¿Saldrá el sol mañana? Pregúnteselo a David Hume

Por Ignacio González Orozco.

«Soy o, más bien, fui, un hombre de disposición humilde, de temperamento ordenado y de talante alegre, abierto, social y claro, con capacidad de afecto, pero poco dado a la enemistad y de gran moderación en todas mis pasiones. Incluso mi amor por la gloria en el campo de las letras, pasión dominante en mí, nunca agrió mi temperamento, a pesar de mis frecuentes desilusiones. Mi compañía no era inaceptable por los jóvenes despreocupados, así como tampoco por los estudiosos y los hombres de letras; y como me complacía especialmente la compañía de mujeres discretas, no tenía razón para estar disconforme con su acogida».
David Hume, Mi vida.

Allan Ramsay, David Hume, 1711 - 1776. Historian and philosopherLas crónicas de su tiempo describen a David Hume como un hombre obeso, optimista y bonachón, apasionado del estudio de la naturaleza y reacio a la metafísica; tan metódico en el trabajo intelectual como poco dado a las transacciones que garantizan la probidad social a costa de la represión del propio criterio. Tildado de ateo en su tierra, gozó de la temprana admiración de los ilustrados franceses, en quienes halló respaldo anímico y fecundo foro de debate. Cuentan que su conversación era tan desenvuelta como coloquial, capaz de moverse con gracilidad en los terrenos conceptualmente más enrevesados, sin necesidad de citas ni explicaciones abstrusas. Prosiguió la senda empirista abierta por Berkeley y Locke, y pasa, en política, por ser un pensador liberal, pero en realidad negó las certidumbres más caras a una y otra corrientes, como eran el principio de causalidad y el iusnaturalismo. En palabras de Paul Hazard: «un hermano que desde el interior iba a demoler la casa familiar; ese era David Hume».

I

Nacido en Edimburgo (Escocia) el 7 de mayo de 1711 en el seno de una familia de la baja nobleza, como David Hume quedara huérfano de padre desde muy niño, su educación corrió a cargo de un tío párroco, lo cual supuso, y no podía ser de otra manera, la machacona inculcación del dogma cristiano en su versión de The Kirk, la iglesia presbiteriana escocesa.

¡Si hubiera sabido aquel buen pastor que su pupilo sería conocido de mayor, muy exageradamente, como «Mister Hume, the atheist»!

Chico despierto, con doce años ya cursaba leyes en la universidad de su ciudad natal aunque solo por imposición familiar, pues su prístina vocación fue la filosofía. En 1734 cambió de aires y se empleó durante unos meses en una agencia mercantil de Bristol (Inglaterra), pero el ajetreo de los negocios no estaba hecho para su espíritu meditabundo, así que acopió su exiguo patrimonio y con propósito de guardar estricta frugalidad –no había dinero para más– marchó al célebre colegio francés de La Flèche (Anjou, Francia), donde se consagró al estudio de la filosofía por espacio de tres años.

Allí, en las mismas aulas que conocieron a Descartes, Hume alumbró A Teatrise of Human Nature (Tratado de la naturaleza humana), publicado en 1739. Una obra capital en el desarrollo de la filosofía empirista, compuesta con la voluntad expresa de «introducir el método experimental de razonamiento en los temas morales». Divididos en tres libros, sus contenidos se ocupan, por orden de aparición, del entendimiento, las pasiones y la moral; en suma, un viaje completo por el ser del ser humano, con un solo billete y en el mismo vehículo. Sin embargo, la enjundia teórica de este ensayo no cosechó sino desinterés entre los cenáculos académicos: «Nació muerto desde la imprenta», reconoció el filósofo en el volumen biográfico Mi vida (1776).

II

El Tratado diferenciaba entre dos tipos de contenidos mentales: las impresiones y las ideas. Si las primeras se aparecen de modo intenso y nítido a nuestra mente, las segundas se caracterizan por su debilidad y poca concreción. Ello es debido a sus diferentes orígenes, externo o interno: recibimos las impresiones por la vía de los sentidos, mientras que las ideas se fabrican en nuestra propia mente, como representaciones secundarias, derivadas de la información percibida (es decir, de las impresiones).

Por lo tanto, las impresiones son fruto de la experiencia, pero en la elaboración de las ideas intervienen otros factores: la memoria, los sentimientos, la imaginación… Como empirista avant la lettre, Hume solo pudo conceder valor epistemológico a las primeras. Tampoco reconoció la existencia de ideas innatas, pues nada había en la mente humana, a su entender, que no hubiera estado antes en los sentidos de modo directo (las impresiones) o indirecto (las ideas).

