La agenda oculta de la modernidad. «Cosmópolis», de Stephen Toulmin   

Por Noemí García Mariscal.

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Stephen Toulmin (1922-2009)

Stephen Toulmin (1922-2009) fue uno de los pensadores más influyentes del siglo pasado. Este filósofo, especializado en filosofía de la ciencia, dedicó buena parte de su trayectoria profesional a la docencia en el campo de las humanidades en diversos países. Se le considera, además, como uno de los grandes renovadores del estudio de la ética en las últimas décadas.

El ensayo sobre el que se fundamenta este artículo es “Cosmópolis», publicado en el año 1990, cuya traducción al castellano, realizada por la Editorial Península, salió a la luz en el año 2001. Toulmin nos ofrece en él su teoría sobre los inicios de los tiempos modernos. La versión oficial enseñaba que en las primeras décadas del siglo XVII la modernidad arrancaba con la adopción de métodos racionales de pensamiento. Sin embargo, existe un punto de vista revisado que retrotrae el origen a finales del siglo anterior. Para Toulmin el germen de la modernidad se gestó en el Renacimiento. Así pues, sería Montaigne con su “Apología” y no Descartes con el “Discurso del método” quien da el pistoletazo de salida de la filosofía moderna.

Tratar de resolver en qué momento echó a andar la modernidad no resulta fácil ya que podemos señalar el inicio de la era moderna en función de los acontecimientos históricos que consideremos clave para su origen. Podríamos tomar la invención de la imprenta como el punto de partida (1436), la rebelión de Lutero (1520), la creación de la ciencia moderna por Newton (1680) e incluso podríamos retrasar su origen hasta finales del XVIII si consideramos el auge de la industria como el hecho distintivo de los tiempos modernos.

No obstante, a pesar de la ambigüedad que rodea al concepto de modernidad, así como la dificultad para indicar su inicio, existía un consenso que apuntaba su origen en una nueva forma de pensar el mundo más científica y “racional” que consiguió imponerse a un mundo medieval dominado por la teología, la superstición y el mito.

Se afirmaba que este cambio en la forma de pensar era consecuencia de la prosperidad. Efectivamente, la tesis oficial postulaba que hacia el año 1600 la mayor parte de Europa, sobretodo la protestante, vivía una época de comodidad. Así, pudo impulsarse el nacimiento de una cultura secular que pensaba por sí misma y había conseguido emanciparse de la escolástica medieval. La revolución intelectual la encabezaban Galileo Galilei en el campo de la física y la astronomía y René Descartes en el de las matemáticas y la epistemología.

Esta doctrina oficial se sustentaba en unos presupuestos que ahora la realidad histórica ha desmentido. Se enseñaba que la filosofía y la ciencia del siglo XVII eran fruto del bienestar, pero las condiciones políticas, sociales e intelectuales de Europa a partir del 1600 estaban lejos de ser prósperas, de hecho el periodo de 1605 al 1650 fue especialmente inestable.

Tampoco es cierto el supuesto relajamiento de los controles eclesiásticos que favorecían la expansión de una cultura laica. El enfrentamiento con los protestantes se tradujo en un aumento de la intolerancia en ambos frentes. El catolicismo, tras la Contrarreforma, se mostró más dogmático y riguroso que en épocas anteriores, provocando que la presión teológica sobre los científicos y las innovaciones intelectuales se intensificaran en el siglo XVII. Además si nos fijamos en el mundo cultural del siglo anterior, con una imprenta ya en funcionamiento y con nombres como Montaigne, Rabelais, Erasmo de Rotterdam, Shakespeare o  Bacon, se hace difícil mantener que la cultura laica moderna es un fenómeno exclusivo del siglo XVII.

Así pues, para Toulmin la ruptura cultural con la Edad Media y el inicio de la modernidad ya se había producido un siglo antes con estos pensadores humanistas del Renacimiento. Visto así, la cultura moderna podría tener dos orígenes distintos, iniciándose con una fase literaria o humanista para continuar en una segunda etapa con la fase científica y filosófica a partir de 1630.

Y es aquí, en esta segunda fase cuando se da la espalda a los temas dominantes del primer momento. Es decir, el centro de la atención intelectual deja de ser la preocupación por el hombre y sus experiencias para pasar a una línea más rigorosa y dogmática. Se descarta un tipo de filosofía práctica, de índole local y temporal, que había recuperado la modestia escéptica de los clásicos, su ambigüedad y tolerancia, para adoptar otro estilo de filosofar que apostaba por la búsqueda de la certeza absoluta y la lógica, renegaba de la retórica, se desentendía del contexto y del caso concreto a favor de las principios generales.

