Roland Barthes y Cesar Aira, dos lectores de la ciudad con Perec y Vila-Matas de fondo

 

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

 

Escribo este artículo es porque, así como Roland Barthes, amo la ciudad y amo los signos. La ciudad es un relato, decía Barthes,  la ciudad tiene una propia trama, es un relato del que Roland Barthes y Cesar Aira fueron y son lectores privilegiados. El personaje de Aira empieza a releer esa Plaza que de niño recorría cada domingo acompañado por su padre; al protagonista, al regresar a la Plaza, le asalta una pregunta parecida a la que le asaltó a Barthes: “¿Qué podía significar un recuerdo lejano en un chico de diez años?” El recuerdo de la Plaza tiene un significado, como lo tiene cada uno de los espacios donde las cosas son las palabras que le dan sentido. “ La ciudad es un discurso”, sostiene Barthes en este ensayo y añade que “ese discurso es verdaderamente un lenguaje”, es un lenguaje porque está hecho de signos semiológicos resultado de la relación, nunca cerrada y nunca unívoca, entre un significante y un significado. El signo es el resultado de la interacción entre dos planos, el de la expresión y el del contenido, dos planos que, en el caso del signo semiológico, interactuan de manera dispar, pues el plano de la expresión no encuentra de manera inmediata su razón de ser en la significación. En otras palabras, los signos semiológicos son objetos de uso cuyo significado se encuentra en la finalidad de su uso, en la manera en que el hombre interactúa con ellos y les concede una función. “Desde el momento en que hay sociedad”, afirma Barthes en Elementos de semiología., “todo uso es convertido en signo de ese uso” y, por lo tanto, desde que hay ciudad todo elemento urbano es convertido en signo del uso de cada uno de los transeúntes.

aira

La ciudad es el lugar transitado por antonomasia y, por lo tanto, puede ser definido como el espacio-relato que más tramas encierra; sin embargo, la pluralidad urbana no debe oponerse a la cerrazón de la habitación, pues también ésta puede interpretarse como el relato base donde el lector escribe su propia historia. Xavier de Maistre viajó a lo largo de su habitación, así como el protagonista de Fragmento de un diario en los Alpes recorre desde su escritorio los pisos de la casa donde se alberga: “después de escrito lo anterior me levanto a estirar las piernas y doy una vuelta por el cuarto mirando lo que acabo de describir. Me doy cuenta de que me he quedado miserablemente corto en casi todo. Es bastante humillante confirmar hasta dónde falla la capacidad de observación de uno”. Al protagonista de esta novela de Aira, no le bastan las palabras para describir la habitación desde donde escribe, los objetos que en ella residen son “imágenes de otros objetos”, remiten a algo más allá de su propia imagen y escribir sobre ellos implica poner un significante sobre otro creando una cadena de significantes que, como diría Derrida en su relectura de Pierce, es siempre una cadena “ad infinitum”.

Place de Saint-Sulpice, el lugar parisino de Perec
Place de Saint-Sulpice, el lugar parisino de Perec

