No todos son escritores

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

“¿No estaremos empezando a… significar…algo?”, le preguntaba Hamm a su compañero de escena Clav, quien, algo alarmado ante la “incomprensible” pregunta de su amigo, respondía: “¿Significar? ¿Nosotros, significar algo? ¡Esta sí que es buena!”

Este breve diálogo de Final de Partida, obra escrita entre 1956 y 1957, resume la poética del desgaste de las palabras y de la pérdida de sentido que subyace en toda la obra teatral y narrativa de Samuel Beckett. En Final de Partida, el dramaturgo irlandés se propone reflexionar, como por aquellos años hacía Adorno desde la filosofía, acerca del vaciamiento significativo de las palabras. El uso simplista, repetitivo y sobre todo acrítico del lenguaje nos ha llevado a olvidar el verdadero sentido de las palabras, hemos olvidado que las palabras no son inertes, neutras, sino que están cargadas de connotaciones, de unas connotaciones significativa en absoluto neutras. Son las palabras –es el lenguaje- las que crean y construyen la realidad, a través de las palabras interpretamos el mundo en el que estamos, lo interpretamos y lo definimos, pero ¿qué sucede si vapuleamos las palabras? ¿Qué sucede si olvidamos su sentido, si las utilizamos acríticamente, sin considerar aquello que su uso implica? La respuesta es clara: hablaremos con palabras ajenas, con aquellas palabras que, a través de los megáfonos del poder, resonarán más fuerte. Las repetiremos hasta vaciarlas completamente de sentido y al repetirlas asumiremos, como en gran parte ya hemos hecho, que la realidad es tal y como el poder –ese poder invisible, plural y de mirada panóptica- dice que es. “Lo más importante para cuidar nuestro estilo es saber de dónde vienen las palabras que hemos aprendido”, comentaba Luis Magrinyà en la entrevista que le realizó Peio H. Riaño: saber el origen de las palabras, añadía, “es una de las armas que tenemos para no hablar por boca de otros” y, por tanto, podría añadirse, es una de las armas para frenar, como el propio Magrinyà indicaba, la ebullición y la metamorfosis de la lengua completamente interesada.

"Final de Partida" Teatro Abadía
«Final de Partida»
Teatro Abadía

En estos días previos a la celebración del día del libro, se ha hecho patente la devaluación y vaciamiento del concepto de escritor: todo aquel que escribe y/o publica un libro es definido como escritor, sin importar el cariz literario de la obra, ya sea esta una novela, un libro de recetas o un mero producto de merchandising. Utilizamos el término de “escritor” por encima de nuestras posibilidades, olvidando que el escritor no es meramente aquel que escribe, el escritor es aquel que tiene una ambición artística, aquel que escribe con la finalidad de convertir su obra en una obra literaria. Si bien en un primer momento escritor designaba ya sea el escribiente o copista ya sea al autor de obras “poéticas”, ya en la época de Cicerón, se marcaba la clara y neta diferencia entre el escritor (scriptor-oris) y el escribiente (scriba-ae): mientras el primero era definido como el narrador, el compositor y autor de obras literarias –por entonces, hasta el romanticismo, se habló del arte poético, incluyendo en él la prosa-, el segundo era definido como el escribano, el copista, aquel que no escribe con vocación creadora, sino que en sus textos manifiesta una vocación utilitarista. La confusión que hoy día hacemos de estos dos términos y la reconversión de todo aquel que publica un libro en escritor no es inocente, forma parte de una política de mercado interesada –como apuntaba en su artículo Karina Sainz Borgo– más en la venta de libros que en la difusión y celebración de la literatura. Definir como escritor a todo aquel cuyo nombre esté en la portada de un libro es borrar toda diferencia entre lo que es literatura y lo que no lo es; como indicaba Sainz Borgo, se deja de poner énfasis en la literatura para ponerlo en el objeto libro, reconvertido en un producto serializado de mercado. Parte de las anuales y reiterativas polémicas acerca de la presencia de figuras ajenas al mundo de la literatura pero conocidas –famosas que se diría hoy- en una celebración que, teóricamente, debería ser literaria tiene como causa la confusión que desde hace años se lleva haciendo con el concepto de escritor: sin duda es discutible que la fiesta del libro se haya vaciado en gran parte de contenido literario, sin duda es discutible –aberrante, incluso- ver firmar libros a determinados personajes no sólo ajenos al mundo literario, sino ajenos a todo interés cultural, sin embargo el verdadero problema reside en la perversión que se ha efectuado sobre el término escritor. Firmar en Sant Jordi no significa ser escritor de la misma manera que alardear tener un libro en el mercado no debe implicar auto-definirse como escritor.

escritor 1Hace algunos días en un brillante artículo Enrique Vila-Matas proponía identificar los libros con ambición literaria con un círculo rojo a la vez que reivindicaba la literatura como la explícita manifestación de la ambición artística, como la obcecación por la técnica y el estilo. La literatura, reflexionaba Vila-Matas, nada tiene que ver con la sencillez, con “libros deshuesados y sin cuita de estilos”; la literatura, escribía el autor de Mal de Montano, huye “de los libros ligeros y nada inspiradores”, la literatura, en definitiva, nace de la ambición artística, nace del escritor, de aquel que, como ya decían los latinos, escribe por vocación poética. Mañana serán muchos los que firmarán libros, pero no todos serán escritores; aquello que define al escritor es su obra, no su proveniencia, su edad, su trayectoria o su profesión. Como ya se ha dicho en anteriores artículos, no caigamos en el reduccionismo de definir a alguien como escritor en base a prejuicios: ni escritores mediáticos ni no mediáticos, ni escritores académicos o no académicos, ni escritores periodistas o periodistas escritores. Los libros y su ambición artística es aquello que define a quien lo ha escrito como escritor. Volvamos a recuperar el sentido de la palabra, volvamos a atribuir tan digno calificativo sólo a aquel que lo merece, solo a aquel que siente, como diría Zambrano, un profundo compromiso con la palabra escrita, con la palabra literaria. Sólo quien siente este compromiso merece ser llamado escritor.

Mañana muchos firmarán libros, pero no todos serán escritores. Quienes lo son, lo saben, no hace falta mencionarlos aquí; los demás saben, o deberían saber, que si están firmando es por una impostura de mercado, de un mercado que olvida demasiadas veces la literatura.

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