Historias del suicidio en Occidente, Semper dolens, de Ramón Andrés

Por Ricardo Martínez.

ACA0320aRamón Andrés: Semper dolens (Historia del suicidio en Occidente) Acantilado, Barcelona, 2015

La aspiración de todo hombre culto es la libertad. La aspiración de todo hombre libre es el ejercicio libre de su voluntad, aunque en ello vaya incluida la muerte, esto es, la privación de la propia vida si tal fuese su deseo.

La etimología de la palabra suicidio deriva del latín (de sui, sí mismo, y caderêre, matar) y viene a significar, como expresión de cultura, aquel que alcanza el libérrimo punto de elegir el final de su  vida. Y si bien podría parecer que tal ejercicio de la libertad personal es un acto de vanidad o exageración, “el maestro Eckhart –escribe el autor- consideró durante su retiro espiritual que dicha entrega pudo deberse a una bondad natural, esa que empuja a los piadosos a renunciar a sí mismos y, en ello, hasta sacrificar sus vidas por amor a Dios; un ofrecimiento, asegura, común a los santos e incluso a los paganos distinguidos por poseer un alma virtuosa, entre los que está Séneca”

Como pura expresión religiosa, es Donne quien acepta el que “resulte consecuente que los humanos, amando a Dios sobre todas las cosas, guarden un sentimiento de menosprecio de la muerte” Ante una buena causa, “el buen pastor da la vida por sus ovejas” a imitación de Cristo.

La palabra ‘suicidio’ por su parte, guarda, o podría guardar, un profundo sentido moral e ideológico. “Se trata de un neologismo aparecido en la Inglaterra del siglo XVII en el tratado Religio medici de Thomas Browne, espíritu meditativo y sereno” Y la historia demuestra que tal voluntad  no es privativa de uno de los géneros, sino que ha de asociarse necesariamente a hombre y mujer. “Castiglione, en el meridiano del siglo XVI, admiró la saga de las mujeres que supieron morir, y en este ejercicio de loa evoca el valor de la esposa de Mitrídates o el coraje de la mujer de Asdrúbal, superior al de su marido en el momento de entregarse a las llamas. Tácito, por su parte, “había subrayado la valentía de Sextia y no menos la de Antistia, ambas enfrentadas a Nerón, las cuales, mientras se desangraban, pidieron un baño de agua caliente”

Tampoco fue, el suicidio, patrimonio de una clase social, si bien “Hankoff y Einsiedler hicieron  hincapié en la frecuencia de muertes voluntarias ocurridas en los estamentos políticos, y sugieren que la primera referencia de una nota de despedida suicida aparece, precisamente, en el Egipto del siglo III a.C., escrita por un consejero y destinada al faraón al que servía”

En fin, revisitado el tema por un agitador de conciencias cual es la figura del filósofo contemporáneo Sloterdijk, el tema adquiere un sesgo polémico, provocador tal vez, pues “a estos impulsos o ejercicios de autodestrucción les llama acrobacias, contorsiones en busca de un extrañamiento fuera del existir, imposición de la voluntad a ultranza, decisión de aniquilamiento. Esto es también así, conjetura, en el caso de Cristo y su ejemplo a toda una civilización –por comportar un intenso entrenamiento contra la vida- no es sino el reconocimiento de haber cumplido una misión” Y aún añade: “O dicho de otro modo: a través de la búsqueda de la muerte el futuro deja de serlo: ya está confirmado. Esto significa y cumple la tan cristiana certificación del logro de lo imposible, y es precisamente lo cierto de la imposibilidad lo que promueve el anhelo del feliz espacio de lo eterno”

¿Y nada que decir hasta aquí de la importancia social, literaria y pasional de la presencia del amor en la manifestación del suicidio? Sí, desde luego. Ya queda expresado que todo ello, todo gesto humano va impregnado, de una u otra forma, por el sentimiento del amor. Claro que sí. A la postre, tal vez, acaso todo acto humano quede, en el reservado discurso del Destino, sujeto a ese acto de voluntad, de libertad, que permitirá a todo individuo protagonizar una muerte como aspiración a un ideal, sea éste el que fuere. “Así, en la mors voluntaria impera una visión utópica, una adicción a las ideas de trascendencia que, de una forma u otra, alimentan la esperanza de una renovación de nuestro sentido de la vida”

He aquí, pues, una vez más, el género humano como expresión de una razón propia inexcusable, de una postura inequívoca de libertad. Una vez más el deliberado afán del conocimiento, el corazón sintiente.

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