El Macondo africano

Por Ricardo Martínez Llorca

El Macondo africano. Javier Brandoli Manzano

Viajesalpasado. Madrid, 2015. 238 páginas

 

La ruta teológica

 

Si uno tuviera que establecer o sugerir la ciencia del viaje, como quien elabora una teología, el lugar más santo el macondo africanoseguramente fuera África. Queda, a su lado, la Ruta de la Seda o la Antártida y las grandes cumbres; también los viajes al sur, sobre todo a los mares del sur. Pero seguramente África sería el lugar designado para poblarlo de santos y profetas, de dioses coléricos, como los del Antiguo Testamento, o de un panteón de apariciones que sumarían infinito. Los sucesos que cabe calificar como milagros estarían a la orden del día y el panteón que los ampara se poblaría de santos y brujos, de profetas, inquisidores y beatos. Y también de ateos. Porque en los casos en que la teología eleva altares tan idealizados, la existencia de los ateos es parte de la fiesta. Ayudan a dar sentido a la magia de la ciencia teológica.

El sueño de grandeza de casi cualquier viajero es recorrer África. A ser posible a pie, o en un vehículo cuyo efecto semejara al de recorrer la tensa piel del continente a pie. O también la otra alternativa, la que aprendimos de Isak Dinessen, la de establecerse en África para poder llorar de melancolía cuando el destino nos haya separado de ella. De ahí que casi cualquier línea que se escriba sobre África, al menos si el autor no es un hombre de este continente, esté contaminada de los tiernos posos de un salmo. Cualquier representación de un viaje a África es una forma de teología. Y viajar es necesario, aunque sea a través de la experiencia de los otros, porque así daremos sentido a estos minerales comunes que se unen para dar forma a nuestro cuerpo, ese envase que detentaremos durante apenas un breve lapso de tiempo. Y dar sentido al tiempo también es una de las condiciones indispensables para enraizar una teología.

Javier Brandoli Manzano reconoce todo esto a lo largo de su periplo por África y, sobre todo, de su estancia en una isla de la costa de Mozambique. De ahí que le resulte imposible no asociar su condición a la de los personajes de las mejores obras del realismo mágico. Lo cual justifica el atractivo título de El Macondo africano que lleva el libro en que recopila una selección de sus experiencias. Escrito con pasión y con extrañeza, amando sin descanso su memoria, Javier lucha contra la tendencia inviable de la mirada neocolonial. La memoria es todo para él. Y en esa memoria él reconoce que pudo inventarse, pero que sin esa playa africana no habría sido capaz de inventarse con dignidad. “Aquella mañana me parecía que el mar desteñía sal mientras flotaban mascarones de almendra en sus aguas”. La imagen nos invita a acompañarle en el viaje en que “cada mañana recogía mis restos y cada noche los volvía a esparcir”. Y lo hacía allí donde habitan seres “cuya historia contarán los alacranes a las nutrias y las nutrias a las cigüeñas de pico amarillo”. Un lugar al mismo tiempo rudo, donde “la madurez se alcanza cuando descubres que nadie vendrá a alimentarte”.

En el aliento del libro se reconoce también la derrota. O las derrotas. Porque existen mil variedades de derrota: la del compañero de trabajo en el hotel, la de la rata que vive en el zoo abandonado, la de la muerte al alcance de cada madrugada, incluso la de la amistad, la de las amistades. Posiblemente sea imposible elaborar una teología sin que en la amistad exista una derrota. Ese sentimiento, y no el del paternalismo mediático, es el que pretende transmitir Javier Brandoli en este libro, en este Macondo africano.

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