Simone Weil: «Sobre la libertad»

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Simone Weil (1909-1943)

«El cuerpo humano no puede, en ningún caso, dejar de depender del poderoso universo del que forma parte; incluso cuando el hombre dejase de estar sometido a las cosas y a los otros hombres por las necesidades y los peligros, estaría aún más abandonado a ellos por las emociones que siempre le conmoverían y de las que ninguna actividad regulada le defendería ya. Si se debiese entender por libertad la mera ausencia de toda necesidad, esta palabra estaría vacía de toda significación concreta; par a nosotros no representaría entonces aquello cuya privación deja a la vida sin valor.

Se puede entender por libertad algo distinto a la posibilidad de obtener sin esfuerzo lo que agrada. Existe una concepción muy diferente de la libertad, una concepción heroica, que es la de la sabiduría común. La libertad verdadera no se define por una relación entre el deseo y la satisfacción, sino por una relación entre el pensamiento y la acción; sería completamente libre el hombre cuyas acciones procediesen, todas, de un juicio previo respecto al fin que se propone y al encadenamiento de los medios adecuados para conducir a este fin. Poco importa que las acciones en sí mismas sean fáciles o dolorosas, y poco importa, incluso, que estén coronadas por el éxito; el dolor y el fracaso pueden hacer al hombre desdichado, pero no pueden humillarlo mucho tiempo cuando es él mismo quien dispone de su propia facultad de actuar. Disponer de las propias acciones no significa en absoluto actuar arbitrariamente: las acciones arbitrarias no proceden de ningún juicio y no pueden, propiamente hablando, llamarse libres. Todo juicio se refiere a una situación objetiva y, por consiguiente a un tejido de necesidades. En ningún caso el hombre vivo puede dejar de estar acorralado, por todas partes, por una necesidad absolutamente inflexible; pero como piensa, puede optar entre ceder ciegamente al aguijón por el que aquella lo empuja desde el exterior, o bien conformarse a la representación interior que él se forja; en esto consiste la oposición entre servidumbre y libertad. Los dos términos de esta oposición no son, por lo demás, sino los límites ideales entre los que se mueve la vida humana sin llegar a alcanzar jamás ninguno,  a no ser que deje ya de ser vida. Un hombre sería completamente esclavo si todos sus gestos procediesen de una fuente distinta a su pensamiento, bien las reacciones irracionales del cuerpo, bien el pensamiento de otro; el hombre primitivo hambriento, cuyos saltos están todos provocados por los espasmos que retuercen  sus entrañas; el esclavo romano siempre a las órdenes de una vigilante armado con un látigo, y el obrero moderno que trabaja en cadena, se acercan a esta miserable condición.

De la libertad completa puede encontrarse un modelo abstracto en un problema de aritmética o de geometría bien resuelto, porque, en un problema, todo los elementos de la solución están dados y el hombre solo puede esperar ayuda de su propio juicio, el único capaz de establecer entre estos elementos la relación que, por sí misma, constituye la solución buscada. Los esfuerzos y los triunfos de la matemática no sobrepasan el marco de la hoja de papel, reino de los signos y los dibujos; una vida enteramente libre sería aquella en la que todas las dificultades reales se presentarían a modo de problemas, en la que todos los triunfos serían dados, es decir, serían conocidos y manejables como los signos del matemático; para obtener el resultado querido sería suficiente relacionar estos elementos gracias a la dirección metódica que el pensamiento imprimiría no ya a los simples trazos de la pluma, sino a movimientos efectivos que dejarían su marca en el mundo; mejor dicho, la realización de una labor cualquiera consistiría en una combinación de esfuerzos tan consciente y tan metódica como puede serlo la combinación de cifras por las que se opera la solución de un problema cuando procede de la reflexión. El hombre tendría entonces constantemente su propia suerte en las manos; forjaría en cada momento las condiciones de su propia existencia por un acto del pensamiento.

El simple deseo, verdaderamente, no le conduciría a nada; no recibiría nada gratuitamente; incluso las posibilidades de que su esfuerzo fuese eficaz serían para él muy limitadas. Pero el hecho mismo de no poder obtener nada sin haber puesto en acción, para conquistarlo, todas las fuerzas del pensamiento y del cuerpo permitiría al hombre liberarse para siempre del dominio de las pasiones. Solo una visión clara de lo posible y lo imposible, de lo fácil y lo difícil, de las dificultades que separan el proyecto de la realización, borra los deseos insaciables y los vanos temores; de ahí y no de otra parte proceden la templanza y el valor, virtudes sin las que la vida es solo un vergonzoso delirio. Además, todo tipo de virtud tiene su fuente en el impacto del pensamiento humano contra una materia sin indulgencia, pero sin perfidia. No se puede concebir nada mayor para el hombre que un destino que lo ponga directamente en lucha con la necesidad desnuda, teniendo que esperarlo todo de sí mismo, de forma que su vida sea una perpetua autocreación. El hombre es un ser limitado al que no le es dado ser, como el Dios de los teólogos, autor directo de su propia existencia; pero el hombre poseería el equivalente humano de este poder divino si las condiciones materiales que le permiten existir fueran exclusivamente obra de su pensamiento cuando dirige el esfuerzo de sus músculos. Esta es la verdadera libertad».

(Fuente: «Bosquejo teórico de una sociedad libre», en «Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social», Ed. Trotta)

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