque no lo crean, porque podía estar en la carretera con una silla plástica congelándome a la espera de un camionero o de un triste diablo divorciado corriendo hacia los matorrales para burlar a la policía. Y no dije palabras cuando tuve que recoger mis cuatro trapos, ni me resistí cuando los matones me tomaron por los brazos para llevarme al piso, ni siquiera escuche las palabras de Dominic apenadas y temblorosas, las del chico bueno y tierno que lleva adentro, ni le miré a los ojos. Me fui silenciosa resignada con la cabeza hacia el suelo, fría y distante como si no hubiera ocurrido nada en casi un año, dispuesta a acostarme con todos para vengarme y acelerar las horas. Quizás crean que estoy loca y no entiendan por qué estoy todavía en este piso y me he sentado en el suelo a escuchar los gemidos de mi compañera y los ronquidos de su estómago en huelga. Sí, he regresado, tengo mi pasaporte y lágrimas en los ojos, pero no lloro por el miedo a los matones que vendrán por mí, ni a la policía que quizás aparece, es por Dominic, por el hijoeputa de Dominic es que se me van las lágrimas. Porque no sé si está muerto o arrastrándose entre sus putas después que interrumpí su aperitivo y con un tenedor de plata lo apuñalé sin cesar entre su pecho y la cara. Sólo recuerdo que cuando cayó al suelo me desplomé con él y le dije mi nombre, mi verdadero nombre al oído y cuando lo dije con el sabor tibio y furioso de mi lengua materna supe que no podría escapar a ningún lado y que jamás dejaría de llamarme Karen, Karen la rusa, la chica guapa y rubia del Este. Entonces enloquecí y puse patas arribas la habitación, salté por la ventana y regresé al piso donde me había confinado cuando dejé de ser su hembra. Y aquí estoy con las manos llenas de sangre, acariciando mi pasaporte, escuchando toser a mi compañera de piso, mientras un tropel en la escalera anuncia que vienen, ya vienen a por mí.

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