Samanta Schweblin: «Lo que buscamos descubrir y entender cuando leemos, es siempre lo desconocido, la excepción, lo nuevo y lo extraño»

«Golpeo el volante. La sirena de la ambulancia se escucha más cerca y clavo las uñas en el plástico. Una vez, cuando tenía cinco años y mi madre cortó todas las calas de un jardín, se olvidó de mí sentada contra la verja y no tuvo la valentía de volver a buscarme. Esperé mucho tiempo, hasta que escuché los gritos de una alemana que salía de la casa con una escoba, y corrí».

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Siete casas vacías, de Samanta Schweblin.

Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) obtuvo ya un gran reconocimiento con su primer libro, El núcleo del disturbio (2002), que ganó los premios del Fondo Nacional de las Artes y el Concurso Nacional Haroldo Conti. En el 2008 le otorgan el premio Casa de las Américas por su libro de cuentos Pájaros en la boca (2009) publicado en más de veinte países. Obtiene la última edición del premio francés Juan Rulfo, y en el 2014 publica su primera novela, Distancia de rescate. Ha obtenido becas de residencias de escritura en México, Italia, China y Alemania, y actualmente reside en Berlín, donde escribe y dicta talleres literarios en español.

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Siete casas vacías. Samanta Schweblin. Editorial Páginas de Espuma, 2015. 126 páginas.

Schweblin nos arrastra hacia Siete casas vacías y, en torno a ellas, empuja a sus personajes a explorar terrores cotidianos, a diseccionar los miedos propios y ajenos, y a poner sobre la mesa los prejuicios de quienes, entre el extrañamiento y una «normalidad» enrarecida, contemplan a los demás y se contemplan. La prosa afilada y precisa de la autora, su capacidad para crear atmósferas densas e inquietantes, y la estremecedora gama de sensaciones que recorren sus cuentos han hecho a este libro merecedor del IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero. El jurado valoró la precisión de su estilo, la indagación en la rareza y el perverso costumbrismo que habita sus envolventes y deslumbrantes relatos.

Sobre la obra presentada el jurado subrayó: «Cuentos en los que Samanta Schweblin vuelve a indagar en la normalidad rara o la rareza de lo normal. Siete casas vacías es un libro habitado por situaciones familiares o conflictos vecinales en los que predomina un costumbrismo perverso que explora los amores desviados y las formas más singulares de la ternura».

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P.- Un nuevo libro de cuentos de Samanta Schweblin empieza a ser un gran acontecimiento, ¿cómo se encara un proyecto partiendo de este interés a priori por parte de los lectores?

No pesan tanto las expectativas ajenas, sino las propias. El peso de lo ya escrito. Cada vez que un nuevo libro se termina, volver a empezar implica enfrentarse nuevamente con la simpleza y la torpeza de las primeras ideas, con ese autor tanto más ingenuo e inexperto que es uno dando otra vez los primeros pasos. Hay que aceptar ese regreso al no saber qué, ni cómo, y a veces esto puede sentirse como un retroceso. Creo que hay que armarse de paciencia y avanzar sin tantos juicios y prejuicios, y lo digo porque en mi experiencia este es justamente un punto complicado.

P.- Y además este nuevo libro premiado…

Sí, ahora me doy cuenta de que con mis tres libros de cuentos ocurrió lo mismo: termino publicándolos porque hay detrás un premio que me empuja a hacerlo. Soy terriblemente perfeccionista y controladora con lo que escribo, así que los premios me ayudan a cerrar etapas. Imponen límites y, por supuesto, ayudan muchísimo a difundir los libros.

P.- Sigue con este galardón la estela de la escritora mexicana Guadalupe Nettel y un aspecto realmente interesante que merece la pena ser subrayado: un número significativo de excelentes escritoras en las que el cuento es protagonista y que han comenzado su camino en esta última década.

Es impresionante, hay muchas, y muy buenas. Pienso, además de en Guadalupe Nettel, por supuesto, en Lina Meruane, Alejandra Costamagna, Nona Fernández, Vera Giaconi, Mariana Enríquez, Gabriela Alemán, y me estoy olvidando muchísimas. Pero este nuevo impulso del cuento en mano de mujeres llega incluso hasta los ámbitos más oficiales: dos años atrás, por primera vez en la historia del Premio Nobel de Literatura, le dieron el premio a un cuentista, y fue a una mujer, a la gran Alice Munro.

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Samanta Schweblin.

P.- Siete casas vacías nos sumerge en el extrañamiento de las relaciones, cercanas y distantes, perversas porque se cuestionan y ancladas porque se hallan inmóviles. ¿Esa actitud de lo extraño de la normalidad o lo normal de la rareza favorece lo literario en su caso?

