‘El cuerpo secreto’, de Mariana Torres

Por Gema Nieto.

El cuerpo secreto (Mariana Torres, Páginas de Espuma, 2015).

Me adentro con curiosidad y algo de recelo en el extraño bosque de Mariana, y enseguida, en el primer cruce, me asalta la primera advertencia: hay que dejar a un lado toda lógica y expectativa de argumento racional, dejarse llevar, en suma, por el mero disfrute de unas imágenes oníricas y poderosas. Conforme el lector avanza en esa espesura no tarda en vislumbrar que de su principal virtud surge también su defecto más destacable: se acaba echando en falta un mayor desarrollo, que esas imágenes se concretaran, se contextualizaran y se prolongaran más en una historia terminada que no perdiera el carácter inquietante que le viene impuesto por el efectismo de algunos de los cuentos, como el que abre el libro, «El hombre araña», aunque por fortuna los de este tipo son clara minoría. Quizá convendría rechazar ese recurso fácil de la sorpresa final tan de moda en el microrrelato en aras de lo que hay aquí, un puro ejercicio de fantasía macabra, presentación sin más de seres extraños e inexplicables, galería maravillosa de horrores y terrores infantiles. Como en «La negra», es más poderosa la sola presencia que el desarrollo íntegro de una historia vinculada a los protagonistas de tan particular mitología, divididos a grandes rasgos en dos categorías: niños sabios en contacto con un mundo natural primigenio e instintivo donde coexisten vida y monstruos y adultos ignorantes al margen de todo conocimiento.

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Foto: Ático 26 – Estudio de fotografía.

Los cuentos que mejor desarrollan una trama tanto narrativa como simbólica son, a mi juicio, «El entierro», «El monstruo está despierto», «Crucero» y «Niño árbol árbol monstruo». En el último, «En la cuerda floja», esta intención de trama, de puro impuesta, se pierde o resulta algo forzada. Por eso la narrativa puramente depositada en el estilo es válida y valiosa: recupera casi el concepto del arte por el arte, la sensación evocada y sugerida por las figuras a través de un ritmo ágil y mu
y bien hilvanado, lo cual es de agradecer y mucho más de lo que se ofrece en nuestro actual panorama literario. Algunos, siendo tan breves, dicen mucho. Lo siniestro o lo real que aguarda en «Palomitas de maíz» como contraposición a lo aparentemente divertido y dulce, susceptible de convertirse en un problema desde la perspectiva de un niño, o «El camino a Oh», donde la anticipación imaginada cobra realidad de pesadilla. Pero en otros casos, como en «Todo tan blanco» o «Mi padre», la autora nos presenta instantáneas de momentos felices o sorprendentes sin ninguna amenaza externa, incluso esperanzadores y abiertos a un futuro mejor, como en «La máquina».

Finalizado el viaje, da la impresión de que la temática que une todos los cuentos como un cordón son los procesos de transfiguración o cambio expuestos ante y desde la mirada infantil, entendiendo infantil como pura o no contaminada, unas metamorfosis que esconden o muestran por fin ese cuerpo secreto anunciado por el título y que ahora cobra todo su sentido. La experiencia, en todo caso, resulta placentera y perturbadora por momentos; el paseo, fascinante.

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