El Sant Jordi literario

 Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

Podría comenzar el artículo diciendo que Sant Jordi empezó en medio de un grupo de adolescentes que a grito pelado y móvil en mano trataban de llamar la atención de un coach televisivo estrella que se disponía a firmar su libro y terminó frente a otro enorme grupo de gente que, frente a una de las tantas casetas de firmas, se hacía selfies con un rostro muy conocido. Podría proseguir el artículo con tono escandalizado ante la presencia de determinados firmantes, clamar al cielo por el hecho de que sea un libro de recetas, escrito por un cocinero que sale en televisión, uno de los libros más vendidos y flagelarme por el hecho de que la literatura no es ya la protagonista de este día mundial de los libros que ya ha cumplido los veinte años de existencia. Sin embargo, de nada serviría disfrazarse de apocalíptica y llorar por paraísos –si es que alguna vez existieron- perdidos; y no sólo no serviría de nada, sino que sería injusto, ya sea por los lectores, que tienen la libertad de apasionarse y entusiasmarse con el libro que ellos deseen –otra cosa es que compartamos los gustos- ya sea por los autores, pues toda generalización –esas etiquetas de las que he aborrecido en más de un artículo- resultaría injusta y tendenciosa. Sin duda aquellas escenas tuvieron lugar, no son invención de quien escribe, pero Sant Jordi fue mucho más de una lista de los libros más vendidos o de incontables selfies a pie de caseta: todo depende de dónde pongamos el acento y, en ocasiones, da la impresión de que se prefiere subrayar el lado más frívolo, incluso más rosa, de dicha fiesta que poner el acento en los actos, los nombres y los títulos que dan sentido a esta fiesta de libro. Y es precisamente por esto que aquí hemos decidido describir unos cuantos tableaux que se desarrollaron entre el miércoles 22 y el jueves 23 y que demuestran que para Sant Jordi, la ciudad de Barcelona se impregna de literatura y de libros, y que toda condena o todo exceso de lamentos es una forma de ceguera: puesto que amantes de los libros y apasionados de las letras, haberlos haylos.

Javier Marías y Rosa Montero
Javier Marías y Rosa Montero

Rosa Montero y Javier Marías, un reencuentro

El miércoles por la tarde, la Sala Ambassador del Hotel Gallery se había quedado pequeña: periodistas, agentes literarios, editores y letraheridos se habían congregado allí para asistir a una conversación -así la definió Antonio Iturbe– entre Rosa Montero y Javier Marías. Iturbe y el equipo de Librújula habían querido rememorar e, incluso, revivir, aquel diálogo que estos dos escritores –dos de los autores más relevantes de la narrativa castellana de las últimas dos décadas- habían mantenido hace precisamente veinte años en las páginas de la por entonces joven revista Qué Leer. “Los años no pasan en balde”, este podría ser el lema que resume la hora de ágil conversación entre los dos autores, quienes analizaron cómo se ha modificado su relación con su obra y con la escritura. Los dos confesaron que su mirada es una mirada focalizada en el presente, “de poco sirve mirar constantemente hacia atrás”, comentó Montero para quien la ciencia-ficción es una de las maneras más potentes para hablar del presente, para mostrar las contradicciones, los desequilibrios y los defectos del presente y de quienes lo conformamos. Fue una hora de agradable intercambio de opiniones y de reflexiones, un intercambio marcado por la sutil y siempre brillante ironía de Marías y por una conclusión, compartida por los dos autores, que dio sentido al resto de la conversación: la escritura es para ellos su forma de vida, la escritura les es indispensable. Ni Rosa Montero ni Javier Marías podían imaginar qué hubiera sido de su vida sin la escritura; la escritura es su vida y, afortunadamente para los lectores, todavía les quedan muchas páginas por escribir.

Objetivo escritor, fotografías que hablan

Enrique Vila-Matas por Elena Blanco
Enrique Vila-Matas por Elena Blanco

Ese mismo miércoles 22, la tarde prosiguió en el Palau Robert donde cuatro magníficos fotógrafos – Assís G. Ayerbe, Elena Blanco, Marta Calvo, Josep Echaburu– exponen los retratos que a lo largo de varios meses han realizado a distintos escritores. En la sala en la que se exponen, justo detrás de los jardines del Palau Robert, los rostros de Enrique Vila-Matas, Rosa Montero, Isaac Rosa, Paul Auster, Javier Cercas, Ian McEwan, Martin Amis, Caballero Bonald, Clara Usón, Donna León… impactan ante el lector, el lector de sus obras, que por una vez, al recorrer aquella sala, se convierte en espectador, en entusiasta voyeur de la mirada penetrante de todos aquellos autores cuya imagen siempre queda literariamente desdibujada entre las páginas escritas. Allí estaban todos, los presentes que habían acudido a celebrar la inauguración de tal exposición, que desgraciadamente mañana concluye, pero a la que desde aquí deseamos una larga e itinerante trayectoria, y los ausentes representados en aquellos retratos, interlocutores también de aquella celebración del escritor, como creador, artéfice y responsable, de hacer de la escritura un arte, la expresión de un compromiso, la narración de una ficción y el reto de la ambición artística.

