La desesperación de los Karamázov en una apasionante versión coral

Por Horacio Otheguy Riveira

Una producción extraordinaria en la que la admirable creación de Juan Echanove se pone al servicio de un poderoso trabajo de equipo: conmovedoras interpretaciones, todos sin excepción sumergidos en una puesta en escena sublime y a la vez apasionada de Gerardo Vera: la desesperación de los Karamázov en una versión portentosa porque se atreve a todo con un poético ajuste de cuentas con las debilidades humanas.

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La última novela de Fiódor Dostoievski (1821-1881), Los hermanos Karamázov (1880), es un hervidero de facetas autobiográficas que se ha puesto en escena con delicadeza visual y energía a punto de acantilado. Todos parecen estar a punto de desbarrancarse, lo mismo frente a la presencia o ausencia de Dios, que ante el deseo sexual, el resentimiento, la codicia o la imperiosa necesidad de dinero.

El melodrama desbocado del escritor ruso llega en un planteamiento escénico que tiene en la escenografía e iluminación la permanente creación de ambientes amplios con muy pocos objetos, pero, eso sí, ventanas y puertas por donde los seres humanos, prisioneros de pasiones ajenas y propias, buscan fugas de su atormentada existencia.

Los hermanos Karamázov giran y giran en torno a su rico padre lujurioso, borracho y codicioso que sabe reírse de sí mismo cuando le conviene, pero que aporta en esta versión una calidez humana que encaja a la perfección con su encarnación de terrateniente con siervos bajo el zar Nicolás II: avidez de acaparar riquezas en la búsqueda de parecerse a los nobles, pero consciente de que nunca será uno de ellos, y siempre oscilará entre vanagloriarse de sus peores vicios y teatralizar la búsqueda de las virtudes necesarias.

Un mundo que Dostoievski padeció con un padre peor aún que éste, pues no era bruto, sino un refinado médico, brutal y autoritario en familia. Al escribir esta novela pone en los hermanos algunos de sus propios estigmas: la duda ontológica, la autodestrucción, la pasión por los más bajos instintos, el juego como una adicción que arrastra a la miseria, los ataques epilépticos… y los amalgama como hombres impotentes, incapaces de asumir la auténtica salvación: abandonarse en brazos de mujeres pujantes, capaces de darlo todo por amarles y protegerles…

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El joven y bondadoso monje Alekséi (Ferrán Vilajosana); Iván, el escritor con tormentos que le paralizan (Markos Marín); el bárbaro Dimitri con demasiadas voces en la cabeza (Fernando Gil): tres hermanos en conflicto, tres actores en una alianza sobrecogedora.

En esta versión de José Luis Collado se logra una estructura teatral donde todas las fuerzas se ven controladas como resultado de un trabajo exhaustivo de adaptación. Se han seleccionado situaciones y textos de preciosa riqueza en su punto justo. Es una novela de excesos en la que el autor quiso contarlo todo, a sabiendas de que sería su última obra. Enfermo, empobrecido, enamorado de su pasado y del amor rumbo al paraíso de un Dios en el que se afana en creer, lo mismo y a la contra que sus personajes. Había ido a prisión por rebelde al gobierno del zar, había luchado y perdido muchas veces y al final optó por abandonarse a la fe redentora de la Iglesia ortodoxa. Con un material tan denso —y en sí mismo desesperado en busca de esperanza final—, José Luis Collado consigue una dramaturgia que fluye como si siempre hubiese sido teatro, con seres que se comportan entre la locura y la sensatez, entre la realidad palpable y los personajes que querrían ser.  

Los monólogos de esta función son tan imprescindibles como en la obra original: rara vez los personajes entablan conversaciones, en general monologan en compañía, siempre convencidos de que su sufrimiento merece estar en el centro del universo, pero se dan cuenta de ello, asumen su desgracia y tanto los desahuciados como los eternos luchadores se arrojan a los brazos del contrincante o del enamorado: todos quieren encontrar alguna clase de salvación y en la carrera les seguimos de cerca, suspiramos y nos ahogamos como ellos en la piel de actores que dominan sus cuerpos, el espacio y la voz, acróbatas a veces en lanzamientos sorprendentes por encima de mesas o hacia abrazos empecinados, a punto de arrojarse desde lo más alto.

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Todo empieza con la segura voluntad de abrazar la fe de la Iglesia ortodoxa, a través del joven Karamázov (fascinante recorrido del benjamín de la compañía, Ferrán Vilajosana), el monje adorador de un hombre santo, el Padre Zosima (la voz inmaculada, potente, protectora y acariciante de Antonio Medina). A partir de este comienzo, cuantas pasiones puedan desbarrancarse, lo harán, y asistimos a un espectáculo de obsesiones que atraviesan todos los límites del tiempo y los prejuicios: lo que puede parecer un culebrón desmadrado es, sin embargo, una obra profunda, bellísima, llena de sugerencias, pensamientos inquietantes y agitados sentimientos atemporales.

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Dimitri ama lo peor y desecha lo mejor, y Fernando Gil compone este personaje siempre con gran intensidad, entrando en escena a través de una ventana, asegurando que su cabeza es un hervidero de voces y emociones. El actor hace un trabajo descomunal, físico y psíquico, acompañado siempre por la alta disciplina y el talento de sus compañeros. Como el ya mencionado Ferrán Vilajosana, con una interpretación del personaje muy próxima al Príncipe Mushkin de El idiota, la tremenda novela que escribió Dostoievski en torno a las humillaciones sempiternas sobre un hombre bueno, extremadamente compasivo.