Si al protagonista de Aira no le bastan las palabras para describir su habitación, grande será el reto para el escritor que decida escribir sobre la ciudad, sobre ese espacio permanentemente transitado y donde cada uno de los objetos, es decir, cada uno de los significantes, ha sido transitado una y otra vez convirtiéndose, por una licencia bajtiniana, es un significante ajeno, cuyo significado no sólo está diferido sino que ya no pertenece a nadie. Roland Barthes encuentra en las unidades discretas de Kewin Lynch un intento de describir el espacio urbano a partir de las unidades discontinuas que lo configuran; el tejido urbano, en efecto, es un tejido discontinuo, un espacio, según lo afirma Deleuze, estriado, pues sostiene éste último en Mil Mesetas: “la urbe es el espacio estriado por excelencia (…) la urbe sería la fuerza de estriaje que volvería a producir, a abrir, por todas partes el espacio liso”. El espacio estriado propuesto por Deleuze es el lugar practicado de Michel de Certeau, es el espacio-relato propuesto por Barthes, ese espacio del cual la ciudad es su máximo ejemplo. Basta con una fugaz mirada retrospectiva para comprobar como la novela de la ciudad es la novela de la polifonía bajtiniana, es la novela, no sólamente del héroe problemático de Lukács, sino también del espíritu nervioso que, en su día, describió Simmel. El tejido de la ciudad es un tejido cargado de valor semántico, un valor que, como indica Barthes, entra en conflicto con las “necesidades funcionales de la vida moderna”, pero ¿cómo borrar esa carga semántica, cómo eliminar esos signos semióticos que conforman la ciudad? Walter Benjamin se refería a las ruinas como los testigos silenciosos, pero al fin y al cabo testigos, de la historia de los perdedores; las ruinas a las que se refería Benjamin son esos téstigos que, aunque no quieran oírse, permanecen en un constante silencio que habla. Así como las ruinas benjaminianas, los signos semióticos permanecen inscritos en el tejido urbano, puede que no siempre sean leídos por los transeúntes, pero su silencio es siempre elocuente, su valor semántico resulta imborrable. Así como el personaje de Aira se da cuenta de que se ha quedado corto en la descripción de su habitación, también George Perec vió como su Tentativa de agotar un lugar parisino quedó en una mera tentativa imposible de llevar a cabo. Y es que de la misma manera que el lector lee la ciudad como si esta fuera una oración gramatical, la lee aislando los fragmentos del enunciado puesto que le es imposible leer la ciudad en su totalidad, de la misma manera, el escritor está obligado a observar la ciudad desde su fragmentación, observar cada uno de los fragmentos y tratar de traducirlos en palabras escritas: el escritor busca rescatar los signos semióticos de la urbe para actualizarlos a través de su escritura, imponiéndo, a los signos, un nuevo significante y creando así una estructura de significación. Toda lectura es insuficiente así como también toda escritura; ningún lector puede agotar un lugar parisino, como tampoco lo pudo agotar Georges Perec. El protagonista de El Tilo trata de agotar la descripción del espacio en el que habita: “debo intentar una descripción del punto donde se unían las dimensiones heterogéneas, el sitio mágico donde hacía contacto lo que nunca podía tocarse. La casa, el barrio, el pueblo….”, pero así como la tentativa de Perec, el intento de los dos protagonistas creados por Aira resulta ser un intento vago: sólo queda el discurso. “Una reconstrucció en detalle”, escribe Aira, “microscópica, sobrenatural en lo que se refiere a reconstrucciones” es siempre imposible. Y es de la misma manera que al escritor no le bastan las palabras para aprheneder la ciudad en su totalidad, para registrar cada uno de los signos semiológicos inscritos en el tejido urbano, la lectura del paseante no agota la significación urbana; la ciudad, como indica Barthes, es un poema que se despliega y en este desplegarse es imposible hallar los márgenes que lo encierran.

La Plaza Rovira de Vila-Matas
La Plaza Rovira de Vila-Matas

“Las palabras en realidad son accesorias”, afirma el protagonista de El Tilo, “son fórmulas para recordar las cosas, para manipularlas en combinaciones que nos dan una ilusión de poder”; las palabras transforman la ciudad, la convierten en otra ciudad concediendo al transeúnte/ escritor la ilusión de ser su creador. La ciudad propuesta por Barthes es la ciudad inagotable, la ciudad nerviosa que, como toda novela, no consigue ver fijado nunca su significado; no es posible, a partir del ensayo de Barthes, recorrer la ciudad como si ésta fuera una página en blanco, pues siempre se recorre a través de los recorridos que otro ya hicieron de ella, la ciudad nunca puede ser desconocida para el individuo, como tampoco puede ser agotable: no puede leerse ni puede escribirse en totalidad, pues es huidiza. Enrique Vila-Matas, emulando a George Perec,  trató de agotar la Plaza Rovira, pero Vila-Matas pronto se dió cuenta que su intento era “ un intento descriptivo que tiende a lo infinito y, por tanto, a todas luces imposible” y, por tanto, la tarea del escritor, así como la del semiólogo, es la de “fijar y paralizar los significados de las unidades descubiertas, porque históricamente esos significados son extremadamente imprecisos, recusables e indomblae” y, añade Roland Barthes, es necesario “comprender que cualquier ciudad, no importa cuál, es una estructura, pero que no hay que tratar jamás y no hay que querer jamás llenar esa estructura”.

La conclusió a la que llegó Barthes en 1967 es, en cierta medida, la misma a la que llegó Vila-Matas en su Segundo intento de agotar la Plaza Rovira; en relación a la tarea del escritor, afirma:” tal vez a esos sórdidos pequeños dramas silenciosos se refería Perec cuando hablaba de inventariarlo todo, incluso lo que pasa cuando aparentemente no pasa nada”.  Ante la imposibilidad de todo inventario, sólo cabe continuar la lectura de la ciudad.

 

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *