La percepción del mundo para John Keats

John Keats, quien murió a los 25 años y sólo pudo dedicar cuatro de ellos a su trabajo, tuvo quizás la carrera más remarcable de los poetas ingleses. Publicó sólo 54 poemas, en tres volúmenes delgados y algunas revistas, pero en cada punto de su desarrollo tomó los retos de una vasta gama de formas poéticas, desde el soneto spenceriano a la épica miltónica, y definió su propia fusión distintiva. En ellos está contenida una singular fuerza y conciencia que en ningún otro lugar del mundo se encontraría. Pero también escribió varias cartas, coleccionadas en Selected Letters of John Keats, en las que podemos seguir día a día el desarrollo de su inteligencia y el alcance de ella.

“Beauty is truth, truth beauty” escribió Keats en uno de sus poemas. Esta aseveración, por sencilla que pueda parecer, lleva muchísimo estudio detrás. Fue una dicotomía que ocupó al poeta cada día de su vida y que fue, en gran medida, la razón de su vida y el ánima de su trabajo. En la siguiente carta, que escribió a su amigo John Hamilton Reynolds, habla un poco sobre  la relación íntima entre la hermosura y la verdad.

keats

Comparo la vida humana a una gran casa de muchas moradas, de las cuales sólo puedo describir dos, ya que las puertas de las restantes todavía están cerradas ante mí. La primera adonde entramos la llamaremos cámara infantil o sin pensamiento, en la cual permaneceremos mientras no pensamos. Estamos allí largo tiempo, y aunque las puertas de la cámara segunda están abiertas, mostrando su apariencia brillante, no nos interesa apresurarnos a entrar en ella. Mas a la larga nos sentimos imperceptiblemente impelidos, al despertar en nosotros el principio del pensamiento, y apenas entramos en esa cámara segunda, que llamaré cámara del pensamiento virginal, nos embriagamos con las luces y la atmósfera, sin ver otra cosa que agradables maravillas, y pensamos en quedarnos allí para siempre en medio de los deleites. Sin embargo, entre los efectos que produce el aire aquel está una agudeza tremenda de vuestra visión, en lo que respecta al corazón y la naturaleza del hombre, convenciendo a nuestros nervios de que el mundo está lleno de desdichas, desgarramiento, dolor, enfermedad y opresión; con lo cual esta cámara del pensamiento virginal se oscurece gradualmente, al tiempo mismo que, por todos lados de ella, se abren muchas puertas, pero todas oscuras, abiertas hacia corredores oscuros. No vemos equilibrio entre el bien y el mal; estamos entre la niebla.

Aunque Keats era muy joven cuando murió, y como bien dijo Luis Cernuda en un artículo (1956), en parte estuviese todavía bajo los encantos de la cámara del “pensamiento virginal”, su conocimiento de la vida alcanzaba más allá de ella, bastante más allá de lo que cualquier otro poeta excepcional haya podido alcanzar a la misma edad. En su prólogo a The Fall of Hyperion, Keats sugiere que ninguno puede alcanzar las alturas de la poesía si su fuerza no ha sido templada por el conocimiento del dolor humano.

Respecto a esto, y a la antes mencionada analogía entre hermosura y verdad, Keats empleaba un método que él mismo llamo “capacidad negativa”: cuando un hombre es capaz de permanecer en incertidumbres, misterios y dudas, sin el irritante esfuerzo en pos de hecho y razón.

Así, dividido entre el goce sensual de mundo y la percepción de la miseria y el dolor en el mismo, también de modo equivalente y correspondiente, le hallamos divido entre las dos vertientes de esta cuestión. Es decir, entre la apreciación gozosa del mundo sensual o el conocimiento del dolor inherente al mismo, de una parte; y de otra, la hermosa verdad poética gratuita o la búsqueda ardua de la verdad metafísica (Cernuda).

A veces soy tan escéptico como para pensar que la poesía es un simple fuego fatuo, que entretiene con su brillantez a quien le ocurre toparse con ella. Un mercader dice que cada cosa vale lo que con ella se gane; de ahí que, probablemente, cada búsqueda mental cobra realidad y valor por el entusiasmo de quien busca, la cosa buscada no siendo nada por sí misma” (Carta a Benjamin Bailey, 1818)

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