Siguiendo el mismo principio asociacionista que fabrica ideas a partir de impresiones, nuestra mente, sostuvo Hume, tiende puentes de relación entre ideas observando tres principios de conexión: parecido, contigüidad –espacial o temporal– y causalidad. Estos mecanismos lógicos fueron equiparados por su enunciador a las leyes de la física newtoniana, en tanto que directrices estructurales del pensamiento humano. Sin embargo, al encumbrarlos de ese modo, ¿no cabe pensar que se trata de tendencias intrínsecas a la conciencia, algo así como pensamientos básicos propios de su naturaleza, y por tanto innatos? Hume salió presto al paso de la tentación racionalista: no hay más origen para estas inferencias que la costumbre (custom). En otras palabras: la cercanía o secuencia entre percepciones induce a pensar en unas relaciones que no pueden tener demostración empírica.

Del presupuesto anterior se colige el material necesario para el primer barreno colocado por Hume en los cimientos de la casa familiar (la tradición filosófica occidental): el principio de causalidad es una simple ilusión, fruto del hábito.

(Sin embargo, este análisis no resistió la posterior síntesis kantiana entre la percepción y el apriorismo mental, ni tan siquiera la previa apreciación de Gottfried Wilhelm Leibniz, quien ya advirtió de que nada hay en el entendimiento que antes no estuviera en los sentidos, cierto, salvo el propio entendimiento. Situación metafóricamente equiparable, en términos más actuales, a un sistema operativo que la computadora cerebral necesita rellenar con datos concretos.)

III

Como ejemplo práctico de la reformulación del principio de causalidad, Hume se preguntó retóricamente acerca de si el Sol iba a salir al día siguiente. «Sí», responderá más de un entusiasta, con la discreta duda de si el sabio escocés era tan cabal como se pretende. Pues bien, los amigos de los extremismos no obtendrían del escocés una respuesta satisfactoria, porque tan válida a efectos lógicos es la proposición «El Sol saldrá mañana» como «El sol no saldrá mañana». La recurrencia histórica del fenómeno del amanecer no implica su permanencia futura, salvo en el terreno de «la creencia».

Con esta objeción, el tratadista no pretendía introducir elementos excéntricos a una concepción mecanicista del Cosmos, ni mucho menos voluntaristas (no se consideraba la intervención de un ser superior que pueda trocar el curso natural de los días). Simplemente negó Hume cualquier capacidad normativa al procedimiento inductivo: ninguna sucesión constante de impresiones tiene por qué constituir un proceso necesario. No obstante, a modo de colofón reconoció el escocés que la escasa fiabilidad lógica de estas «creencias» no anulaba su efectividad probabilística, y las consideró tan «satisfactorias para la mente» como las proposiciones demostrativas.

IV

Como dijo Porky: «No se vayan todavía, aún hay más», y mucho más fuerte. Derivado de todo lo anterior, un segundo barreno conceptual se moldea en el alfar intelectual de Hume, quien lo usó para demoler los mismos cimientos del sentido común, volatilizando la idea del yo (recuérdese que el propio concepto de «idea» tiene en el léxico de nuestro filósofo un estatuto de valor subalterno).

Vayamos a ello. Nuestras percepciones no son ordenadas; se registran de un modo espontáneo y solo tenemos capacidad para constatar su presencia eventual. Y de esta discontinuidad, se pregunta Hume, ¿algún indicio permite extraer una idea tan coherente y ordenada como es el «yo»? La respuesta del filósofo británico resultó negativa, y lo explicaría así en el Tratado: «Si hubiera alguna impresión que diera origen a la idea del yo, habría de permanecer invariable a través del curso total de nuestra vida, ya que se supone que el yo existe de ese modo. Sin embargo, no hay impresiones constantes e invariables. Dolor y placer, tristeza y alegría, pasiones y sensaciones se suceden unas a otras y nunca existen todas al mismo tiempo, tan solo se unen por acción de la memoria. Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de ellas. En consecuencia, no existe tal idea».

Este planteamiento converge con la noción budista de la «ilusión del yo» (reflejo de una tempestad de sensaciones y sufrimientos) y es coherente con la denuncia previa del principio de causalidad, pues como este se debe a la costumbre pero está huérfano de basamento lógico.

V

Si las anteriores conclusiones apenas suscitaron la atención de los paisanos de Hume, muy diferente sería la reacción provocada por su objeción a la posibilidad de conocer la existencia de entidades espirituales, como el alma o Dios mismo.