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De ternura nada sabe Iván, una creación muy dura, muy desgarrada de Markos Marín en un personaje muy complejo, de una pasividad enfermiza, incapaz de luchar, abandonado a una desidia que le carcome hasta estallar en el gran final. La evolución profesional de estos actores entronca también con la de las mujeres destacadas de la función: Lucía Quintana y Marta Poveda, ambas en situaciones y personajes nuevos en sus modélicas trayectorias.

Lucía Quintana arranca con un desnudo integral elegantísimo y la promesa de conquistar para siempre al hombre al que se entrega; sin embargo, su periplo será sinuoso y cargado de sofocos, pero mantendrá siempre la certeza de que debe esforzarse en su obstinación, fiel a sí misma, arrolladora y desesperada en un punto justo de desequilibrio.

juan-echanove-y-marta-poveda-en-los-hermanos-karamazov-sergio-parraDel otro lado, y en torno al mismo hombre trastornado, Marta Poveda, ahora rubia, con una sexualidad exuberante, oscilando entre pasos de comedia, locura de amor, pérdida del sentido, arrojo definitivo hacia la dirección que se ha propuesto… caiga quien caiga. Dos mujeres impresionantes, muy por encima de los hombres con los que están, en manos de dos actrices que se entregan de tal manera en su vaivén de matices y complejas escenas que parecen compartir una  misma química: enemigas en la ficción, logran lo más alto gracias a una alianza cotidiana. Mujeres apasionadas que no dudan en actuar mientras los hombres que las rodean se flagelan, incapaces de salir de sus arenas movedizas.

E incluso en los papeles pequeños, cada mínima entrada abarca el paisaje humano y físico necesario para entrar en situación. Nada sobra y los tonos de voz y las presencias físicas están perfectamente establecidas para tender un puente entre la representación y la sensibilidad del espectador. Así, el dulce servidor de toda la vida, «como un auténtico padre para los hermanos Karamázov» en la prestancia y veteranía de Abel Vitón, o las tres mujeres tan distintas entre sí, que fugazmente asume Antonia Paso, o el capitán polaco de Chema Ruiz, idealizado por la apasionada Grúshenka/Poveda y fatalmente derrotado en noche de juego…

 Fe y revolución

Karamazov_escena_fotoSergioParra_011Aunque Dostoievski pone el acento en la compasión a través de la fe en Dios, queda el eco de una revolución implacable que ocurrirá 36 años después de su muerte, la revolución bolchevique de 1917 que ejecutará al zar y toda su familia.

En su novela deja entrever un grito espeluznante y revelador de la necesaria revuelta para acabar con el feudalismo imperante, y en escena esto está muy bien resuelto a través del magnífico trabajo tragicómico de Óscar de la Fuente: la denuncia irrefutable de un odio ancestral, representado en el ser más desvalido y humillado que se enfrenta al más odiado de los señores terratenientes: el aliento de un mundo nuevo, marcado a fuego y vodka, inevitablemente manchado de sangre. El despreciado bastardo hará justicia.

Gerardo Vera armoniza tantos elementos capaces de desbaratar tamaña empresa (contando con José Luis Arellano como ayudante de dirección, alma pater de La Joven Compañía). Y lo hace organizando las numerosas escenas como piezas independientes, seguidas de cerca por el maestro Luis Miguel Cobo: música original y espacio sonoro, filigranas por donde hasta la lluvia compone melodías.

En el centro, un Juan Echanove que horroriza y divierte, déspota amargado, antidios que busca el perdón eterno, lujurioso que se adora, pero también se teme; en todos los registros un actor inmenso en el que resulta muy fácil ver sobre sus gestos otras creaciones, como si se hubieran producido como proceso hacia este Karamázov: El cerdo, El verdugo, El precio, Plataforma, y el inframundo de Allan Poe en Desaparecer: superlativo logro individual con el mérito extra de ser uno más de la pandilla, uno más de esta compañía sensacional que se entrega a los saludos finales corriendo hacia el proscenio como una exultante troupe de circo, felices ante el trabajo bien hecho, sin destacar ninguno de ellos ante la merecida ovación general.

 

Karamazov_escena_fotoSergioParra_010Los hermanos Karamázov

Autor: Fiódor Dostoievski

Versión: José Luis Collado

Director: Gerardo Vera

Ayudante de dirección: José Luis Arellano

Intérpretes: Juan Echanove, Óscar de la Fuente, Fernando Gil, Markos Marín, Antonio Medina, Antonia Paso, Marta Poveda, Lucía Quintana, Chema Ruiz, Ferrán Villajosana, Eugenio Villota, Abel Vitón.

Escenografía: Gerardo Vera

Iluminación: Juan Gómez Cornejo

Fotos: Sergio Parra

Vestuario: Alejandro Andújar

 

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Música y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo

Videoescena: Álvaro Luna

Movimiento: Eduardo Torroja

Una producción del Centro Dramático Nacional

Teatro Valle Inclán. Hasta el 10 de enero de 2016.

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