No todo es vigilia (2014), de Hermes Paralluelo

 

Por Miguel Martín Maestro.

cartel_70_100_2_5mm_sangre“Que tengamos buena muerte y poca cama”

¿Realidad, ficción, realismo mágico, docuficción? La película de Hermes Paralluelo se desenvuelve en el mundo de la ancianidad con la desenvoltura del naturalista que coloca una cámara esperando la aparición del momento buscado. Se tiende a colocar la vejez en el cine con dos estereotipos, el abuelo guasón y vivaracho o el enfermo terminal irreversible. Situar a una pareja de ancianos más cercanos a los 90 que a los 80, dentro y fuera de su entorno natural, con sus debilidades, sus carencias, sus limitaciones, sus reflexiones… es un riesgo superlativo, muy poca gente quiere ver lo que es la realidad del día a día, casi nadie quiere pensar en lo que le espera, muy pocos se imaginan un final solitario y lleno de impedimentos, los propios y los que te marca la evolución de la sociedad en la que vives pero que te va arrinconando.

Felisa y Antonio son los protagonistas de la historia, un matrimonio de ancianos y, al tiempo, abuelos del director de la película (a recordar una idea similar en el corto Ser e voltar de Xacio Baño) que ni cuentan su vida ni actúan para la cámara. Se limitan a ser y estar, a desampararse y necesitarse en un ambiente tan hostil como el de la primera parte de la película, un hospital, y a repelerse tanto como atraerse en su ambiente natural, su domicilio en un pueblo pequeño de Aragón, Minuesa. Las dos partes forman un todo perfectamente estructurado para convertirse en un elogio de la memoria y, también, de los efectos de la desmemoria. La forzada simpatía con que son tratados en el hospital incluye, al tiempo, la desatención de no escucharles. Encontrándose en el hospital, la mente de los ancianos fluye y refluye hacia el recuerdo de la guerra civil, el miedo, el temor a la muerte, recordado cuando se yace en una cama de hospital camino del quirófano. Las “batallitas” son consideradamente ignoradas por los sanitarios, que hacen lo posible para no ser descorteses pero que, evidentemente, están acostumbrados a situaciones semejantes en las que no prestan atención ni entran en la conversación.

Este ambiente hospitalario descoloca a los ancianos por su frialdad, su laberíntica distribución, y su necesidad de escapar sólo puede reflejarse mediante el poder de un recuerdo de tiempos mejores, de lugares, de juventud, de personas que han ido perdiéndose a lo largo del tiempo. Desvalidos pero con la mente lúcida, ambos ancianos luchan por sobrevivir manteniendo vivos sus recuerdos, aunque no sean compartidos, aunque duden recíprocamente de la realidad de los mismos. En el ambiente hospitalario la mente se desdobla, los efectos de analgésicos y tranquilizantes devuelven imágenes duplicadas y estancias fantasmales. Del territorio hostil pasamos al territorio conquistado, sigue el regreso, la vuelta al hogar, lo conocido, la rutina tranquilizadora. El exquisito trato que Felisa otorga a Antonio en el hospital se convierte en cierta tiranía y distancia en el domicilio, como si la seguridad del hogar y del espacio dominable deshiciera los complejos, del suave “Antonio” de la cama hospitalaria, al reiterado grito de “Antonio, Antonio, chico” que Felisa lanza desde su cama para ser atendida de un resfriado más simulado que real y para captar la atención del marido y hacerle olvidar la llegada de un aviso certificado, un aviso en el que se encierran todos los miedos y los temores de los ancianos, el miedo a ser retirados de la circulación por voluntad ajena a la suya.

no todo es vigiliaEl territorio de la memoria desfila por pasillos faltos de luz, espacios cerrados, adormecidos, precuelas de una muerte próxima y resignadamente aceptada pero no querida. La vivienda como espacio compartido pero con islas de individualidad, cada uno con su dormitorio, con sus problemas de sueño o sus vigilias a destiempo, con noches largas solitarias y momentos de cama compartida como ése de extraordinaria significación melancólica donde la conversación de los dos ancianos, metidos en la cama, hablan acerca de su retrato de boda, lo que costó y para qué, lo que fueron y en lo que se han convertido, aquello en lo que todos terminaremos convirtiéndonos. Puede ser una historia mínima, pero el tratamiento visual de la película proporciona un toque de exquisitez a la propuesta, y aunque para mi gusto pudiera ser más redonda con menos duración, ese uso de la luz, como si todo se fuera apagando poco a poco al paso de la pareja, ese tratamiento circular de las situaciones, repeticiones o simples olvidos de lo anterior que obligan a volver una y otra vez sobre lo mismo, enriquecen sobremanera esta pequeña película, admirable y recomendable por su carácter original, por su riesgo inherente, por su tacto, su amabilidad, su valentía al retratar el desvalimiento de la ancianidad. Felisa es muy clara, “en mi casa hago lo que me da la gana, y en la residencia me muero en dos meses”, mejor solo que mal acompañado, como en el final de Casablanca. Nuestros dos actores improvisados salen a pasear por el pueblo, de espaldas, estamos, en este caso, ante el ocaso de una gran amistad, que acabará con el fin de las vidas de ambos.

No todo es vigilia, pero lo parece, vigilia y vigilancia, adormecimiento tranquilo y seguro del que tiene ya, todo hecho, del que ya casi nada espera, la vigilia del que duerme poco y mal o se despierta demasiado temprano para no hacer nada. La vigilia que termina atontando los sentidos ya de por sí maltrechos por el paso del tiempo, un viaje interior lleno de lagunas y pérdidas de memoria que se convierte en aventura cuando el cerebro comparte vivencias y recuerdos, una excursión, un viaje interminable a Zaragoza, el amigo de infancia, los que fueron muriendo, la bomba que reventó la puerta, el frío del invierno, recordar es vivir, aun cuando el recuerdo más presente es el de la muerte que se acerca, “si salgo de ésta ya comeré”.

Un tema que se oculta, el tabú de la vejez, algo que no conviene retratar ni hablar sobre ello, aludir a las limitaciones vitales parece ir en contra de los tiempos, parece de mala educación ser viejo, lo de la “tercera edad” ha pasado al olvido, ya no hay viejos sino personas mayores o “seniors”. Felisa y Antonio son unos resistentes, personas que, aunque el cuerpo no aguante, mientras la mente esté mínimamente lúcida, han decidido mantener su libertad y autonomía aunque sea esclavizándose mutuamente, encerrados como resistentes harán oídos sordos a los timbres en la puerta que no pueden traer nada bueno, refugiados en sí mismos para no ser objeto de samaritanismo de buena voluntad ajeno a las necesidades del anciano, saben que si abren la puerta pueden terminar en un centro para mayores, un apartadero que la sociedad de bienestar ha creado para ocultar lo que no gusta, lo que desluce, lo que no queremos ver.

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