Max Weber: «Todo Estado está fundado en la violencia»

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Max Weber (1864-1920)

«El Estado [moderno] sólo se puede definir sociológicamente por referencia a un medio específico que él, como toda asociación política, posee: la violencia física. «Todo Estado está fundado en la violencia», dijo Trotsky en Brest-Litowsk. Objetivamente esto es cierto. Si solamente existieran configuraciones sociales que ignorasen el medio de la violencia, habría desaparecido el concepto de Estado y se habría instaurado lo que, en este sentido específico, llamaríamos anarquía. La violencia no es, naturalmente, ni el medio normal ni el ̇único medio de que el Estado se vale, pero sí es su medio específico. Hoy, precisamente, la relación del Estado con la violencia es especialmente íntima. En el pasado las más diversas asociaciones, comenzando por la asociación familiar (Sippe), han utilizado la violencia como un medio enteramente normal. Hoy, por el contrario, tendremos que decir que Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es un elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo distintivo de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del derecho a la violencia.

Entonces, política significaría pues, para nosotros, la aspiración (Streben) a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen. Esto se corresponde esencialmente con la acepción habitual del término. Cuando se dice que una cuestión es política, o que son políticos un ministro o un funcionario, o bien que una decisión ha sido políticamente condicionada, lo que se quiere siempre decir es que la respuesta a esa cuestión, o la determinación de la esfera de actividad de aquel funcionario, o las condiciones de esta decisión, dependen directamente de los intereses existentes sobre la distribución, la conservación o la transferencia del poder. Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder por el poder, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere. El Estado, como todas las asociaciones o entidades políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es considerada como tal). Para subsistir necesita, por tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan. ¿Cuándo y por qué hacen esto? ¿Sobre qué motivos internos de justificación y sobre qué nexos externos se apoya esta dominación?

En principio (para comenzar) existen tres tipos de justificaciones internas para fundamentar la legitimidad de una dominación. En primer lugar, la legitimidad del eterno ayer, de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad tradicional, como la que ejercían los patriarcas y los príncipes patrimoniales antiguos. En segundo término, la autoridad de la gracia (carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta autoridad carismática la que detentaron los Profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos. Tenemos, por último, una legitimidad basada en la «legalidad», en la creencia en la validez de preceptos legales y en la competencia objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno «servidor público» y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él. Es evidente que, en la realidad, la obediencia de los súbditos está condicionada por muy poderosos motivos de temor y de esperanza (temor a la venganza del poderoso o de los poderes mágicos, esperanza de una recompensa terrena o ultraterrena) (…)».

(Fuente: «El político y el científico»; artículo: «El político como vocación»)

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