Castillos y puentes

Otro castillo derruido, otro puente levadizo que cae, chirriantes los eslabones de las cadenas, en la madrugada estival. Guías a la mula desde el ronzal. Los odres, rebosantes en los flancos. El sombrero de ala ancha cruza una sombra sobre tu rostro. Y, ante ti, el camino, los verdes campos donde crecen, con alevosía, las flores silvestres. Los árboles altos que ceden ante sus primos menores en la ribera. Los molinos, los gigantes.

Miras tus botas, desgastadas por el trote rutinario. «¿Y ahora qué?», piensas. «¿Qué habrá al otro lado de aquella colina? ¿Qué cultivos hallaré en la ladera? ¿Vivirá el ermitaño en la gruta de la montaña?».

Un paso, dos, tres. La mula relincha a tu lado. Pronto subirán las temperaturas, pronto. La única certeza que llevas contigo es la rueda de las estaciones. Sobre la piel, cicatrices invisibles. Y las botas, cuya suela de caucho ha sido limada por las asperezas del enguijarrado. Las botas, esa pareja de compañeras que, como tus padres cuando apenas eras un bebé, te ayudan a caminar.

Tras de ti, las ruinas humeantes de la que hasta hoy ha sido tu fortaleza. Por muy lejos que huyas, cada vez que pierdas de vista el norte y en un acto de debilidad busques tu espalda, allí estará, languideciente, la piedra erosionada por la perenne tormenta, los ventanales astillados y las cortinas revoloteando como fantasmas silentes. En los aposentos un recuerdo: las manos blancas de la más tierna infancia y el olor de la casa de los abuelos. Los fines de semana, reunida la familia, la algarabía velaba los banquetes; sillas que ahora están vacías, mesas que ya no existen. Por las venas del niño ahora fluye el vigor de la edad adulta. El tiempo de abandonar la comarca ha llegado.

Hasta que la hoja del puente no retumbó antes de estabilizarse, no eras consciente de que la ruta tejida desde la cuna conducía a un precipicio, y, que de no haberte aferrado a la experiencia de esos primeros años, tu cuerpo sería uno más entre los descarriados.

Pero das otro paso. Acaricias el cuero del ronzal, escuchas el zumbante aleteo de una mariposa. Es el verano de la existencia. Más allá se extienden los deshojados páramos del otoño y, en el confín de la razón, el eterno invierno que inmortaliza lo vivido entre sus pétalos de hielo.

Cuanto más huyas, cuanto más corras, cuanto más galopante sea el corazón que nutra de sangre a tu espíritu, más visible será ese castillo, esas ascuas humeantes de pasado, esa lengua de madera colgante sobre un arroyo seco invitándote a volver. Y más difícil será hacerlo, porque el viaje no solo transforma las botas, sino también al viajero.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *