Los últimos pensamientos e impresiones de Oliver Sacks frente a la muerte

Aquellos que hemos conocido a Oliver Sacks, ya por medio de sus libros, ya en sus videos o artículos, lo consideramos un ser querido. En su primera capa es el “poeta laureado de la medicina” que llevó la música y el arte a pacientes marginalizados, y bajo ella, en las capas subyacentes que nos ha permitido ver, es el detective más apasionante de las pequeñas rarezas y bellezas del mundo, entre ellas y bajo la lupa los helechos y los minerales.

El 24 de julio de 2015 publicó un bellísimo artículo en The New York Times anunciando el carácter terminal de su cáncer metastásico de hígado. Sacks nos comparte algunas impresiones del mundo vistas en contraste con la presencia ineludible de la muerte.

Hace algunas semanas, en el campo, lejos de las luces de la ciudad, vi el cielo completo “espolvoreado de estrellas” (en palabras de Milton). […] Fue este esplendor celestial lo que de pronto me hizo darme cuenta cuán poco tiempo, cuán poca vida, me quedaba. Mi sentido de la belleza del cielo, de la eternidad, estuvo inseparablemente mezclado con un sentido de trascendencia, y muerte.

Le dije a mis amigos Kate y Allen, “Me gustaría ver un cielo así cuando esté muriendo”.

“Te llevaremos afuera”, dijeron.

No es sorpresa que cuando Sacks era niño se haya hecho amigo y compañero de los números de la tabla periódica de elementos, ese lugar abstracto y conciso donde no hay vida, pero tampoco hay muerte. Allí encontró solaz y fascinación por el planeta y sus metales y minerales, y forjó un vínculo personal con cada uno de ellos. Más específicamente, celebró sus cumpleaños junto al elemento correspondiente en número, y lo sigue haciendo sin importar lo débil que se encuentre ese día. “Auden solía decir que uno siempre debería festejar su propio cumpleaños, sin importar cómo se sienta”, señala.

Ahora, en esta coyuntura, cuando la muerte ya no es un concepto abstracto sino una presencia –una presencia inmediata que no se puede negar– me estoy volviendo a rodear, como lo hice cuando niño, de metales y minerales, pequeños emblemas de la eternidad.

En una esquina de mi mesa de trabajo tengo el elemento 81 en una hermosa caja que me enviaron los ‘amigos de los elementos’ en Inglaterra: dice, “Feliz cumpleaños de talio,” un suvenir de mi cumpleaños 81 el pasado julio; luego, un reino dedicado al plomo, el elemento 82, para mi recién celebrado cumpleaños 82 este mes. Aquí también hay un pequeño cofre rojo que contiene el elemento 90, el torio, el cristalino torio, tan bello como los diamantes, y, desde luego, radioactivo… por ello el cofre de plomo.

oliversacks

Los lémures son cercanos al catálogo ancestral del cual todos los primates surgieron, y me hace feliz pensar que uno de mis ancestros, hace 50 millones de años, fue una pequeña criatura moradora de árboles no tan distinta a los lémures de hoy. Amo su sobresaltante vitalidad y su naturaleza inquisitiva.

Así ha pasado sus últimos meses dedicado a ver el cielo “espolvoreado de estrellas”, fascinado por los lémures que nos conectan casi directamente con el principio de lo que llegamos a ser (y que acaso guardan tantas características similares a él), y acompañado de los elementos de la tabla periódica, sobre todo por el bismuto: ese elemento modesto e ignorado de la tabla periódica que es el número 83; un año que quizá no llegue a ver (su edad actual es 82), y por el que ha llegado a sentir especial afinidad.

A un lado del círculo de plomo en mi escritorio está la tierra del bismuto: bismuto natural de Australia; pequeños lingotes de bismuto en forma de limusina de una mina de Bolivia; bismuto lentamente enfriado de un derretido para formar hermosos cristales iridiscentes en terrazas como un pueblo de Hopi; y, asintiendo a Euclides y a la belleza de la geometría, un cilindro y una esfera hechos de bismuto.

Siento que hay algo esperanzador, algo alentador en tener el “83” alrededor. Más aún, tengo un lugar especial para el bismuto, un modesto metal gris, muchas veces desatendido, ignorado, incluso por amantes del metal. Mis sentimientos como doctor por los marginalizados o maltratados se extiende al mundo de lo inorgánico y encuentra paralelo en mi sentimiento por el bismuto.

Tristemente, quizás Oliver Sacks no llegue a tener el número del bismuto, pero ahí está, a su lado, para recordarle la belleza simple y la finitud. Al otro lado de su escritorio (y también de la tabla periódica) está el berilio, el elemento 4, pero éste más bien se asoma para recordarle su niñez y cuánto tiempo ha pasado, cuántos metales, cuántos minerales, desde que comenzó su particular y fecunda vida que está a punto de terminar.

 

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