La Central literaria por antonomasia:

La gente se agolpaba frente a la caseta en la que firmaban David Trueba, Eduardo Mendoza y Enrique Vila-Matas. Era la una del mediodía. Rambla Catalunya estaba rebosante de gente, apenas se podía caminar, pero todo esto parecía no importarles a los lectores, quienes describían entre la confusa multitud ordenadas filas para acercarse a sus autores. “Afortunadamente, estos tres escritores siempre tienen apasionados lectores”, se comentaba en el backstage, mientras yo era testigo de cómo una joven se acercaba a Mendoza con una primera edición de El misterio del caso Savolta; seguramente una primera edición rescatada de la biblioteca familiar o puede que una primera edición hallada en los mercados de viejo, donde el amante de los libros puede sorprenderse ante volúmenes y ediciones que se creían perdidos. Eduardo Mendoza ojeó con admiración aquel libro, aquel testigo mudo de sus inicios literarios, antes de firmarlo. A su lado, Enrique Vila-Matas no dejaba de firmar sus novelas: Kassel no invita a la lógica y El día señalado eran las más demandadas, pero los Bartleby, los Montano y los Passaventos tampoco faltatron a la cita. Por la tarde, cambiaron los firmantes, pero la escena se volvió a repetir; largas colas ante una encantadora Rosa Montero que reconquistaba, tras hacerlo con su escritura, a los lectores con su cercanía; lectores de todas las generaciones se acercaban a la autora de La estúpida idea de no volver a verte pidiendo una firma, una dedicatoria, a la vez que explicaban la íntima relación que mantenían con sus obras. Para destacar una joven, no debía tener más de veinte años: se acercó y pidió a Montero que dedicara su última novela a su madre, “empecé a leer gracias a ella y empecé a leer gracias a tus novelas”, le comentó tímida ante la mirada antenta y partícipe de la escritora. A su lado estaba Cristina Fernández Cubas, quien intercambiaba palabras con un grupo de fervorosos adolescentes que había leído sus relatos en el instituto. Adolescentes entusiasmados, llenos de preguntas para la autora, quien respondía a todos los interrogantes que aquellos inesperados entrevistadores le dirigían con ese fervor juvenil todavía no encorsetado por los años. Una escena para enmarcar, una escena para mostrar a todo aquel que, desde la atalaya del pesimismo, afirma que los jóvenes rehuyen de la lectura y que el libro está condenado a la muerte. Aquellos adolescentes eran la prueba de que siempre habrá lectores.

Jose C. Vales
Jose C. Vales

Premio Nadal, apasionado por la filología y entusiasta

Resulta imposible hablar de este último Sant Jordi sin hablar de José C. Vales, ganador del Nadal con su logradísima novela Cabaret Biarritz. Junto a su editora, la entrañable y cercana Anna Soldevila, recorrió desde primera hora de la mañana las diferentes casetas en las que debía firmar. “Vamos a cinco o seis firmas por hora”, me comentó a media mañana, con la mirada entusiasta de quien vive por primera vez un Sant Jordi como escritor. Cada uno tiene sus lectores, y Vales trataba con exquisita amabilidad a todo aquel que se le acercaba libro en mano; no le importaba que a su lado hubiera firmantes cuyas filas de lectores triplicaban a todas las demás; Jose C. Vales observaba el espectáculo, disfrutaba de un día que no tiene comparación, “hay que disfrutar, nada de indignarse”, me comentaba. El periplo por toda Barcelona no le quitaron fuerza a Vales, ni a la incansable Anna Soldevila, para participar en las fiestas posteriores, aquellas que cerraban un día de extenuación y de emociones. Ya más reposado, la conversación con José C. Vales nos reveló ante todo a un tipo encantador –ese fue el comentario más habitual de todos aquellos que lo conocían-, a un escritor recién despertado –como él mismo dijo en la ceremonia del Nadal- por el Premio recibidio y al que todos auguran una larga trayectoria, un estudioso brillante de la literatura, en concreto de la literatura inglesa de los siglos XVIII y XIX y un filólogo apasionado por la lengua y por los textos. Hablar con él es mucho más que hablar de literatura, hablar con él es plantearse cuestiones, discutir acerca del sentido de los textos, acerca de lo que es y debe ser la crítica y, sobre todo, es viajar hasta Salamanca, ciudada donde José C. Vales transcurrió sus años universitarios y donde, como él mismo dice, “descubrí lo que era la literatura, descubrí que la literatura era otra cosa de lo que yo pensaba”. El estudio, la formación crítica y literaria y el amor por la filología definen a este autor que dejó huella en todos aquellos que lo tratamos a lo largo de esas horas.