¿Por qué ese cambio en las preocupaciones intelectuales? Lo primero sobre lo que nos llama la atención el autor es el error que supone descontextualizar la filosofía y la ciencia moderna del marco político y social de la época. Toulmin, a través de las figuras relevantes del momento, nos muestra las transformaciones que experimentaron a lo largo del siglo XVII los esquemas de ideas, las creencias cosmológicas y el cambio en las relaciones entre el orden de la naturaleza y el de la sociedad. René Descartes, John Donne, Leibniz y Newton son  hombres que no pudieron aislarse de su contexto e ignorar sus creencias heredadas.

Descartes, al igual que la mayoría de sus contemporáneos europeos, se conmocionó tras el asesinato del rey Enrique IV de Francia en 1610. Este suceso cerró la posibilidad a cualquier política basada en la tolerancia religiosa. El ambiente de confrontación entre las distintas confesiones que se mascaba en el aire acabaría materializándose en las Guerras de Religión europeas. El debate intelectual entre Reformadores protestantes y los católicos de la Contrarreforma estaba en un punto muerto ante la imposibilidad de encontrar una doctrina o creencia teológica concluyente. Resultaba evidente que la tolerancia de los primeros humanistas, su pluralismo y su predisposición a considerar todas las tradiciones se habían mostrado inútiles para frenar los conflictos religiosos y teológicos.

En ese mismo 1610 se publicaba el libro de Galileo sobre las lunas de Júpiter asombrando a muchos lectores. La cosmología tradicional –el sol y los planetas se movían alrededor de una tierra estable- se verá atacada. Aparecieron dudas en las creencias sobre el funcionamiento del mundo, de la naturaleza y de la relación del hombre con esta. Se respiraba un clima de desconcierto y decadencia generalizada.

En este contexto de crisis comprendemos que la insatisfacción con el escepticismo fue el motivo que empujó a los nuevos filósofos a buscar la certeza absoluta y construir una nueva cosmología. Sus propuestas intelectuales abstractas y atemporales fueron una respuesta al desafío histórico que se les planteó: el caos político, social y teológico encarnado en la Guerra de los Treinta Años. Pero Toulmin nos advierte que el cambio de paradigma no se produjo por un afán “progresista” –versión oficial de los años treinta y cuarenta del siglo XX-, sino como una forma de imponer unas posturas tajantes que en la fase humanista de la modernidad hubieran resultado sospechosas.

Resumiendo; hasta 1610 hay una confianza en la capacidad de los hombres para vivir según sus propias luces tolerando la diversidad de creencias, siguiendo la experiencia propia huyendo de dogmas o teorías. Tras desaparecer el consenso entre los cristianos surge el conflicto teológico y se lucha por defender doctrinas que no se podrán demostrar satisfactoriamente. Es entonces cuando Descartes se dedicó a buscar un método racional que permitiera resolver los enigmas científicos y hallar la verdad absoluta. Se trataba de apuntalar nuestras creencias con una certeza neutral respecto a las diferentes posturas religiosas. En realidad fue una búsqueda de la certeza matemática, abstracta, dejando de lado las preocupaciones concretas de los asuntos cotidianos.

Tras la firma de la paz de Westfalia (1648) y la consolidación del Estado-Nación se inició la reconstrucción política, intelectual y social. Para ello el racionalismo – y no los valores renacentistas de finales del siglo XVI- resultaba una herramienta adecuada de cara a restaurar la armonía perdida, así como el orden y la estabilidad social, en un momento en que las lealtades feudales eran ya cosa del pasado.

Así se explica que las nuevas ideas surgidas a partir de 1660 insistieran en la estabilidad como el principio organizador necesario, tanto de la naturaleza como de la sociedad. Toulmin nos propone las figuras de Leibniz y Newton para conocer este proceso de construcción de un cuerpo de conocimiento que convenciera y favoreciera una cosmovisión compartida que superara las diferentes creencias.

En definitiva, se impulsó la implantación de un corpus de ideas compatible con las necesidades del poder, es decir, un andamiaje intelectual que apoyara la estabilidad, justificara la jerarquía y modelara la conducta individual y colectiva.

Al imponer el dogma y la teoría a la experiencia se convenció a la gente de que las cuestiones morales tienen una única respuesta, simple y autoritaria. Por eso, Toulmin afirma que la modernidad consiguió imponer un código de normas morales y sociales único y acorde a los intereses de la oligarquía.

Concluiré con una advertencia del propio autor: «Necesitamos mirar los intereses secundarios que las nuevas ideas científicas dirigen en la práctica» porque podemos encontrar implicaciones éticas o políticas en los resultados de la ciencia.

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