De bares y entrevistas. Unos recuerdos no inventados

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

Sentados en una de las mesas, junto a la ventana, de la librería La Central, estábamos mi amigo y yo; hacía tiempo que no nos veíamos y como siempre que nos encontrábamos yo le relataba mis últimas experiencias pseudo-periodísticas en el mundo literario. “La abogacía es muy aburrida”, solía quejarse, antes de pedirme que le contara algunas novedades. En esa ocasión no sabía muy bien que decirle, estaba ya cansada de recomendar libros, de tener que responder a la siempre inoportuna pregunta “Y de todos los libros que has leído, ¿cuál me recomiendas?”; así que de forma aleatoria le comenté algo que llevaba días pensando: “hablamos de los mejores libros, pero nunca de las mejores conversaciones literarias, éstas sí que merecen una lista”; miró con incredulidad, “¿me estás diciendo que quieres hacer un listado de las mejores conversaciones literarias?”; evidentemente resulta imposible rastrear las innumerables conversaciones que cada día tienen lugar en torno a la literatura, pero “sí puedo hacer un listado de las mejores conversaciones que yo he tenido”, le respondí con franqueza. No conseguía borrar de su mirada la incredulidad, “querrás decir un listado de tus mejores entrevistas”; se equivocaba, si una entrevista es buena o mala lo debe decir el lector, “no, sólo de las conversaciones o, mejor dicho, de las conversaciones que luego se han convertido en entrevistas”. En este 2014 que ahora termina, mi tarea de reseñista ha disminuido, me he dedicado sobre todo a la entrevista, un género del que desconozco la técnica y toda posible definición –seguramente ya lo saben, no soy periodista, así que ya disculparán mi ignorancia-, pero que defino como conversación: “para mí hacer una entrevista es conversar con alguien con quien compartes algún interés”, le dije a mi amigo, “y, como siempre sucede, a veces de encuentras manteniendo tediosas conversaciones con interlocutores de monosilábicas respuestas”. Le conté mi experiencia con un conocido escritor quien, a lo largo de la entrevista, no consiguió superar las cuatro palabras en cada una de las respuestas; a lo largo de la grabación, durante la cual no dejó de mirar el reloj, mi voz predominaba, intercalada brevemente por algún breve y conciso comentario que, teóricamente, debía configurar la respuesta. Transcribir la entrevista fue fácil, lo difícil fue crear de la nada las respuestas. “Pero, no todas son siempre así”, me interrumpió mi amigo, “habrás tenido mejores experiencias”; sin duda y le expliqué cuando en el mes de junio me habían ofrecido entrevistar a Maruja Torres. Había quedado con ella en el Hotel Astoria de Barcelona; había llegado demasiado pronto a la cita, a pesar de que había decidido ir caminando, en un intento inútil de paliar los nervios. La esperé sentada en el bar, mirando compulsivamente los apuntes; pedí una cerveza –“en servicio no deberías beber”, me dijo mi amigo- que bebí casi de un tirón. Cuando llegó Maruja Torres el vaso ya estaba vacío, escondido tras las servilletas. “¿Quieres tomar algo?”, me preguntó; evidentemente no le confesé que acaba de engullir con el estómago vacío una cerveza, “yo una copa de vino blanco, ¿tú?”. Pedí una segunda, oficialmente la primera, cerveza y comencé la entrevista; el tartamudeo inicial desapareció tras las primeras preguntas, “deja de decirme de usted que puedo ser tu abuela”, me interrumpió Torres; justifiqué mi formalidad por la admiración y el respeto que sentía por ella, “respétame como yo te respeto”, y continuamos la entrevista hasta que la editora vino a avisarnos; la media hora programada había excedido de largo, cincuenta minutos de grabación y todavía tantas cosas en el tintero, interrogantes nuevos que surgían tras cada nueva respuesta.

