Sorolla y Estados Unidos

Por Zulima Solano.

 

Fundación Mapfre

Paseo de Recoletos, 23, Madrid.

Hasta el 11 de enero de 2015

 

Joaquín Sorolla es un pintor feliz. Feliz con su vida, con su familia, pero, sobre todo con su trabajo. La pintura le regalaba felicidad, y es lo que reflejan sus obras.

Quizá esa alegría de vivir fue lo que cautivó a los mecenas y al público norteamericanos. La vitalidad que subyace en cada objeto, en cada tejido, cada gesto, cada espacio, en cada rayo de sol, y que Sorolla supo encerrar en su pincelada. Puede que fuera eso lo que A.M. Huntington quisiera que sus lienzos decorasen la biblioteca de la Hispanic Society.

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A lo mejor fue la extraordinaria habilidad del valenciano para hacer sentir al espectador el mismo interés que los personajes muestran por algo tan insignificante como unos pimientos o por un hatillo de pliegues arrebuñados. Posiblemente, por eso su interpretación del realismo social encajó tan bien en un país formado a base de grandes gestas anónimas. Los protagonistas de estas historias pintadas son personajes sin nombre y, hasta cierto punto, sin rostro, como lo son los miles de vidas ocultas que forjaron la historia norteamericana. Quizá precisamente a través de esa expresividad ausente del rostro pero concentrada en miles de detalles del lienzo, la sociedad americana se miraba en el espejo.

Claro que la fascinación por el llamado “exotismo” español también tuvo mucho que ver en el triunfo de Sorolla en Estados Unidos. Pero el pintor supo alejarse del tipismo folklórico y de continuo jolgorio habitual en la imagen exterior hispánica, huyendo de visiones superficiales para poner de relieve algo que aún hoy parece olvidado: la inmensa y sorprendente riqueza del patrimonio español. Tanto en los paisajes y vistas de lugares emblemáticos, como en las escenas costumbristas, logró impregnar su pintura de delicadas dosis de lirismo, de cierto aire atemporal, gracias a una luminosidad intimista que inmediatamente atrae al espectador, estableciendo empatía entre éste y lo mostrado. Sorolla captura así el carácter del paisaje español, en un viaje desde la luz ensoñadora y el brillo presumido del sur hasta la honesta sobriedad del cielo azul y la elegancia recia de la sierra del centro peninsular.

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Por otro lado, es posible que fuera la sinceridad de la mirada retratista de Sorolla lo que llevara a alta sociedad americana a confiar en el talento del valenciano para inmortalizar su figura. Entre la satisfacción del gusto decorativo del comitente y el impulso de despegarse de la visión puramente fotográfica, estos cuadros logran un aparente imposible: el reconocimiento de los rasgos del personaje a través de una pincelada suelta y fluida, casi incontenida. El resultado es una estudiada espontaneidad que resulta maravillosa.

Pero su profundo conocimiento de la persona y naturaleza humana no la reserva tan sólo para los ilustres apellidos. También es capaz de crear personalidades para otros modelos, como hizo para Cristóbal Colón, cuya imagen T.F. Ryan quería recrear. En este caso pone en juego toda una serie de recursos que pueden parecer secundarios, pero que en realidad son el quicio sobre el que se apoya todo el significado de la obra. En los numerosos estudios realizados para este encargo vemos una esmerada reflexión sobre las posturas del personaje, el espacio, (pequeño pero plenamente elocuente), los elementos anecdóticos y los objetos de referencia histórica.

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A Sorolla le basta un detalle, un gesto, una sombra, para decirlo todo con muy pocas palabras. Estamos, una vez más, ante esa meditada naturalidad, que nos traslada a una escena plenamente real, auténtica, alejada de las visiones épicas y grandilocuentes con las que normalmente se inmortaliza la historia. Y precisamente ésta es la cuestión; que Sorolla parece aquí “mortalizar” la persona y la hazaña de Colón, al que nos presenta como un hombre más, no muy diferente del espectador que observa la obra, o del pintor que la realiza.

Sin embargo, la cumbre de su don para captar lo esencial de la realidad de la vida se encuentra en las obras improvisadas, realizadas sobre el primer papel que encuentra. Es el caso de los menús de hotel y de los cartones de lavandería, que son testigos del incontenible afán pictórico que acompañaba a Sorolla allá donde iba. Como si no pudiera resistir la tentación de traducir lo que veían sus ojos, lo que captaba su excepcional mirada, retrata magistralmente el ambiente de los cafés y de las ciudades del nuevo continente. Con un dibujo impulsivo, la tensión expresiva se condensa en unos pocos trazos y manchas de color, que parecen contener en sí mismos incluso el murmullo de las conversaciones, el tintineo de los vasos, y el entusiasmado ruido de las calles ajetreadas.

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A través de la pintura Sorolla comparte o que sólo él conoce, lo que ve en el mundo y que pasaría inadvertido para nosotros si no lo hubiera trasladado al lienzo. Sorolla es el vibrante color, la luz cambiante, el aire que mueve los vaporosos tejidos, los ojos entrecerrados, las manos vivaces, el cabello ondulante, la miradas serenas, los cuerpos llenos de vida y natural belleza, los paisajes ricos en matices y el amor por lo cotidiano de cada vida… Gracias a todo ello podemos contemplar una pintura que insta a disfrutar de la belleza de cada instante, del mundo y de las personas. Ésta es una exposición para pasear, para detenerse ante las obras, deleitarse, y sonreír.

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