Concedió el filósofo que nuestras percepciones muestran un mundo ordenado, que parece la aplicación de un modelo racionalmente dispuesto, tal como expusiera Tomás de Aquino en su quinta vía de demostración de la existencia de Dios. Pero objetó a continuación: aceptar la relación lógica orden-causa inteligente supondría la concesión de valor normativo al principio de causalidad. Y junto a esta objeción, metodológica, añade una segunda, de tipo empírico: la inexistencia de impresiones de Dios (es decir, de fenómenos empíricamente contrastables que quepa relacionar directamente con la existencia de la divinidad).

Sumadas ambas consideraciones, el filósofo no pudo sino negar la posibilidad de probar la existencia de Dios. Esta pretensión se equipara a la evidencia de que amanecerá mañana: se dé o no, nada pueden afirmar los seres humanos al respecto. Por supuesto la negación tiene trampa, pues no cuestiona el objeto de análisis, sino la validez del procedimiento de investigación. Una vez más, solo queda la creencia.

Siempre inquieto, Hume se preguntó de dónde nace dicha credulidad, si nada en la naturaleza nos sugiere formalmente los ideales de perfección o eternidad inherentes al propio concepto del ser superior. Y sentencioso siempre, a sí mismo se respondió que el origen de tal actitud son las aspiraciones que los individuos destilan de su experiencia cotidiana, como contraposición a la frustración de tantos deseos y expectativas; al tormento de las dudas sobre las consecuencias inciertas de nuestras acciones; a la necesidad emocional de vencer la sensación de impotencia que nos invade ante tantas circunstancias que nos afectan, pero cuya dinámica queda muy lejos de nuestra capacidad de influencia.

Así pues, la religión es «un bálsamo», un consuelo ante la muerte y otras limitaciones de una vida que pone continuos frenos a nuestra voluntad de placer y trascendencia. Y como buen consuelo, lo hay para todos los gustos (origen de las discrepancias doctrinales), circunstancia que debe impeler al creyente a vivir su fe de un modo íntimo y pacífico, sin voluntad de imposición.

Al negar la posibilidad de demostrar la existencia de Dios, el filósofo escocés hizo estallar un tercer barreno contra las certidumbres de su siglo, ganándose de paso la injusta calificación de ateo.

VI

En 1744 recibió Hume el primer golpe devengado por su escepticismo metodológico: la Universidad de Edimburgo rechazó su candidatura a docente, bajo argumento de impiedad.

Reacio al desaliento en cualquiera de sus formas, Hume amplió sus investigaciones acerca de las cuestiones morales y sociales ya planteadas en el Tratado de la naturaleza humana. De tal esfuerzo surgieron los Ensayos sobre política y moral (1744), que pronto se convertiría en una obra famosa, por criticada, y la Investigación sobre los principios de la moral (1751), esta última realizada con mayor comodidad material, gracias al patronazgo del marqués de Annandale, cuya preceptoría desempeñó (1745-1746), y del general Saint Clair, de quien fue secretario (1746-1748).

Por aplicar al estudio de la moral idénticos principios que en su pesquisa epistemológica, el análisis de Hume chocó cual carnero embravecido contra la testa de la ley (pretendidamente) natural, admitida de consuno en el pensamiento axiológico de sus contemporáneos, y también contra ese derecho (no menos pretendidamente) natural que Locke admitiera como veraz. Y es que el cuarto barreno de Hume podría llevar atada a su cuerpo destructor esta misiva: los principios morales no se rigen por criterios racionales. Porque «después de conocida toda circunstancia y toda relación, el entendimiento no tiene más ámbito para operar ni otro objeto sobre el cual emplearse». Veámoslo.

VII

No solo percibimos ruidos o colores, también sensaciones de bienestar, placer, incomodidad o sufrimiento que dan lugar a sentimientos de aceptación o rechazo hacia la impresión original y, con ella, a las acciones que los provocan. Por lo tanto, el fundamento de nuestra conducta no es racional. Gracias a la razón podemos considerar los medios para ejecutar nuestra conducta y prever las consecuencias de la misma, pero solo el sentimiento discrimina entre buenas o malas pautas. Las primeras alimentarán deseos de todo tipo (no solo materiales), las segundas provocarán rechazo.

Cuando los deseos individuales se objetivan por el simple hecho de la convergencia entre las intenciones de los individuos, dicha propensión queda fundada como valor moral o político. En consecuencia, ninguno de esos principios está fundado sobre verdades eternas derivadas de una ley, natural o revelada, de carácter inmutable; solo son convenciones, las cuales, aun en el caso de su aceptación general, siempre estarán sujetas a crítica, revisión y modificación.

