Cuando Gaito Gazdánov descubrió «El espectro de Aleksandr Wolf»

«En esa época tenía dieciséis años, de modo que el asesinato marcó el principio de mi vida adulta y no me extrañaría que hubiera dejado una involuntaria impronta en todo lo que he conocido y visto después. En cualquier caso, las circunstancias que acompañaron los hechos y todo lo demás adquirieron una claridad especial muchos años más tarde en París. Ocurrió que cayó en mis manos un volumen de relatos escrito por un autor inglés cuyo nombre nunca había oído hasta ese momento».

Wolf
El espectro de Aleksandr Wolf, de Gaito Gazdánov.

Actualidad editorial:

El escritor de origen osetio Gaito Gazdánov (San Petersburgo, 1903 – Múnich, 1971) está considerado uno de los mayores representantes de la generación de escritores rusos que emigraron a Francia a raíz de la revolución de 1917 y de la subsiguiente guerra civil rusa. Ahora llega a las librerías, de mano de la editorial Acantilado, una de las novelas que le procuró más reconocimiento, El espectro de Aleksandr Wolf. Escrita en 1947 y concebida durante la Segunda Guerra Mundial, se publicó en Nueva York en un periódico de emigrantes rusos. La memoria y la añoranza de un tiempo pretérito constituyen los temas centrales de la novela. Los personajes parecen vivir a caballo entre dos identidades muy diferenciadas: una en el presente y otra en el pasado.

Un hombre encuentra casualmente en un volumen de relatos un cuento que narra con exactitud el episodio más amargo de su vida: el asesinato de un soldado enemigo. Pero no es el recuerdo lo que lo inquieta, sino el hecho de que el narrador sea su víctima: está leyendo un relato cuyo autor sólo puede ser un hombre muerto. Así comienza la extraña búsqueda del elusivo escritor Alexander Wolf. Esta excepcional novela de carácter psicológico se nos muestra como una reflexión sobre la ambigüedad de los avatares de la vida: el amor, el azar o incluso la muerte pueden ser la perdición o la redención.

En Gazdánov la vulnerabilidad de la vida a causa del azar, la dimensión premonitoria del pasado, la acechante presencia de la muerte y el desarraigo de la emigración son cuestiones recurrentes en la mayoría de sus novelas. En 1923 se exilió a París donde, al igual que miles de rusos exiliados, tuvo que realizar todo tipo de trabajos para sobrevivir: lavó locomotoras, fue estibador en el Sena y operario en una cadena de montaje de Citroën. La gran acogida que su primera novela obtuvo entre la comunidad rusa de Francia propició que se le considerara, junto a Nabokov, una de las jóvenes promesas literarias de su generación. Se le incluyó en el “Ruskij Montparnasse”, un grupo de escritores influenciados por Proust, Kafka y Joyce, que dotaban a sus personajes de una gran profundidad psicológica. En 1947, tras su participación en a resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial, se le concedió la nacionalidad gala. Desde los años cincuenta ejerció de periodista en Múnich. Escribió más de treinta relatos, un buen número de artículos y ensayos, y diez novelas –vetadas en Rusia hasta la Perestroika- de las cuales El espectro de Aleksandr Wolf es sin duda una de las más célebres. Y para empezar a animarse con la lectura, una pequeña muestra:

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«De todos mis recuerdos, del sinfín de sensaciones de mi vida, ninguno me resultaba más amargo que el recuerdo del único asesinato que había cometido. Desde el momento mismo en que ocurrió, no ha habido un día en que no me haya arrepentido de él. No es que temiera un castigo, pues ocurrió en circunstancias excepcionales y no me cabía ninguna duda de que fuera posible actuar de otro modo. Por lo demás nadie conocía los hechos aparte de mí. Aquella muerte constituyó uno de los innumerables episodios de la guerra civil; en el curso general de los acontecimientos de la época podía considerarse un detalle insignificante, más por cuanto durante los escasos minutos y segundos que lo precedieron el resultado nos concernió únicamente a los dos: al extraño y a mí. Cuando terminó me quedé solo. Nadie más intervino.

No podría describir con exactitud qué había ocurrido antes, porque todo sucedía dentro de unos contornos confusos y vacilantes, como en casi todas las batallas de cualquier guerra, cuyos participantes ni se imaginan lo que ocurre en realidad. Era verano, en el sur de Rusia; hacía cuatro días que las tropas marchaban sin descanso y en desorden bajo el fuego de artillería y participando en combates esporádicos. Había perdido por completo la noción del tiempo, ni siquiera habría podido decir dónde me encontraba en ese momento. Lo único que recuerdo son sensaciones que podría haber experimentado en otras circunstancias: el hambre, la sed y un agotamiento abrumador; llevaba dos noches sin dormir. El bochorno era intenso, en el aire flotaba un leve olor a humo; hacía una hora que habíamos dejado atrás un bosque con uno de sus lados en llamas, y allí donde no llegaba la luz del sol se deslizaba lentamente una sombra enorme y amarillenta. Me moría de ganas de dormir; cifraba la felicidad en detener la marcha, tumbarme sobre la hierba agostada, quedarme dormido al instante y olvidarme absolutamente de todo. Pero eso era justo lo que no podía hacer, así que proseguía mi camino a través de la ardiente y soñolienta neblina, y de vez en cuando tragaba saliva y me frotaba los ojos inflamados por la falta de sueño y el bochorno. Recuerdo que atravesábamos un bosquecillo cuando me apoyé contra un árbol durante lo queme pareció un segundo y me quedé dormido de pie bajo el sonido de los disparos, a los que hacía tiempo que estaba acostumbrado. Cuando abrí los ojos, no había nadie alrededor. Crucé el bosquecillo y continué por el camino en la dirección que suponía habían tomado mis compañeros. Acto seguido me dio alcance un cosaco que cabalgaba un veloz caballo bayo, me hizo una seña con la mano y gritó algo que no entendí. Al cabo de un rato tuve la suerte de toparme con una yegua negra y flaca, cuyo propietario parecía haber muerto. Aún conservaba las bridas y la silla de cosaco; mordisqueaba la hierba a la vez que agitaba sin parar su cola larga y rala. En cuanto salté sobre la silla, empezó a correr a galope tendido.

