Los malos libros y el gusto literario

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

lector 3Decía Mary Wollstoncraft que no importaba aquello que la gente leía, que lo que verdaderamente importaba era que la gente leyera. Lo decía la intelectual inglesa a finales del siglo XVIII, en concreto refiriéndose a las mujeres, todavía alejadas del ámbito de la cultura y de la educación en una Inglaterra cuya capital, Londres, estaba todavía lejos de convertirse en el principal espacio de masiva a influyente difusión de la prensa escrita –Addison publicará en 1711 The Spectator– y, consecuentemente, en el principal espacio para el género folletinesco y la novela por entregas. La lectura era para una élite, para una minoría privilegiada que, al aparecer la denominada literatura popular –littérature industrielle, la llamaría poco después Sainte-Beuve– no tardó en desdeñarla considerándola un producto de poco valor literario que desprestigiaba, culturalmente hablando, a todo aquel que lo consumiera. El desdén elitista que apareció en aquellos años frente al auge de la cultura de masas –cabe recordar que muchas de aquellas obras por entonces menospreciadas, se piense en las novelas de Dickens, son reconocidas hoy como grandes obras de la literatura universal- no ha cesado y lejos de amortiguarse ha proseguido hasta el siglo XX: la Rebelión de las masas y La deshumanización del arte –ensayo, este último, que leído actualmente poco o nada aporta  a la crítica y a la teoría cultural- son un ejemplo claro de ello. Si bien la idea sostenida por Ortega y Gasset no puede delimitarse solamente al ámbito cultural, puesto que tiene como trasfondo una concepción estatal de gobierno de los mejores –un concepto que deriva de Platón con la República de los filósofos y que llega hasta Carl Schmitt– su planteamiento, aun siendo criticado y contestado, sigue condicionado la sociedad moderna y la definición de cultura que se tiene. El ya indispensable ensayo de Umberto Eco, Apocalípticos e integrados, no ha conseguido modificar la neta separación entre cultura elitista y cultura de masas y, en cuanto a literatura se refiere, es patente ya sea desde el punto de vista de mercado sea de recepción crítica y periodística, la existencia de dos campos en más o menos abierta confrontación. Con su ensayo Llegan los bárbaros, Baricco, lejos de atenuar dicha separación, la acrecentaba con tono apocalíptico –lo mismo haría Vargas Llosa con su ensayo La sociedad del espectáculo, en clara referencia a Guy Debord-, pero ninguno de los dos autores parecía interesado en buscar una solución al problema: al contrario, y en esto hay que darle la razón a Eco, dichas expresiones apocalípticas y de censura contra la desdeñada cultura de masas más que un análisis en busca de un paliativo, parecen ser mecanismo de  consolidación social e intelectual del propio estatus: en términos de Pierre Bourdieu, son mecanismos para reforzar un capital simbólico cada vez menos reconocido a nivel público.

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Retornando a las palabras de Mary Wollstoncraft y teniendo presente el recorrido intelectual que ha tenido a lo largo de los últimos dos siglos la tendencia –no es el término más adecuado, pero permítanme utilizarlo por comodidad- elitista, quisiera preguntarme acerca de si todavía hoy es conveniente afirmar que no importa lo que se lea porque lo importante es que se lea. Y no quisiera trasladar la pregunta en ámbito mercantil puesto que los intereses económicos nos llevarían a la conclusión que, incluso, más importante de que se lea cualquier cosa es que se compre, independientemente de si el libro adquirido se leerá o no. Quisiera, por el contrario, plantear de si es verdaderamente conveniente afirmar que no importa el valor literario de lo que se lee: de lo que no tengo dudas en absoluto es que la respuesta, en ningún caso, será la criminalización del lector, puesto que no sólo tiene la libertad de elegir –y los demás la obligación de respetar su elección por muy abyecta que nos parezca el libro escogido-, sino que la elección –como todas nuestras elecciones- deberá ser entendida como resultado de un proceso cultural y educativo. Atacar indiscriminadamente la literatura de masas, con ese desdén de quien no coge en su mano un libro “best-seller” por miedo al contagio, es completamente improductivo- por no decir reflejo de cerrazón de miras- en tanto que solamente favorecerá a una mayor separación entre dos ámbitos y por parte de un gran número de los consumidores de la “cultura de masas” la convicción, injusta e irreal, de no estar a la altura de aquella privilegiada y laureada élite. Nadie nace siendo un intelectual; el gusto y el conocimiento no se trae bajo el brazo al nacer, sino que es algo que se adquiere a lo largo de los años y a través de la formación. Todos somos susceptibles de convertirnos en exquisitos lectores como en personas completamente ajenas al hábito lector. La cuestión es la formación, los años de aprendizaje y es precisamente aquí donde creo que debería ponerse el foco: los nuevos estudiantes universitarios de letras, que ahora tienen apenas dieciocho años, confiesan unas lecturas que se encuentran muy lejos de los parámetros que uno esperaría para alguien que decide estudiar una carrera que ofrece cultura, pero no riqueza y cada vez menos futuro laboral. ¿Cómo es posible que estos estudiantes, teóricamente apasionados a la literatura, confiesen no haber entendido los clásicos estudiados en el instituto y afirmen, la mayor parte con orgullo, que sus últimas y mejores lecturas son las trilogías de moda? Los clásicos contemporáneos están ausentes y los autores actuales son para mucho de ellos ecos lejanos: cuando una, como es mi caso, termina por explicar quién es Thomas Pynchon en una clase de segundo recurriendo a los Simpson y a la bolsa de cartón porque los estudiantes no tienen ningún otro referente está todo dicho. Pero, ¿son ellos los culpables? Sinceramente no lo creo, como tampoco creo que deba condenarse a los profesores de instituto, que ya demasiadas dificultades tienen para crear y formar ciudadanos en libertad e igualdad.