Matías Néspolo
Matías Néspolo

Escritores que hoy no son periodistas

Un breve apunte merecen tres nombres: Albert Lladó, Jordi Nopca y Matías Néspolo. Tres escritores, tres periodistas, en definitiva, tres espléndidos narradores que en este 2015 han colgado el hábito de periodista para cruzar la barrera y sentarse en el lado de los escritores, ese lado en el que en verdad siempre han estado. Albert Lladó llevaba bajo su brazo La fábrica, un interesante libro de aforismos y de breves reflexiones a medio camino entre el ensayo y unas peculiares confesiones. Leer a Lladó es reencontrarse con la tradición que va de Montaigne hasta Walter Benjamin, leer a Lladó es más que recomendable. Jordi Nopca, por su parte, es el flamante ganador del Premio Documenta con un libro de relatos Puja a casa/Vente a casa en el que reflexiona, a partir de escenas cotidianas llevadas, con elegancia y sutiliza, hacia el absurdo, acerca del sentimiento de pérdida, de desorientación del individuo contemporáneo. El miedo a la soledad, la inestabilidad profesional y emocional se inscriben en una ciudad de Barcelona que va alejando a sus habitantes, que los va arrinconando en la periferia, en una periferia que se convierte también en metáfora del tiempo presente, en el que muchos han perdido su sitio o nunca llegan a encontrarlo. Por último Matías Néspolo, el escritor argentino cuya sonrisa no dejó de dibujarse en su rostro tras haber firmado junto a John Banville: “me he pegado a él a ver si se me pegaba el polen de la genialidad”, comentaba a media mañana, mientras sentado junto a Nopca esperaba a sus lectores. Sin embargo, Néspolo no necesita contagiarse de ningua genialidad: Granta lo había definido hace algunos años como uno de los jóvenes autores más relevantes en lengua castellana y ahora, en el 2015, Néspolo no sólo lo confirma sino que se reafirma y se asienta con El sol en la boca, una novela en la que el escritor demuestra una madurez narrativa propia de un escritor con mayúsculas. La historia de Argentina, la historia más negra de la dictadura pero también la Argentina de los años noventa, la búsqueda de la propia identidad, el misterio de no saber quién se es y cuál es propio origen, la necesidad de encontrarse: estos son sólo algunos de los temas que subyacen en su última novela, cuya lectura es mucho más que recomendable.

Las Fiestas, la celebración más allá de los libros

Se podría caer en la frivolidad de describir las fiestas que se celebran la noche antes de Sant Jordi y las que tienen lugar el mismo día por la noche, hablando de los locales, las copas y la diversión. Sin embargo, sería una banalización, puesto que estas fiestas son, almenos lo son para muchos, el lugar de encuentro de amigos, de compañeros, de gente que, en diferentes sectores y ámbitos, está en tu mismo barco, el barco de los libros. La fiesta organizada el miércoles 22 por TVE, en la que se entregaron los Premios Continuará, y que tuvo como continuación la fiesta organizada por La Vanguardia fue el marco en el que comentar las espectativas ante el día siguiente; hablar de libros y de proyectos, recomendar lecturas y autores. Por el contrario, la celebración organizada por Álex Sálmon y El Mundo Catalunya el 23 por la noche fue el lugar en el que congratularse por uno de los mejores Sant Jordi de los últimos años; la asistencia había sido masiva, se habían vendido libros y los autores –allí estaba un exultante Matías Néspolo junto a grandes periodistas culturales como Miqui Otero y Alvaro Colomer– estabam satisfechos: la literatura, su literatura, había conquistado la calle. Hubo quien firmó más y quién firmó menos, hubo libros más vendidos y hubo libros menos vendidos, pero allí en el Dry Martini de lo que se trataba era de brindar por el éxito de cada uno y de los libros en general. Cada autor sabe en que liga juega, cada autor y cada libro tienen su público y allí, en esa fiesta rodeados por gentes amantes de los libros y de los textos, se brindaba porque en aquel Sant Jordi muchos lectores se habían reecontrado con su libro. Libros, autores y lectores se habían dado el más estrecho de los abrazos.

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