Las perfecciones bucólicas de Monterroso

Por Octavi Franch.

Hace un montón de años ya, y no recuerdo ni cómo ni por qué, compré el libro de cuentos La oveja negra y demás fábulas del PORTADA LIBROdesaparecido escritor guatemalteco Augusto Monterroso. Creo que fue por un ejercicio de clase cuando estaba empezando a formarme como escritor y periodista cultural, pero ya os digo que no lo tengo del todo claro. Pero la realidad es que es de los pocos libros originales, quiero decir comprados, que todavía conservo de mi ruina de 2008, cuando tuve que malvender, casi a peso, todo mi patrimonio cultural, incluidos casi todos los libros. Sólo salvé los míos (es decir los escritos por mí) y los que consideraba imprescindibles, los cuales si me desprendía definitivamente de ellos era sinónimo de morir. Y, de alguna manera, morí para luego resucitar. Pero, insisto, esta maravilla de la micronarrativa se quedó conmigo. Por algo sería.
Aprovechando mi recién estrenada colaboración en esta sección de CULTURAMAS, seleccioné este recopilatorio de cuentos hiperbreves así como el propio autor y su nanorelato más famoso, El dinosaurio:

“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”

El propio autor reconoció en entrevistas que había infinitas interpretaciones del texto. A mi humilde parecer, lo primero que me viene a la cabeza es el hecho que los dinosaurios estuvieron millones de años en la Tierra antes que nosotros. Aunque se extinguieron casi todos, su repercusión natural en general y animal en particular es mucho más importante que nuestra recién y transitoria circulación por el planeta azul. Ahí va una de esas muchísimas interpretaciones, como argumentaba el mencionado escritor.

Por lo que respecta a los cuentos del propio libro que hoy y aquí analizamos, La oveja negra y demás fábulas, os quiero destacar dos de sobremanera. El primero y también muy breve pero no tanto titulado El paraíso imperfecto y que reza así:

“—Es cierto —dijo melancólicamente el hombre, sin quitar la vista de las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno—; en el Paraíso hay amigos, música, algunos libros; lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve.”

Nunca tres líneas fueron tan complejas y mostraron tanto y tanto, sobre la cultura, la humanidad y la espiritualidad. La lección del uso perfecto de los signos de puntuación, sobre todo teniendo en cuenta que estamos hablando de una pieza literaria brevísima, es irrefutable. El hecho de empezar con un guión de diálogo (aunque en realidad es un monólogo) ya es en sí mismo una declaración de intenciones. Hubo un hombre (o el Hombre, es decir la Persona, todos los humanos que vivimos, hemos vivido y viviremos alguna vez) que tuvo la suerte de irse (que no ir) al Cielo, al Paraíso, con mayúsculas. Y estaba mejor que nunca, como era lo esperado. Pero la perfección, el Cielo, estar cerca de Dios, también tiene inconvenientes, porque el autor nos habla de amigos, pero no de familia, y sólo de música y literatura, pero no del resto de artes, sin las cuales también se malvive, aunque ya estés muerto a nivel físico. Seguimos, no obstante, con la clase magistral de signos de puntuación: punto y coma; punto y coma. Podría haber utilizado los dos puntos la primera vez, y el punto y seguido en las dos ocasiones. Pero no, para qué. Con el punto y coma era suficiente, y porque ya había varias comas por la enumeración de los utensilios celestiales. Y para finalizar, el clímax y desenlace más dramático que se podía esperar: el cielo ahora es con minúsculas, porque no puede haber otro Cielo. Ésa es la auténtica moraleja de la historia: cuando has alcanzado tu objetivo no tiene ningún sentido mirar atrás, pero tampoco mirar adelante, porque ya no hay futuro, sólo repetición y goce tranquilo del presente.
En cuanto al segundo cuento que os voy a diseccionar es el titulado La buena conciencia, el cual tiene 16 líneas de texto. El título ya te prepara para aceptar que sus personajes van a ser, de alguna manera, buenos o como mínimo se arrepentirán si han hecho algo malo. Pero, claro, una de las gracias supremas de la ficción es el punto de vista; por eso, cobardes de talante que somos todos los narradores, utilizamos el comodín del apuntador en 3ª persona omnisciente, ese minidiós que si se equivoca u opina no pasa nada, porque no somos nosotros realmente (no, qué va) sino un ente inventado para la ocasión, que no deja de ser un personaje más de la historia de marras. A lo que íbamos… Este cuento nos habla de la ironía y de la hipocresía de la tribu, de la secta, es decir de la raza humana. Porque cuando un colectivo se ve amenazado es capaz de cambiar, drásticamente, su rol e incluso su ideología por pánico al que dirán los demás, como si eso fuera importante en la vida. E, inclusive, primero se pasa por la degeneración sexual y su represión, para luego acabar siendo más perverso que al principio. Es la involución del ser humano, de la vida. Del todo o nada. Del cero o infinito. Del razonamiento insignificante que no nos vino, precisamente, de las estrellas.

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