En la Investigación sobre los principios de la moral puede leerse: «Llamaremos virtuosa a toda acción que vaya acompañada de la aprobación unánime de los hombres, y llamaremos viciosa a toda acción que sea objeto de vituperio y censura». La universalidad de la moral es puramente circunstancial, en tanto que dependiente de un acuerdo entre los individuos –sea por activa o por pasiva– y circunscrito a un marco temporal.

(Sin demérito del argumento original, cabe suponer que ese criterio social no solo depende de las voluntades individuales, en tanto que condicionado por elementos externos a ellas, como el nivel de conocimientos científicos de cada época, que puede hacer variar las concepciones acerca del mundo y la sociedad.)

Del mismo modo rechazó el filósofo escocés cualquier fundamentación iusnaturalista del derecho. Siguiendo los argumentos antes citados, ninguna comparación de ideas puede demostrar la necesidad lógica de un hecho dado, puesto que la correlación perceptiva no implica que un suceso deba inferirse de otro. Por el contrario, el iusnaturalismo se basaba en la convicción de que ciertos principios –enunciados con rango de derechos– sí podían demostrarse como racionalmente necesarios. Buen ejemplo era el derecho natural a la propiedad, tan firmemente defendido por Locke, quien lo consideró derivado de un estado de naturaleza anterior al contrato social, y además como ratificado por dicho pacto. Bajo el prisma de Hume, la propiedad pierde toda aspiración de sacralidad y se convierte en un modo de relación social sujeto a una regulación social potencialmente discrecional, cuyo ámbito puede modificarse –esto es, ampliarse o reducirse– siguiendo los mecanismos de discusión y acuerdo propios de las sociedades humanas, y que en los regímenes democráticos del siglo XXI se plasmarían en leyes aprobadas por mayorías electorales. De hecho, el escocés sostuvo que el triunfo de uno y otro modelo de propiedad no se deberá jamás a su intrínseca utilidad, sino al grado de consenso generado en su determinación.

VIII

Hume demostró su condición de todoterreno del humanismo cuando decidió compaginar sus investigaciones filosóficas con la redacción de una monumental Historia de Inglaterra, cuyos seis volúmenes aparecieron entre 1754 y 1762. La magna tarea pudo ser realizada gracias a la abundante documentación de que disfrutó a partir de 1752, en calidad de bibliotecario del Colegio de Abogados de Edimburgo, institución depositaria de la mejor colección de impresos de la Gran Bretaña de su época.

Concluido su proyecto historiográfico, el filósofo aceptó el empleo de secretario de Lord Hartford, embajador británico en París. Para entonces ya habían saltado el canal de la Mancha tanto el prestigio de sus teorías como un nimbo heroico de santidad profana, el derivado de los problemas con la Iglesia escocesa. No fue acogido en loor de multitudes –ni la plebe analfabeta y hambrienta de la capital francesa ni la aristocracia complaciente y parasitaria se preocupaban mucho por la filosofía–, pero sí de los salones donde paraba la flor y nata de la intelectualidad ilustrada. Allí residió entre 1763 y 1765, como contertulio casi mimado –o sin casi– de Holbach, Helvetius, Voltaire, Diderot… Sin olvidar a Rousseau, aunque la amistad con el ginebrino naufragó en la misma tormenta de obsesiones y rencores que enfrentó al teórico del contrato social con otros tantos pensadores de su tiempo.

Ninguno de los agasajos de la fortuna, como la celebridad o las rentas ameritadas en el ejercicio del servicio público (eran otros tiempos), distrajeron a Hume del sentido último de su existencia, cifrado en el estudio de la naturaleza humana. Ni siquiera cabe rastrear briznas de presunción bajo la expresa voluntad de «buscar el aumento de mi reputación intelectual» que le indujo a regresar a la Gran Bretaña.

En Londres fungió como subsecretario de Estado (1767-1768) antes de regresar a su tierra escocesa, donde, establecido de nuevo en Edimburgo (1769), le aguardaba la última etapa de su vida, amenizada por una intensa correspondencia con Adam Smith y ensalzada por los comentarios de Immanuel Kant.

Los riñones de Hume, maltratados por la obesidad que lo acompañaba desde la adolescencia, le fallaron definitivamente el 25 de agosto de 1776. Sobre su lápida se grabó este epitafio: «Nacido en 1711. Muerto en 1776. Que la posteridad añada el resto».

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