Los libros de la isla desierta: El gato que venía del cielo

Por Óscar Hernández.

EL GATO QUE VENÍA DEL CIELO. Takashi Hiraide. (Ed. Alfaguara)

El gato que venía del cieloTienen algo especial los libros que vienen de Japón. Hay una atmósfera única, una cadencia en el ritmo narrativo, una delicadeza en la forma de narrar que nos hace situarnos rápidamente en un contexto inconfundible. La literatura nipona, como el cine clásico de Mizoguchi o el de Ozu, tiende a dibujar unos paisajes colmados de templanza donde la experiencia sensorial es completa. Es extremadamente fácil dejarse llevar por una narración preciosista a la par que sencilla e imaginar el cielo azul en el que unas nubes se desplazan silenciosas empujadas por una brisa que mece las ramas de los sauces, de los almendros y los arbustos del jardín. Es imposible no sentir el silencio repleto de sonidos de una naturaleza amable, primaveral, en la que los personajes parecen inmiscuirse desde un lugar ajeno, como si no pertenecieran al paisaje descrito.

La novela que traemos hoy a la isla desierta, El gato que venía del cielo, es la primera de su autor, Takashi Hiraide, nacido en el país del sol naciente allá por 1950. Hiraide, sin embargo, no es un nombre nuevo en el panorama de las letras japonés. Trabajó largos años en una editorial antes de decidir convertirse en autor y es además profesor de Arte y Poética en la universidad de Tama. Había escrito y publicado ensayo, literatura de viajes y poesía cuando decidió escribir un relato largo o una novela corta, como se prefiera, que tiene mucho de autobiográfico, o al menos, que otorga a su protagonista muchos de los atributos profesionales y vivenciales del autor, y que le valió en 2002 el Premio Kiyama Shohei.

El libro nos cuenta desde un punto de vista melancólico, lírico, y muy detallista, los años -pocos- que una pareja pasó alquilada en una casita anexa a una villa en las afueras de la gran ciudad. Aquella casita -poco más que una caja, con puertas correderas de papel de arroz, tatamis i grandes ventanales- estaba rodeada de un hermoso jardín con rosales, árboles frutales y un gran olmo, jardín que se convierte en el universo de la historia. Pero todo universo ha de tener su dios, sus seres celestiales y su infierno. Así, el dios de ese universo de sosiego, paz y calma es Chibi, un misterioso gato blanco que decide adoptar a los protagonistas y regalarles sus visitas, sus ronroneos y su enigmática y adictiva presencia. Chibi es el gato de los vecinos -al menos eso descubren o deducen o imaginan los protagonistas- pero es libre de entrar y salir a voluntad. El gato enamora a sus humanos que se rinden a la presencia elegante del felino, y que acaba convirtiéndose en un elemento esencial de sus vidas, de su casa, de su jardín, de su universo.

Además del gato Chibi, otros animales pueblan ese idílico cosmos, y también personas. Los ancianos propietarios de la villa, caseros del protagonista, y los esquivos vecinos del otro lado de la valla. Y los árboles, y el jardín, paisaje, contexto y marco de la novela.

El lirismo desborda cada página con un tono melancólico que irradia de las sencillas oraciones que conforman cada párrafo. Las relaciones humanas, de afecto, de respeto, la transcendencia, la vida, la muerte, el trabajo y la libertad son elementos analizados con pericia por el autor, que se siente dolido por la inercia de los acontecimientos, por las obligaciones del sistema, por el sistema de propiedad privada, por una economía ebria cuyos efluvios especulativos llevaron a Japón a una crisis inmobiliaria primero y sistémica después de la que dos décadas después sigue sufriendo las consecuencias.

La edición tiene luces y sombras. La traducción es ejemplar. Un trabajo compartido de un japonés y un español que consiguen traer a la lengua de Cervantes el lirismo del original. Algunas notas a pie de página ayudan a comprender conceptos y realidades niponas imposibles de traducir. El único pero es a la maquetación. Páginas enormes en las que el texto es prácticamente una columna flanqueada por márgenes excesivos, junto a un tamaño de letra bastante grande, convierten un texto que en una edición estándar no habría superado las cien páginas, en un libro de casi ciento sesenta. ¿Una forma de justificar el precio?

La novela, El gato que venía del cielo, es un pedazo del Japón de los 80 y 90, repleto de poesía y reflexiones que nos llevamos con mucho gusto a nuestra isla desierta.

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