11 Minutes (2015), de Jerzy Skolimowski

 

Por Miguel Martín Maestro.

11-minutes-posterAunque sea a ritmo lento, dejando transcurrir mucho tiempo entre una y otra obra, Skolimowski sigue haciendo cine y además lo está haciendo con sentido y con cabeza. Essential Killing, su anterior película de hace casi cinco años, adolecía de ciertas complacencias narrativas pero se atrevía a poner en imágenes una realidad cruda y criminal alimentada desde dos bandos en conflicto, el del integrismo islámico y el de la negación del estado de derecho por parte de las potencias occidentales. Ahora, en 11 Minutes, Skolimovski se atreve a jugar con el tiempo, con los vicios y virtudes humanas, estableciendo un relato elíptico de consecuencias apocalípticas. 11 minutos son los que dura la acción que vemos, una acción que se prolonga hasta los casi 80 de la película completa a fuerza de seguir a unos personajes y abandonar a otros, utilizando puntos de referencia que aparecen una y otra vez para acomodar el relato al tiempo anunciado y recordarnos que todo lo que vemos está ocurriendo simultáneamente y que, además, somos mortales.

Nosotros no podríamos verlo de no mostrarse como un relato en movimiento helicoidal que pasa cada cierto tiempo por puntos en los que el relevo puede transmitirse de uno a otro personaje, que no interactúan pero comparten el espacio. Nosotros no, pero la actual sociedad multimedia sí. Ya podemos olvidarnos de explicaciones teológicas, no son necesarias interpretaciones metafísicas cuando basta una central operativa con cientos, miles de cámaras, para recoger lo que simultáneamente ocurre en la ciudad. Una ciudad acelerada que se mueve a través del sexo, del crimen, el dinero. Un marido en exceso celoso, una actriz cuyo físico provoca reacciones, una pareja que queda en una habitación de un edificio rehabilitándose para ver porno en un ordenador tumbados en una cama, un repartidor de coca ciego que sufre visiones, un vendedor de salchichas, un grupo de monjas, un ladrón que se encuentra un suicida, un pintor que no ve un punto negro en el cielo que toda la ciudad no se explica, un equipo de una ambulancia agredido al llegar al lugar donde tienen que intervenir. Un panorama desalentador ausente de humanismo pero rebosante de vida, rodado a toda velocidad por las calles de Varsovia, una ciudad infectada de un virus que obliga a los personajes a no permanecer quietos ni estáticos, como si detenerse implicara caer y no poder recuperar la movilidad, como si el virus procurara no dejar tiempo para reflexionar, pensar, actuar con consecuencia y nos encaminara hacia la autodestrucción absurda.

Skolimowski sabe que el lenguaje ha cambiado, que las películas que ve la gente tienen formatos diversos y mutantes, calidades insuperables o infames. A la gente le gusta grabarse con sus móviles o tabletas, pero también somos grabados inadvertidamente en las calles, en los edificios públicos. Miles de ojos electrónicos nos captan al cabo del día, recogen nuestros momentos íntimos y aquellos en los que no somos conscientes de ser vistos. Puede que quien supervisa las cámaras no nos vea en el momento en que los hechos ocurren, limitándose a controlar que todas las cámaras funcionan, preocupándose más por un punto negro en una de ellas que por lo que la imagen muestra realmente. No nos importa lo que pase mientras se grabe, porque si se necesita, siempre se podrá volver a recuperar la grabación, es más importante que graba que lo que se graba, y todos permanecemos impasibles ante esta violación permanente de nuestra intimidad.  La tensión del movimiento unida a la tensión del tiempo marcan el ritmo frenético de la película, tiempo manipulado, extendido y comprimido a elección del director, quien, cámara en mano, como uno de esos vigilantes urbanos de una policía ausente pero que siempre está latente, nos va enseñando relojes o nos va informando de la hora para que seamos conscientes de que va a haber una conclusión a las 5:11 de la tarde de un día de verano en Varsovia.

11 minutComo el aleteo de una mariposa que produce un terremoto en el otro extremo del mundo, el exceso de celos unido a un exceso de pastillas provoca una desgracia de tamaño inimaginable en la que se ven implicados todos los protagonistas de las muchas historias cruzadas que, a las 5 y 11 minutos, se encontrarán en el mismo lugar de una u otra manera. Es entonces cuando la cámara, la multitud de cámaras, producen el efecto político de la película con las últimas imágenes, cada vez más pequeñas, más divididas, más globales. Esa cámara que enfoca el lugar exacto que pone fin al relato, va partiéndose hasta el infinito como si de una división celular se tratara, una división cancerígena que nos invade y usurpa nuestras funciones eliminando toda clandestinidad mediante la exposición pública. Un pixel quedará en negro en esa maraña de cámaras, evidente cuando los que aparecen en pantalla son pocos, pero perdido y confundido en la marea de miles y millones de cámaras cuando la pantalla se haya multiplicado en innumerables opciones a las que el ojo humano ya no puede llegar, un pixel que asemeja a ese punto negro del cielo que no vemos pero del que todo el mundo habla, un agujero negro que termina absorbiéndonos y destruyéndonos.

El ritmo de la cámara incidirá sobre el comportamiento de los personajes, al ritmo pausado del vendedor de salchichas o del productor cinematográfico, que graba una especie de casting, únicamente dirigido a acostarse con la actriz, les acompañan planos estáticos, tranquilos, sin brusquedades; al motorista el ritmo endiablado de la velocidad, la visión deformada por el punto de vista deforme del enfoque desde un casco o desde un manillar; al marido celoso el frenesí de la búsqueda, el plano nervioso que acompaña sus movimientos sin rumbo definido. Un relato surcado por puntos de conexión reconocibles que nos recuerdan que la narración no se está extendiendo, sino que se desarrolla simultáneamente en varios escenarios mientras el director juega con ella, una paloma que choca contra un cristal, un avión que sobrevuela el cielo de la ciudad, una alarma antiincendios que suena antes de que sepamos por qué nos recuerdan que estamos en un bucle que va a concluir en la confluencia de las manecillas del reloj… Incluso en el uso de la cámara hay juego, Skolimowski nos transforma en el perro que acompaña a una de las jóvenes que compra todos los días salchichas en el puesto callejero adoptando su punto de vista a ras de suelo. Hay en esta película un discurrir de ida y vuelta, un eterno retorno que confluye en la muerte, único punto del que no se puede retornar. Una arriesgada, y acertadísima, propuesta narrativa en la que la cámara se transforma en más personaje que los personajes de la historia, aquí sí que la forma da sentido al fondo y lo mejora exponencialmente. Una muy recomendable película a reivindicar, una sorpresa de calidad notoria, riesgo formal al servicio de un sentido.

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