Avancé por un camino desierto y sinuoso; de vez en cuando alguna arboleda ocultaba el siguiente recodo. El sol estaba alto, el viento parecía vibrar a causa del calor. A pesar de que marchaba a buen paso, aún tenía la vaga sensación de que el tiempo transcurría con lentitud. Seguía ansiando dormir por encima de todo; este deseo llenaba mi cuerpo y mi conciencia a tal punto que cualquier operación me parecía larga y penosa, aunque, naturalmente, en realidad no era así. El combate había cesado, todo estaba en calma; no se veía un alma a la redonda. Entonces, en una revuelta del camino, que describía un giro de casi noventa grados, mi caballo se desplomó en plena carrera. Caí junto con él en la oscuridad, pues tenía los ojos cerrados, pero tuve tiempo de sacar la pierna del estribo y apenas sufrí daño. La bala había penetrado por la oreja derecha de la yegua y le había atravesado la cabeza. Me puse de pie y, al volverme, vi a un jinete sobre un enorme caballo blanco que se acercaba a lo que me pareció un galope pesado y lento. Recordé que hacía rato que me faltaba el fusil, seguramente lo había olvidado en el bosque al quedarme dormido. Pero tenía el revólver, que saqué con dificultad de su funda nueva y dura. Permanecí quieto unos segundos, con el arma en la mano; el silencio era tan profundo que distinguí con claridad el seco golpeteo de los cascos sobre la tierra agrietada por el calor, el pesado resuello del caballo y lo que me pareció el sonido de cascabeles. Luego vi cómo el jinete soltaba las riendas y se echaba al hombro el fusil que hasta ese momento había mantenido cruzado sobre las piernas. En ese instante disparé. El jinete permaneció erguido un segundo, pero de inmediato se escurrió de la silla y cayó lentamente al suelo. Me quedé inmóvil junto a mi caballo muerto dos o tres minutos. Aún tenía muchas ganas de dormir y me dominaba el agotamiento. Pero conseguí apartar de mi mente la incertidumbre de lo que me esperaba y el miedo a no seguir vivo mucho tiempo, y, al fin, movido por el deseo irresistible de ver a quién había matado, decidí acercarme al jinete caído. Recorrer los escasos cincuenta metros que me separaban de él me costó lo indecible; aun así avancé paso a paso por la tierra agrietada y ardiente. Al fin me hallé a su lado. Sobre el camino polvoriento yacía un hombre de unos veintidós o veintitrés años; el gorro había salido volando y tenía la cabeza rubia ladeada. Era un joven bien parecido. Me incliné sobre él y vi que estaba agonizando; unas burbujas de espuma rosada brotaban y estallaban en sus labios. Abrió los ojos, de mirada turbia, y, sin decir nada, los volvió a cerrar. Me quedé inclinado junto a él y contemplé su rostro mientras continuaba sosteniendo con los dedos entumecidos el revólver, que ya no necesitaba. De pronto una ligera ráfaga de aire cálido me trajo el trote de unos caballos apenas audible en la lejanía. Entonces me acordé del peligro que me acechaba. El caballo blanco del moribundo, con las orejas tiesas en señal de alerta, esperaba a unos pasos de él. Era un enorme garañón muy bien cuidado y limpio, con el lomo ligeramente sudado. Se distinguía por una ligereza excepcional y por su paciencia; unos días antes de abandonar Rusia se lo vendí a un colono alemán que a cambio me proporcionó provisiones en abundancia y me pagó una importante suma en una moneda sin valor. El revólver con el que había disparado—un magnífico Parabellum—lo lancé al mar, de modo que de aquel suceso no me quedó sino un penoso recuerdo que me persiguió a dondequiera que me llevó el destino. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, el recuerdo fue desvaneciéndose y al final casi perdió su primigenio carácter de intenso e irreparable pesar. No obstante, nunca conseguí olvidarlo del todo. Muchas veces—ya fuera verano o invierno, estuviera a la orilla del mar o en el interior del continente europeo—cerraba los ojos sin pensar en nada en particular, y de pronto, desde lo más hondo de mi memoria, surgía de nuevo aquella jornada sofocante en el sur de Rusia, y todas las sensaciones de aquel momento regresaban con su fuerza original. Volvía a contemplar la inmensa sombra de un gris rosáceo que emanaba del incendio forestal, oía el chasquido de los troncos y las ramas ardiendo, volvía a sentir el cansancio indeleble y abrumador y el deseo casi insuperable de dormir, notaba el implacable resplandor del sol, el bochorno que hacía vibrar el aire y, finalmente, me invadía el mudo recuerdo de los dedos de mi mano derecha cerrándose sobre el revólver, el tacto de la áspera culata, que parecía haberse quedado impreso para siempre en mi piel, el ligero balanceo del negro punto de mira ante mi ojo derecho… y después la cabeza rubia tendida sobre el camino gris y polvoriento, el rostro transfigurado por la inminencia de la muerte, esa misma muerte que un segundo antes yo había invocado desde un futuro incierto».

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El espectro de Aleksandr Wolf.  Gaito Gazdánov.  Traducción de María García.  Editorial Acantilado, 2015.  152 páginas.  14,00 €

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