pepe botella

“¿No te pondrás nerviosa con cada entrevista?” me preguntó mi amigo; siempre hay nervios, “cuando son amigos, no tanto”, le respondí, “aunque ya no son los nervios iniciales, aquellos que me tuvieron la noche en vela antes de mi primera entrevista en Madrid”. A veces las entrevistas son reencuentros con amigos, como sucedió hace apenas unos meses cuando quedé con Fernando J. López en el bar Pepe Botella en la Plaza dos de mayo de Madrid; me escribió al móvil que llegaba unos minutos tarde; le esperé dentro, me senté en la mesa de la izquierda junto a la ventana, “has elegido mi mesa preferida”, me dijo nada más llegar. Comenzamos de inmediato a hablar de sus proyectos literarios, a los diez minutos me di cuenta de que la grabadora no estaba encendida, “esto sucede cuando se entrevista a amigos, que las entrevistas se convierten en conversaciones de bar”; encendida la grabadora , me explicó sus proyectos teatrales, me habló de De mutuo desacuerdo y de Tour de Force, hablamos de la importancia de la literatura para adolescentes, de su espléndida novela La edad de la ira y de su experiencia como docente. “Estuvimos hablando casi dos horas”, le expliqué a mi amigo, “tuve que cortar mucho de una entrevista que pronto derivó en una conversación en la que ya no se sabía quién preguntaba y quién contestaba”. “Seguro que esto te ha pasado con más de una persona, no sólo con los amigos” y, sin duda, era así, aunque la cercanía, el conocimiento previo que dirían los hermeneutas, siempre ayuda: entrevistar a Jordi Carrión, a Jordi Corominas, a Jenn Díaz, a Sergio del Molino o a Donatella Iannuzzi es continuar una conversación empezada antes. “Ya, pero, cuando re-entrevistas a alguien ya es todo más fácil”, comentó mi curioso interlocutor; sin duda, aunque los nervios no por fuerza desaparecen.

comercialLe expliqué los nervios que sentía cuando, recién aterrizada de París, donde había pasado tres meses, fui a entrevistar a Máxim Huertaque apenas dos meses antes había ganado el Premio Primavera por su novela La noche soñada;  habíamos quedado en el Café Comercial y si bien ya lo conocía de antes, estaba particularmente nerviosa –aunque todavía hoy no se lo he confesado; trataba de disimular los nervios, no sé si él se percató, pero preferí no decírselo. “Pero, ¡si ya lo conocías!”, sí, es verdad, pero los nervios son irracionales; nos sentamos en una mesa tras la barra, los dos habíamos dormido poco; él pidió un café solo con hielo y yo un cortado; a los diez minutos él pidió otro, yo me abstuve, los nervios se iban aplacando a cada nueva respuesta, pero todavía se percibían en mi interrumpido abrir y cerrar del libro. Solo una hora después, tras largas divagaciones entorno a la literatura, conversando sobre los autores imprescindibles en su trayectoria como escritor y como lector, sobre la representación literaria, sobre lo qué mostrar y lo qué no, sobre las ciudades convertidas en relatos y sobre los proyectos futuros, conseguí encontrarme plenamente cómoda, “allí es cuando la entrevista se convirtió en conversación”, le dije a mi amigo, “¡pues sí que tardaste en sentirte cómoda!”, se rio. Los nervios son síntoma de respeto, me dijo en una ocasión un profesor, y cuanto más respeto sientes más nervios tienes; por ello, no dejé de mover el pie derecho a lo largo de toda la entrevista a Javier Gomá, pero ¿cómo no ponerse nerviosa ante uno de los filósofos más relevantes del panorama actual?

orienteLe confesé a mi amigo que los nervios no dependen de la afabilidad de la persona entrevistada, responden más bien al respeto intelectual y personal que sientes por ella. “Ya son dos veces que entrevisto a Marcos Ordoñez y en las dos ocasiones los nervios me corroen”, confesé, “siempre salgo de la entrevista con el extraño sentimiento de no haber estado a la altura”; “es normal que te suceda”, me tranquilizó mi amigo, “aunque deberías empezar a tranquilizarte, no puedes ponerte nerviosa cada vez que te enfrentas a una entrevista”. El “deber tranquilizarse”, ese imposible. Nunca se revelan los nervios, ni tan siquiera después; no pienso confesarle a Marta Fernández que, mientras la esperaba sentada en la terraza del Café de Oriente en Madrid, me fumé dos cigarrillos y rompí el bolígrafo que llevaba en el bolso de tanto pulsar compulsivamente. Se bloqueó y la punta se quedó atrapada en su interior. Había leído con entusiasmo su novela Te regalaré el mundo, las páginas estaban llenas de anotaciones y referencias, pero nada parecía servir para tranquilizarme; “no sé hablar en público, me da vergüenza y se me traba la lengua”, le confesé enseguida a modo de disculpa, pues temía no poder ocultar esos nervios iniciales que  duraron, en aquella ocasión, también bastante;  afortunadamente yo estaba en un sofá y ella en otro, al menos no notó el tembleque que debía provocar con mi ya habitual movimiento de pierna. “Esa sí que fue una entrevista larga”, intervino mi amigo, “una de las más largas que nunca he hecho y de las mejores conversaciones literarias que nunca he tenido”; resumir casi dos horas de grabación fue imposible entonces y lo es ahora, difícil como fue cortar la conversación que mantuve hace algunos meses con Juan Trejo en la cafetería de La Central. “Vamos”, me dijo mi amigo mientras nos dirigíamos a pagar la consumición, “a ti más que entrevistar, te gusta conversar”, pero es lógico porque, como me dijo en una ocasión un escritor, “la conversación sobre libros es el segundo placer que te da la literatura”.

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