Zagreb lectores-librería¿Quién es por tanto el culpable? Sin lugar a dudas el sistema educativo no ayuda, todo lo contrario. El desprecio constante a la cultura en su más amplia definición así como a cualquier expresión artística, identificada como improductiva desde la perspectiva del capital, es en gran parte responsables. La mentalidad, asimismo, capitalista que lleva a evaluar todo desde una cuestión numérica hace que algunos desprecien a la cultura minoritaria o a los autores con menos lectores en un intento, no sé si desesperado, pero sin duda nada coherente, de autolegitimarse ellos mismos como autores y productores de cultura. El foco no debe ponerse en el mercado y debemos dejar de lado el concepto de bestseller, puramente económico, y referirnos a las obras. Es decir, independientemente de las ventas y del rostro de la contracubierta, hay excelentes libros, literatura correcta e interesante y, obviamente, atrocidades literarias. En términos de Eco, hay varios niveles literarios y lo conveniente sería que un nivel llevara al otro, como bien señala al propósito uno de los narradores de La parte inventada de Rodrigo Fresán. De ahí, lo importante no sólo de la crítica, sino de los educadores, lo importante de inculcar un sentido literario en los lectores, regalarses el gusto literario, sin imposiciones ni recriminaciones, sino enseñando que, como en la comida o en la moda, no todo es de calidad. Es del todo inútil condenar a determinados lectores por ciertas obras que adquieren y disfrutan, antes habría que preguntarse qué se ha hecho para que estos lectores no hayan accedido nunca a ningún otro tipo de literatura. Asimismo, debe aceptarse el lector híbrido –así me defino yo- que transita entre los libros de forma transversal porque no se puede –incluso me atrevería a decir no se debe- leer un Joyce cada día. Tan negativo es el elitismo del desprecio y del encierro en una torre para pocos privilegiados como la falsa equiparación y nivelación: no todos los libros son recomendables, no todos los autores merecen el apelativo de escritores, y tampoco todas las novelas son literatura con mayúsculas. Hay niveles, como en todo y esto es aquello que debe decirse al lector y aquello que el lector debe poder saber: el lector debe ser consciente en cada momento del libro que tiene entre manos, debe saber escoger porque sabe, el  lector no debe ser engañado por el discurso de que todo libro es bueno si vende o por el discurso, tan falaz como el anterior, de que todo libro denominado bestseller o todo libro no de élite es indiscutiblemente malo. La calidad no la marcan los ámbitos, sino los textos y es precisamente es a partir de los textos que es posible decir que hay novelas absolutamente excelentes y libros absolutamente abyectos: entre ambos una amplia gama de matices por explorar. Pero eso sí, explorando con brújula, sabiendo en cada momento qué se lee. El reto, en definitiva, es no sólo el de crear lectores, sino el de crear lectores autónomos, lectores que transiten, que se muevan con libertad en la amplia gama de obras y, lejos de quedarse estacados, prosigan su trayecto no temiendo a la complejidad, ese valor que, como decía Enrique Vila-Matas, define toda verdadera creación artística.

One thought on “Los malos libros y el gusto literario

  • el 8 septiembre, 2015 a las 3:57 pm
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    Y ¿ quién establece los parámetros de «calidad»?…
    Porque si atendemos a los críticos oficiales, resulta que siempre son de calidad aquellos libros de la empresa que paga en acciones al periódico.

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