Tuits que son balas

Fue fácil encontrar el aplauso ayer. Bastaron unos cuantos tuits apuntando a una diana fácil. No necesité de grandes frases ni de elaborados razonamientos, bastó con apuntar y disparar, sin pararme a pensar en ningún momento en qué valor tenía ese disparo, en quien se escondía tras esa diana y sobre todo en el porqué del disparo. ¿Unos aplausos? ¿Un aumento de seguidores en la red? Quisiera decir que no, que estos no eran los motivos, pero estaría engañándome, me engañaría a mí misma y al posible lector que recorra estas líneas.

Resulta fácil insultar y reírse de los otros, sobre todo cuando estos otros tienen una imagen pública, cuando son conocidos por salir en los medios; es fácil encontrar  un público que, de inmediato, se sume a las burlas y al menosprecio y esto todavía más en las redes sociales, esa ágora impersonal donde aparentemente todo está permitido. No caí en el insulto, no hubo palabras mal sonantes en mis tuits, pero sí palabras de desprecio, de un desprecio propio de alguien que desde una cátedra decide jugar a perdonavidas, de alguien que, con o sin razón, se envuelve con el manto de la legitimidad para dictaminar lo correcto y lo incorrecto, lo apropiado y lo inapropiado, lo inteligente y lo estúpido.  Las redes sociales son una cátedra a la que es fácil subirse, bastan 140 caracteres y un “enviar”; bastan pocos segundos para subirse a esa cátedra y tomar el altoparlante, dejando sin embargo huella escrita, una huella difícilmente borrable que no tarda en multiplicarse. A diferencia de las palabras que, como dirían los latinos, vuelan, desaparecen nada más ser pronunciadas, esos 140 caracteres permanecen y, además, se difunden, son leídos y reapropiados por otros usuarios de las redes, son comentados y acrecentados, para terminar llegando, se quiera o no, a la pantalla del móvil del aludido. Éste, lejos de entrar en discusión alguna, podrá fingir desinterés e indiferencia, fingir no sentirse aludido y, sin embargo, se tratará simplemente de una ficción; puede que una ficción a modo de protección, “hay que hacerse una coraza ante ciertos comentarios” me dijo en una ocasión alguien que, a fuerza de embestidas, se hizo fuerte, aunque la fortaleza nunca es demasiada, sobre todo cuando se trata de ataques inesperados e inexplicables. ¿A qué venían los comentarios jocosos de ayer? No tenían motivo alguno, simple divertimento, pero divertimento a costa de otros cuyo único “delito” era ser conocidos, tener una imagen pública capaz de despertar tantos afectos como enemistades.

Fue fácil, demasiado fácil, jugar con ellos, reírse de ellos; no había crítica a su profesión ni a su trabajo, eran tuits de menosprecio a la persona, a la persona por ser quién era, porque en un tuit poco se puede decir de un libro, pero mucho se puede atacar a su autor. ¿Si los autores hubieran sido otros habría realizado aquellos tuits? No, porque entonces la gracia habría desaparecido, porque entonces a nadie le habría importado y, sobre todo, porque los aplausos ya no hubieran estado garantizados. Y mientras disparaba esos dardos en forma de tuit olvidé que tras esa diana también se escondían amigos, a los que olvidé, a los que no presté atención, pues pudieron más los aplausos recibidos que las posibles heridas que mis dardos podían realizar. Tuvieron que pasar horas para que me diera cuenta de lo qué significaba ese juego sin motivo; la sorpresa inicial de un amigo, golpeado injusta e inconscientemente, por mis dardos dejó lugar a frases tranquilizadoras: “no pasa nada”, me dijo, pero sí, sí que pasaba, sólo que era tarde para rectificar. La diversión inicial dio paulatino paso al arrepentimiento, un arrepentimiento motivado por la clara conciencia de haberme traicionado, por haber realizado comentarios que yo siempre había condenado. Me había traicionado porque el aplauso, el saber que muchos no sólo aprobarían sino que se regodearían con mis comentarios, me pudo, pudo sobre todo principio, pudo sobre mi propia integridad. Y ya no se trata sólo de los amigos, sino también de los demás, pues ¿a qué venían esos comentarios? ¿Qué eran sino una ridiculización adrede y sin motivo alguno? El protagonismo, el aplauso, las ansias de ver como tu tuit es retuiteado y, a la vez, el mezquino sentimiento de satisfacción por haber criticado, ridiculizado o insultado un rostro conocido, un “famoso”, olvidando que tras ese rostro mediático hay una persona cuya coraza, por resistente que sea, nunca le hace inmune.

No importa quién sea yo, quién firme este texto y quiénes fueron involuntariamente la diana. La cuestión es otra: se trata de pensar antes de tuitear, de adquirir conciencia de que las palabras nunca son inocuas y que la crítica, la crítica constructiva, nunca es ni ridiculización ni ad personam. Yo me di cuenta tarde y me di cuenta de forma dolorosa, pues nada hay de más triste que darse cuenta de haber disparado, aunque sea inconscientemente, contra un amigo. Una lección aprendida, una lección todavía pendiente en la selva no siempre piadosa de las redes sociales.

 

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