Una tarde de 1900, un joven cayó en esa sospecha. Tenía 17 años y pasaba el verano en Roztoky, una pequeña ciudad en la orilla este del Vltava (el río que los alemanes llaman Moldau), al norte de Praga. Había llegado ahí junto con su familia, todos recibidos por el jefe local del servicio de correos, un hombre de apellido Khon. El muchacho se encontró ahí con que una hija de Khon tenía casi su misma edad, motivo por el que fue más o menos inevitable que muchos de esos días los pasaran caminando juntos por el bosque aledaño. En esos paseos ella ansiaba que el joven la sedujera y de un momento a otro se atreviera a tocarla; él, sin hacer esto último, sí intentó lo otro, pero a su manera: leyéndole en voz alta pasajes de Así habló Zaratustra y alentando a la joven a estudiar y escribir. Ella se llamaba Selma, y él Franz Kafka.

En esa época Kafka leía mucho a Nietzsche y, también, comenzaba su itinerario tortuoso por “la vía de las mujeres” (Calasso), circunstancias bajo las cuales, al despedirse de Selma para regresar con su familia a Praga, escribió estas líneas en un álbum de ella:

Para Selma Kohn

[Entrada en un álbum]

Cuántas palabras en este cuaderno.

Están aquí para recordar. Como si las palabras pudieran contener recuerdos.

Porque las palabras son alpinistas torpes, mineros torpes. Lo suyo no es bajar con tesoros de las cimas de las montañas, o emerger desde sus raíces.

Pero existe una forma viva de la conciencia que pasa gentilmente, como una caricia, sobre todo lo memorable. Y cuando el fuego surge de las cenizas, candente y brillante, fuerte y poderoso, y lo miras fijamente como si estuvieras hechizado por su magia, entonces

Solo que nadie puede escribir en este tipo de conciencia pura más que con mano temblorosa y pluma sosa; podemos escribir únicamente en páginas tan limpias, tan poco exigentes como esta. Así lo hice el 2 de septiembre de 1900.

Franz Kafka

Hay mucha distancia entre este Kafka y el Kafka inclemente de los aforismos de Zürau; todavía tienen que pasar muchos años y muchas cosas para que el joven atormentado se convierta en el escritor atormentado. Y, con todo, ahí está en germen la suspicacia que caracterizará una parte de su literatura, la de creer en algo pero recelar de eso mismo; rozar el misticismo del mundo pero solo para abjurar de él y rechazarlo. Confiar en las palabras y utilizarlas para, al final, denunciar su insuficiencia. ¿Dónde están más los recuerdos: en los recuerdos en sí o en las palabras con que los recordamos?

Fuente: Faena Aleph