Es algo que me interesa muchísimo. Ese límite delicado entre lo normal y lo anormal. Sobre todo porque estoy segura de que es un código sociocultural, y de ninguna manera una división universal del mundo. Entonces hay muchas cosas, pensamientos, maneras, vidas, que quedan fuera de este código como algo absolutamente inaceptable, o imposible, y que sin embargo son tan naturales y posibles como las que catalogamos de normales. Creo que, en mayor o menor medida, la literatura siempre trata de esto, porque lo que nos fascina, lo que buscamos descubrir y entender cuando leemos, es siempre lo desconocido, la excepción, lo nuevo y lo extraño.

P.- Personajes que conviven con otro «personaje»: el espacio, la casa, el referente doméstico, el hábitat cercano y a veces temiblemente desconocido. ¿Una forma de animismo? ¿Un elemento creador en esas atmósferas ya «made in Schweblin»?

Me gusta eso del animismo, podría ser. Sí creo que los objetos tienen también su impronta y su esencia única, o la tienen las personas que entran en relación con ellos, y se leen a sí mismas como en el reflejo de un espejo. Es que acá también entran en juego estos códigos socioculturales. Todo lo que una sociedad, o incluso una única familia, construyen alrededor de un objeto, o de la conjunción de determinados objetos. Hay un cuento del libro, por ejemplo, donde hay dos abuelos seniles pero muy felices que están jugando desnudos en el patio trasero de la casa. No hay nada malo en esto, ¿no? También hay dos hermanos pequeños, una nena de tres y un nene de cinco jugando a esconderse de los padres y a ir quitándose la ropa y dejándola tirada en distintos lugares de la casa. Tampoco hay nada malo en esto, ¿no? Pero cuando abuelos y nietos desaparecen, y no hay modo de encontrarlos, la madre desesperada llama a la policía, y la policía pregunta ¿Me está diciendo que hay menores desaparecidos?, ¿menores desnudos con adultos desnudos, desaparecidos? Y entonces el padre se pregunta a sí mismo qué tan peligroso es que tus hijos anden desnudos con tus padres. La situación no ha cambiado en absoluto, pero ahora que los miedos y los prejuicios aparecen en juego se encienden otras alarmas.

P.- Precisamente sobre estas atmósferas, sutiles, suaves y que sin dar cuenta arrinconan, o iluminan, ¿hasta qué punto vertebran sus cuentos y son además marca de la casa de todo un libro como este?

Son parte de un clima en común, quizá también es un clima que yo necesito para escribir, para que lo que sea que irrumpa en una historia se vea en el momento y de la forma que quiero que se vea. También creo que es un clima que nos obliga a estar alerta, atentos a los detalles, y esto es algo que me interesa tanto cuando escribo como cuando leo.

P.- Una mujer joven como usted: ¿por qué esa focalización sobre la vejez?

La vejez es la condición física por la que está pasando uno de mis personajes, pero no creo que sea el tema central de «La respiración cavernaria». Creo que se trata, sobre todo, de la soledad, de los prejuicios, y de cómo la pérdida de la memoria es una forma más de la muerte, una particularmente terrible y cruel. En mi familia hemos tenido varios casos de Alzheimer, sobre todo recuerdo los que me tocaron presenciar cuando yo era chica. Y me pregunto si ese abismo que se abre entre el enfermo y el mundo, cuando las cosas ya no pueden nombrarse porque que ya no hay palabras ni recuerdos, no será una de las formas más visibles de lo que podría sentirse en la muerte.

P.- ¿Qué cree que supondrá el Premio Ribera del Duero para usted?

Espero que le dé visibilidad al libro, que estas historias lleguen a muchos lectores. Y, por supuesto, es también un premio económico. Desde que me dedico a escribir, siempre he sentido que llevo una doble carga. Supongo que es algo que le pasa a mucha gente relacionada con arte: no solo hay que trabajar para vivir, también hay que trabajar extra para poder comprar algo de tiempo libre y así poder trabajar en lo que uno realmente quiere hacer: escribir. Así que en este sentido este es un premio muy generoso.

P.- ¿Intensidad igual a un buen cuento y una buena copa de vino?

Son intensidades con muchos puntos en común: poderosas y sutiles al mismo tiempo, con concentraciones delicadamente elegidas y un cuidado exhaustivo de lo esencial. Y, sobre todo, intensidades exigentes: no hay buenos cuentos ni buenos vinos sin excelentes lectores y exquisitos bebedores.

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